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lunes, 3 de febrero de 2020

Viajes inesperados: del Reino, la Aldea, y ciertas ciudades







Segunda de dos partes

Luis G. Abbadie


Historia de dos cuerpos es como un cuento que ocurre en la poesía, donde las metáforas se desatan y devienen en personajes; mucho más que una unión amorosa, es una abstracción sensual y pintoresca, realismo mágico y fantasía en una danza. Peces que, atrapados como el lenguaje, se ven arrebatados por su propia sustancia metafórica para describir y simular los cuerpos, los mundos, las humanidades.
“Cuerpos moviéndose en las aguas.
“Los seres en abrazo se abren en círculos hasta encontrar la perfección. Cada línea viene surgiendo hasta hallarse en total sosiego.
“Quietud. Movimiento perpetuo. Iridiscencias.
“Algo escuchan los peces. Es el sentido de las formas en la breve corriente que se enlaza para buscar respiro. Son ellos. El aire es su nueva condición”.



En estos versos imagino una analogía de estos libros entrelazados —enlazados— como realidades tejidas entre sí. Los círculos, las líneas, describen los cuerpos, sus movimientos, pero también las espirales que trazan, y ¿por qué no? las líneas de texto, los versos, que sujetan las costuras del múltiple tapiz de sueños. Como los peces, los habitantes de estos tapices, sus narradores/tejedores/motivos, sus escenarios, se entrelazan y son cambiados, renacen al doblar una esquina, al atravesar una ventana, al despertar a un sueño desde otro más, o menos, profundo. Otros y los mismos. 

La prosa deviene incluso en verso de una manera que parece inevitable. Y sin embargo, tan diferente que podría parecer de los libros precedentes y subsecuente, se trata de una transición idealmente posicionada, cuyos elementos se prefiguran en las páginas previas y se filtran con las aguas y las mareas en el siguiente Libro, Retorno al reino imaginario, donde una vez más siento la cercanía de Emiliano González, en el tono onírico —ahora sí, en un ambiente no lejano de Penumbria: un Castillo Gótico (próximo, por supuesto, al acantilado, arquetípico que es), un bosque, una fiesta en un jardín—; la sutil pesadilla sombría se revela en esta región de la geografía onírica por la que viajo al seguir las señales de esta guía y crónica; el Reino es un escenario de sensualidad y melancolía, a veces inquietante como una pesadilla latente, de aquellas en las que algo permanece inminente, a punto de suceder: y cuando en efecto sucede, la ambigüedad que impregna toda transcripción onírica (conservando, incluso, la frustrante cualidad del soñador que pierde, y gana, valiosos conocimientos de sus circunstancias conforme progresa su jornada, y por supuesto, en los momentos más inoportunos), mantiene un matiz amoroso con rezagos siniestros, o trágicos:

“Sobre el acantilado, me corono. Aquí están las voces: se escuchan apagadas, intangibles.
“‘¿Cuándo volveremos al Reino?’, dicen”.

Pero la búsqueda del Reino —que nos conduce por etapas cuasiiniciáticas, muy específicas en la sutil claustrofobia del sueño— es como la búsqueda del Castillo (el de K, no el Gótico): ¿es este el Reino, vamos hacia él, o bien escapamos de él? Como peces, danzamos con pasos sorprendidos, no por poder dar pasos sino porque los universos cambian en torno. ¿El testigo de Eutropia, el amante entrelazado en un abrazo, el soñador arrebatado por las ambigüedades de Marlene, el pastor cautivado por las abstracciones, ¿son otro o el mismo, en distintas vidas y facetas, en todas estas realidades? ¿Son los muchos libros un libro, las varias historias, una historia? La respuesta, estoy seguro, se encuentra en la Torre Inclinada… no en lo alto, sino muy por debajo de ella. Los pasajes que nos señalan a gritos los espacios que permanecen sin escribirse, no están incompletos, ni se sienten tales: como viajes oníricos que son los que hemos emprendido, contienen sus propias respuestas… e incluso, sugiero de nuevo, podría ser que en las distintas espirales, en todos los libros que componen este libro, están todas las partes que podrían no parecer evidentes; sencillamente, traducidas al escenario y al lenguaje de cada sueño, de cada mundo, de cada ciudad en esta Matrushka de derviches que nos arrastra en sus viajes.

Y mientras nos absorben sus giros, allí en la plazuela por encima de la costa de Poltarnees, la que mira al mar, desde donde se atisban los techos ladeados de Penumbria, el acantilado del Castillo Gótico en dirección al Reino, y la Torre Inclinada de Eutropia a lo largo de la costa curvada, Víctor Manuel Pazarín deja a un lado el catalejo con que nos espía y, sonriendo, alza una copa y brinda con Dunsany y con Emiliano, mientras en la mesa vecina Kafka y Arreola —éste recién arribado desde la Aldea— revisan con ocio un ejemplar de Viajes inesperados y arremeten en una prolongada discusión de los epígrafes que contiene.

Y cerca del horizonte, una galera procedente de Parg trae nuevos materiales para las interminables obras de la Torre Inclinada.


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