Segunda de dos partes
Luis G. Abbadie
Historia de
dos cuerpos es como un cuento que ocurre en la poesía, donde las
metáforas se desatan y devienen en personajes; mucho más que una unión amorosa,
es una abstracción sensual y pintoresca, realismo mágico y fantasía en una
danza. Peces que, atrapados como el lenguaje, se ven arrebatados por su propia sustancia metafórica para
describir y simular los cuerpos, los mundos, las humanidades.
“Cuerpos
moviéndose en las aguas.
“Los seres
en abrazo se abren en círculos hasta encontrar la perfección. Cada línea viene
surgiendo hasta hallarse en total sosiego.
“Quietud.
Movimiento perpetuo. Iridiscencias.
“Algo
escuchan los peces. Es el sentido de las formas en la breve corriente que se
enlaza para buscar respiro. Son ellos. El aire es su nueva condición”.
En estos versos imagino una analogía de estos libros
entrelazados —enlazados— como realidades tejidas entre sí. Los círculos, las
líneas, describen los cuerpos, sus movimientos, pero también las espirales que
trazan, y ¿por qué no? las líneas de texto, los versos, que sujetan las
costuras del múltiple tapiz de sueños. Como los peces, los habitantes de estos
tapices, sus narradores/tejedores/motivos, sus escenarios, se entrelazan y son
cambiados, renacen al doblar una esquina, al atravesar una ventana, al
despertar a un sueño desde otro más, o menos, profundo. Otros y los
mismos.
La prosa deviene incluso en verso de una manera que
parece inevitable. Y sin embargo, tan diferente que podría parecer de los
libros precedentes y subsecuente, se trata de una transición idealmente
posicionada, cuyos elementos se prefiguran en las páginas previas y se filtran
con las aguas y las mareas en el siguiente Libro, Retorno al reino imaginario,
donde una vez más siento la cercanía de Emiliano González, en el tono onírico —ahora
sí, en un ambiente no lejano de Penumbria: un Castillo Gótico (próximo, por
supuesto, al acantilado, arquetípico que es), un bosque, una fiesta en un
jardín—; la sutil pesadilla sombría se revela en esta región de la geografía
onírica por la que viajo al seguir las señales de esta guía y crónica; el Reino
es un escenario de sensualidad y melancolía, a veces inquietante como una
pesadilla latente, de aquellas en las que algo permanece inminente, a punto de
suceder: y cuando en efecto sucede, la ambigüedad que impregna toda
transcripción onírica (conservando, incluso, la frustrante cualidad del soñador
que pierde, y gana, valiosos conocimientos de sus circunstancias conforme
progresa su jornada, y por supuesto, en los momentos más inoportunos), mantiene
un matiz amoroso con rezagos siniestros, o trágicos:
“Sobre el
acantilado, me corono. Aquí están las voces: se escuchan apagadas, intangibles.
“‘¿Cuándo
volveremos al Reino?’, dicen”.
Pero la búsqueda del Reino —que nos conduce por etapas
cuasiiniciáticas, muy específicas en la sutil claustrofobia del sueño— es como
la búsqueda del Castillo (el de K, no el Gótico): ¿es este el Reino, vamos
hacia él, o bien escapamos de él? Como peces, danzamos con pasos sorprendidos,
no por poder dar pasos sino porque los universos cambian en torno. ¿El testigo
de Eutropia, el amante entrelazado en un abrazo, el soñador arrebatado por las
ambigüedades de Marlene, el pastor cautivado por las abstracciones, ¿son otro o
el mismo, en distintas vidas y facetas, en todas estas realidades? ¿Son los
muchos libros un libro, las varias historias, una historia? La respuesta, estoy
seguro, se encuentra en la Torre Inclinada… no en lo alto, sino muy por debajo
de ella. Los pasajes que nos señalan a gritos los espacios que permanecen sin
escribirse, no están incompletos, ni se sienten tales: como viajes oníricos que
son los que hemos emprendido, contienen sus propias respuestas… e incluso,
sugiero de nuevo, podría ser que en las distintas espirales, en todos los
libros que componen este libro, están todas las partes que podrían no parecer
evidentes; sencillamente, traducidas al escenario y al lenguaje de cada sueño,
de cada mundo, de cada ciudad en esta Matrushka de derviches que nos arrastra
en sus viajes.
Y mientras nos absorben sus giros, allí en la plazuela
por encima de la costa de Poltarnees, la que mira al mar, desde donde se
atisban los techos ladeados de Penumbria, el acantilado del Castillo Gótico en
dirección al Reino, y la Torre Inclinada de Eutropia a lo largo de la costa
curvada, Víctor Manuel Pazarín deja a un lado el catalejo con que nos espía y,
sonriendo, alza una copa y brinda con Dunsany y con Emiliano, mientras en la
mesa vecina Kafka y Arreola —éste recién arribado desde la Aldea— revisan con
ocio un ejemplar de Viajes inesperados
y arremeten en una prolongada discusión de los epígrafes que contiene.
Y cerca del horizonte, una galera procedente de Parg
trae nuevos materiales para las interminables obras de la Torre Inclinada.
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