Juan Fernando Covarrubias
La literatura no es un modo clásico
de contar historias. Al menos, no lo es en los últimos tiempos. La
experimentación es quizá hoy su sello distintivo. Puede resultar una
perogrullada decir que hay tantas maneras de contar un drama como hay narradores,
sin embargo, en el fondo, es una verdad por los cuatro costados. Alfonso Reyes
se adelantó muchas décadas cuando declaró que el ensayo era el centauro de los
géneros. Reyes se diría complacido al comprobar que en la actualidad no
solamente el ensayo puede combinar favorablemente varios géneros: lo hacen el
cuento, la novela, e incluso la poesía, género al que considero el más difícil.
Valga
este párrafo introductorio para subrayar que Viajes inesperados (Keli Ediciones, 2019), el más reciente libro
del escritor Víctor Manuel Pazarín (Zapotlán el Grande, 1963) es un compendio
de dramas e historias que intercalan varios géneros de un modo subrepticio
(para usar un término al que Víctor Manuel recurre a menudo en su escritura) y
alentador. Si en la novela Cazadores de
gallinas ya se insinuaba este hilvanar fino entre géneros, en Miedo al vacío (también novela) alcanza
una tesitura que ahora en Viajes
inesperados se refina y se potencializa a su grado máximo. Víctor Manuel sale
bien librado de este modo de contar, y no muchos narradores pueden presumir tal
cosa.
Además
de este afortunado brebaje de géneros, Viajes
inesperados da cabida a reminiscencias de índole bíblica, de la tradición
árabe, de literatura antigua (“la literatura nace de la literatura”, decía
Northrop Frye), conocimientos en artes y oficios, lo carnal y lo sensual
(ingrediente que no podía faltar en un libro de Víctor Manuel), lo imaginario y
lo fantástico, el esfuerzo humano y el trabajo artístico y sudoroso del circo
como un gran promontorio al que son atraídas las múltiples narraciones y lo
onírico, que funciona como la estructura o el esqueleto del que se sostiene la
novela. Los ramajes, como puede verse, son múltiples, y cada uno tiene su
propio cometido en el volumen de la novela.
Viajes inesperados es un perpetuo comienzo. En El oficio de vivir, Cesare Pavese escribe que lo que tiene de bueno
la vida es que es un comenzar constante, cada día es un incesante reiniciar en
el mismo punto o en el sitio en que se elija. Y esta más reciente novela de
Víctor se le asemeja en ese sentido porque, dividida en cuatro grandes bloques,
en cada uno de ellos vuelve a comenzar la historia: pone la primera piedra, da
el primer palazo, coloca el primer cimiento, y de allí se larga a contar. Es un todo a la vez que demanda del lector un
constante compromiso y atención, a riesgo de que pierda la madeja del hilo. Esto,
que quede claro, no va en contra del placer que supone la lectura de la novela
y de la comprensión del drama general que de ello pueda tener cada lector.
Al avanzar las páginas del libro se
conocen las múltiples historias y los variados escenarios en que ocurren, pero
queda la sensación de que el autor no nos ha contado todo. Como tal, es un
demiurgo. Ernest Hemingway defendía esta postura del escritor de no darle todo
al lector, y que eso que se ocultara fuera una parte importante para el armado
de la historia. Viajes inesperados
deja este sabor de boca: lo que Víctor se ha guardado tiene que inferirse
durante la lectura, pero no es una ruta que se hace a ciegas, el zapotlense la
hace de Virgilio en esos subterráneos sobre los que se sostiene el libro. Aquí
aparece una pista, allá siembra una duda, más allá revela un detalle, y en otro
sitio despeja incógnitas que venían persistiendo desde el inicio.
La
novela como género, se sabe, es un artificio. Una vía (un pretexto, si se
quiere) para contar, para atraer la atención y entonces, malabares de por medio,
encandilar con palabras. Y como artificio, uno de sus recursos es el lenguaje. En
anteriores trabajos (recordemos que Víctor ha escrito poesía, cuento, novela,
ensayo, crónica y ha hecho periodismo) el también autor de La medida ha demostrado ser un reinventor del lenguaje, de sus
posibilidades, de sus atributos y de sus revelaciones. Cada uno de los cuatro
bloques de Viajes inesperados (Los
pastores nómadas, Viajes inesperados, Historia de dos cuerpos y Retorno al
reino imaginario) apela a un lenguaje que pasa por la inventiva y acaba en la
tradición, o viceversa, comienza en la tradición y acaba en la inventiva. Lo
que hace el lenguaje, en última instancia, es evidenciar lo que la estructura
de la novela tiene para el lector, es como su Lazarillo en un entorno oscuro.
La
prosa, sin embargo, se cuece aparte. Porque Viajes
inesperados es también un libro revelador, que en un momento nos aprisiona
y en otro, casi enseguida, nos deja estar quietos, con un respiro regular y
medido. Esa es una de las cualidades de la buena prosa, que puede encandilarnos
por largos pasajes hasta que, en la solución del drama, deja de lado su
hipnotismo para dejarnos en un estado de placidez inigualable. Y ese es otro
atributo de la novela de Víctor Manuel que quiero señalar, la prosa, cuidada,
sumamente trabajada, como si cada palabra fuera puesta una detrás de otra con
tal precisión y esmero que uno bien podría detenerse en cualquier renglón y apreciar
el esfuerzo del narrador embebido en su tarea. Pregunta y respuesta.
Respuestas. Preguntas. Tal es el leit
motiv que hace avanzar la novela.
Por
último, Viajes inesperados da la idea
de un cubo de Rubik. Es un libro inesperado por lo que tiene de no
convencional, de híbrido, de inclasificable incluso. Desde el principio de este
texto al libro yo lo he catalogado como novela, lo leí como novela y lo concibo
como novela. Sin embargo, dadas sus cuatro aristas, esos cuatro bloques que lo dividen
y lo unen en un todo indivisible, como un cubo de Rubik su armado da al lector
para posibilidades infinitas y coloridas, y tras los intentos fallidos no queda
nunca la sensación de fracaso, sino de un placer quedamente paladeado, hasta quedar
bien hartado, ahíto pues.
Tonalá,
enero de 2020
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