domingo, 26 de enero de 2020

Viajes inesperados: del Reino, la Aldea, y ciertas ciudades




(Primera de dos partes)

Luis G. Abbadie
Fotografía: Abraham Aréchiga


El autor no puede hacerse responsable de aquellas vivencias,
 y lecturas, y lugares, que evoca en el lector.
Pero, en cambio, evocarlas es su triunfo.
Justin Geoffrey



Viajes inesperados. Un libro que guarda para mí momentos largamente esperados; desde aquellos días en la Casa Tinta en que —a viva voz de Víctor Manuel Pazarín— conocí los primeros párrafos que finalmente han germinado en él. Su lectura trae con fuerza la presencia de su autor… pero también otras, que le acompañan y me circundan.



Cierro el libro y más allá de él, la ciudad prosigue. Guadalajara: nada diferente de las calles de Eutropia. Casi puedo ver la Torre Inclinada alzándose por encima de las azoteas. Y es que, en ciertos lugares, en determinados momentos, Eutropia se cruza con mi ciudad. Un momento así fue cuando, por única vez en el siglo XX, estas calles conocieron una nevada: así mismo, las aceras de Eutropia blanquecieron. El momento de encrucijada pasó, y cada ciudad prosiguió sus vicisitudes; más ambas continuaron compartiendo semblantes, rostros de un alma colectiva en común; dispersa en la vigilia, exacerbada en el ensueño.

Leer estas páginas me conduce por terrenos familiares, remueve memorias, de lo vivido, y también de lo soñado. O de lo leído. ¿Hay diferencia? Lo vivido; lo soñado; lo leído. Se entrecruzan con similar familiaridad.

¿Es este uno, o varios libros? Me parece que es un entrecruzamiento de libros: el primero, Los pastores nómadas, me ha conducido por terrenos que conozco muy bien; las callejuelas y desiertos con aromas de Oriente, se desdibujan de la geografía del mundo para erigirse, como pensamientos repentinos, en las tierras del sueño. Los pastores que recorren estas páginas han departido sin duda junto a más de una hoguera con Haïta el pastor. Lord Dunsany y Khalil Gibrán, en la intemporalidad onírica, seguramente escucharon los debates filosóficos de Hali, del Loco y de Akaab mientras bebían un té, en una plaza de Poltarnees, la que mira al mar. Mas las viñetas breves —como los episodios de La feria en más de un sentido, lo que tampoco me sorprende—, que decantan en lo ambiguo y en cotidianos imposibles, evocan también los portentos de Penumbria, donde seguramente Emiliano González podría encontrarse leyendo en una gacetilla las últimas noticias de Eutropia.

Viajes inesperados, el libro epónimo que atraviesa este libro como un atisbo a una historia más grande, que no comienza ni termina, es una crónica de viajes por los mundos que contiene Eutropia; un sitio ahora sereno, ahora siniestro, que prosigue inexorable su existencia, como todas las ciudades. No hay explicaciones; hay semillas de preguntas, y aquello que se sugiere hace que queramos saber más, pero también intuimos que es más seguro ignorarlo, ya que hay un aletear de alas por lo alto, y cierto inquietante Elevador continúa siguiendo su trayecto hacia honduras insondables:

“De pronto descubro a sus pies una frágil escalera de madera que emerge de lo profundo. Me inquieta sólo el recordarlo: en un sueño me he visto bajar infinitas veces por un pasaje igual que da al Centro de la Tierra”.

En Eutropia —como en las ciudades de Lord Dunsany, en las de Emiliano González— se puede soñar dentro de un sueño. 

Y la Zona Restringida, la Torre rodeada de singularidades, por encima del foso inexplicado, cuyos trabajadores parecerían estar construyendo las realidades: “Vuelve al trabajo: imprime toda su fuerza, su rabia y su miedo al hecho cotidiano de usar su pistola: une la luz azul al metal y da forma al Universo otra vez”. En una ciudad que se funde con la ciudad, una Torre que se funde con la Torre. Roland a la Torre Inclinada venía… en pos del Oscuro Señor… Pero más que eso: Eutropia se encuentra demasiado cerca para tener tranquilidad; no nos descuidemos al leerlo, ya que podríamos, con demasiada facilidad, abrir la puerta equivocada, o seguir la calle que nunca recorremos, y acabar en las calles de Eutropia.

Pues, como dije, cerrar el libro no exorciza la curiosa ciudad. Tragedias nacionales se entretejen entre Eutropia y mi propio hogar. Y más que eso: Eutropia es en verdad un sitio que ya he visitado, cuando visité la Casa Tinta, otro de esos lugares que coexisten, de esos sitios donde las existencias se traslapan; y desde allí salí a las calles de Eutropia algunas veces, en esas mismas fechas que se mencionan en el texto. Un taller literario que cambió muchas cosas para quienes allí estuvimos, nos condujo a la Casa Tinta; y desde allí a otros ámbitos. Y así como no sólo lugares sino circunstancias se multiplican en nuestras ciudades, El Círculo de la Casa Tinta, otro y el mismo, ¿acaso continuará congregándose allá —aquí— en Eutropia? Así lo sospecho. Pero revisitar estos viajes trae nuevas sorpresas; el circo que se instala en Eutropia es sombríamente profético, un circo de humanos como actualmente lo son todos los circos, y quizá no miraré igual a los ostentosos habitantes de las carpas.



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