(Primera de dos partes)
Luis G. Abbadie
Fotografía: Abraham Aréchiga
El autor no puede hacerse responsable de aquellas vivencias,
y lecturas, y lugares, que evoca en el lector.
y lecturas, y lugares, que evoca en el lector.
Pero, en cambio, evocarlas es su triunfo.
Justin Geoffrey
Viajes
inesperados. Un libro que guarda para mí momentos largamente
esperados; desde aquellos días en la Casa Tinta en que —a viva voz de Víctor
Manuel Pazarín— conocí los primeros párrafos que finalmente han germinado en
él. Su lectura trae con fuerza la presencia de su autor… pero también otras,
que le acompañan y me circundan.
Cierro el libro y más allá de él, la ciudad prosigue.
Guadalajara: nada diferente de las calles de Eutropia. Casi puedo ver la Torre
Inclinada alzándose por encima de las azoteas. Y es que, en ciertos lugares, en
determinados momentos, Eutropia se cruza con mi ciudad. Un momento así fue
cuando, por única vez en el siglo XX, estas calles conocieron una nevada: así
mismo, las aceras de Eutropia blanquecieron. El momento de encrucijada pasó, y
cada ciudad prosiguió sus vicisitudes; más ambas continuaron compartiendo
semblantes, rostros de un alma colectiva en común; dispersa en la vigilia,
exacerbada en el ensueño.
Leer estas páginas me conduce por terrenos familiares,
remueve memorias, de lo vivido, y también de lo soñado. O de lo leído. ¿Hay
diferencia? Lo vivido; lo soñado; lo leído. Se entrecruzan con similar
familiaridad.
¿Es este uno, o varios libros? Me parece que es un
entrecruzamiento de libros: el primero, Los
pastores nómadas, me ha conducido por terrenos que conozco muy bien; las
callejuelas y desiertos con aromas de Oriente, se desdibujan de la geografía
del mundo para erigirse, como pensamientos repentinos, en las tierras del
sueño. Los pastores que recorren estas páginas han departido sin duda junto a
más de una hoguera con Haïta el pastor. Lord Dunsany y Khalil Gibrán, en la
intemporalidad onírica, seguramente escucharon los debates filosóficos de Hali,
del Loco y de Akaab mientras bebían un té, en una plaza de Poltarnees, la que
mira al mar. Mas las viñetas breves —como los episodios de La feria en más de un sentido, lo que tampoco me sorprende—, que
decantan en lo ambiguo y en cotidianos imposibles, evocan también los portentos
de Penumbria, donde seguramente Emiliano González podría encontrarse leyendo en
una gacetilla las últimas noticias de Eutropia.
Viajes inesperados, el libro epónimo que atraviesa este libro como un
atisbo a una historia más grande, que no comienza ni termina, es una crónica de
viajes por los mundos que contiene Eutropia; un sitio ahora sereno, ahora
siniestro, que prosigue inexorable su existencia, como todas las ciudades. No
hay explicaciones; hay semillas de preguntas, y aquello que se sugiere hace que
queramos saber más, pero también intuimos que es más seguro ignorarlo, ya que
hay un aletear de alas por lo alto, y cierto inquietante Elevador continúa
siguiendo su trayecto hacia honduras insondables:
“De pronto descubro a sus pies una frágil escalera de madera que emerge
de lo profundo. Me inquieta sólo el recordarlo: en un sueño me he visto bajar
infinitas veces por un pasaje igual que da al Centro de la Tierra”.
En Eutropia —como en las ciudades de Lord Dunsany, en
las de Emiliano González— se puede soñar dentro de un sueño.
Y la Zona Restringida, la Torre rodeada de
singularidades, por encima del foso inexplicado, cuyos trabajadores parecerían
estar construyendo las realidades: “Vuelve al trabajo: imprime toda su fuerza,
su rabia y su miedo al hecho cotidiano de usar su pistola: une la luz azul al
metal y da forma al Universo otra vez”. En una ciudad que se funde con la
ciudad, una Torre que se funde con la Torre. Roland a la Torre Inclinada venía… en pos del Oscuro Señor… Pero
más que eso: Eutropia se encuentra demasiado cerca para tener tranquilidad; no
nos descuidemos al leerlo, ya que podríamos, con demasiada facilidad, abrir la
puerta equivocada, o seguir la calle que nunca recorremos, y acabar en las
calles de Eutropia.
Pues, como dije, cerrar el libro no exorciza la
curiosa ciudad. Tragedias nacionales se entretejen entre Eutropia y mi propio
hogar. Y más que eso: Eutropia es en verdad un sitio que ya he visitado, cuando
visité la Casa Tinta, otro de esos lugares que coexisten, de esos sitios donde
las existencias se traslapan; y desde allí salí a las calles de Eutropia
algunas veces, en esas mismas fechas que se mencionan en el texto. Un taller
literario que cambió muchas cosas para quienes allí estuvimos, nos condujo a la
Casa Tinta; y desde allí a otros ámbitos. Y así como no sólo lugares sino
circunstancias se multiplican en nuestras ciudades, El Círculo de la Casa
Tinta, otro y el mismo, ¿acaso continuará congregándose allá —aquí— en
Eutropia? Así lo sospecho. Pero revisitar estos viajes trae nuevas sorpresas;
el circo que se instala en Eutropia es sombríamente profético, un circo de
humanos como actualmente lo son todos los circos, y quizá no miraré igual a los
ostentosos habitantes de las carpas.
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