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lunes, 16 de diciembre de 2019

Saqueadores de tumbas


A quinientos años de la llegada de los españoles a México. 1519-1521
VI




Ramón Moreno Rodríguez *


El tres de noviembre de 1519, en la misma fecha en que los expedicionarios entraron a la ciudad de México-Tenochtitlán, según les informaron una semana después los correos, Pedro de Maluenda se mantiene hasta muy tarde bajo la techumbre de ramas. Le parece aburrido aquel parloteo después de consumir su ración de tortillas y pescado, pero no quiere ir a dormir. Todos se han ido, sólo quedan él y Francisco San Juan, El Entonado. Eso era lo que él deseaba, hablar a solas con aquel pretencioso aventurero. Tiene en mente un buen negocio, y quiere convidarlo al mismo.



En un extremo del cobertizo, Maluenda cuenta sus propósitos. Dijo a su compañero, señor, tengo para mí un buen negocio en el que habré buena ganancia, y será tan fácil, como pocas veces puede ver uno tal asunto, e como yo confío en que vos sois hombre valiente y esforzado, quiero faceros convite del mesmo so promesa de no poner a nadie más en el tracto, ni contar a ninguno lo que ganar hemos, porque las invidias convencen más presto que las razones. San Juan repuso precipitadamente, pues decid qué es el negocio, que presto lo acometeremos, si es como vos decís de fácil. Oh no, repuso el aragonés, si queréis ser parte de esta empresa debéis jurar que faréis como vos he dicho; vamos, jurad que a nadie contaréis lo que os diga. No puedo jurar algo, repuso el otro, que no sé de qué se trata, que después puede ir contra mi conciencia. Maluenda empezó a arrepentirse de invitar a su negocio a aquel que era tan desconfiado como él, pero ya no había marcha atrás; por otro lado, El Entonado tenía fama de ser el más temerario de aquellos veinte aventureros, y eso le convenía para el descabellado plan que se le había ocurrido. Francisco, en nada os compromete vuestro juramento, si no os gusta lo que os propondré, pues no participáis; sólo os pido que juréis que, seáis parte en el asunto o no, no contaréis a nadie de lo que se tracta. Os juro, repuso el interpelado, que no contaré el qué dese negocio que decís.

Lo que propongo es harto fácil –explicó Maluenda– que no sé por qué no se le ha venido antes a nadie a las mientes; el caso es que debemos ir a las tumbas y sacar todo el oro y joyas que haya y traerlo a nuestro campamento y repartir todo en partes iguales entre quienes quieran participar en esta aventura de quitarle un juguete a un niño. Nos matarán los indios cuando lo descubran, dijo sin pensarlo dos veces Francisco. Nunca lo sabrán, lo sacaremos de noche y con gran sigilo, insistió el aragonés. ¿Vos sois tonto o que os pasa?, remachó mal humorado Francisco. Si creéis que nadie lo ha pensado os equivocáis; yo lo he vido en mi mente, pero lo he mirado con más tiento y el cabo al que he llegado es el mesmo que os he dicho: imposible es tomar aquellos tesoros sin que los sátrapas de los indios lo sepan; catad que tarde o temprano caerán en la cuenta y nuestras vidas no valdrán un ardite.

Os suponía valiente, agregó Maluenda zaherido, pero ya veo las razones que os movieron a quedar acá en lugar de ir a la guerra a Tascalteque o a Temestitán. Soy más valiente que vos, repuso altanero Francisco San Juan poniéndose de pie, si aquí quedo es por orden de nuestro capitán, que yo muncho insistí en partir con ellos. Pues si animoso sois, insistió Maluenda, venid conmigo para que tomemos saqueos tesoros, que sólo por el apocamiento que nos gobierna no están ya en nuestras manos.

* * *

Ningún trato pudo Maluenda hacer con aquel desconfiado, así que una noche después, la del 4 de noviembre, en compañía de un indio esclavo que había traído de Cuba, subió al recinto ceremonial. Llevaban una barra de hierro que había sido parte de una áncora.

La pequeña terraza de la necrópolis tenía organizadas las tumbas de una manera más bien caótica. Al centro se encontraba una plataforma piramidal de dos cuerpos; la superficie se adoquinó con lozas, y sobre éstas se construyó un templo de barro y paja. Alrededor de la pirámide las tumbas simulaban una pequeña ciudad, pues no son subterráneas, sino minúsculas casas que no son de paja, aunque imitan serlo. Son construcciones de cal y canto que imitan una pequeña vivienda, tan pequeña, que nadie podría vivir en ellas. Todas las tumbas se han construido sobre plataformas piramidales por las que se asciende a través de dos escalones; los muros se alzan no más altos que un cuerpo humano, y sobre los mismos reposa una techumbre con la forma de un cono truncado, también hecho de cal y canto. Todos los minúsculos edificios, incluyendo sus basamentos están blanqueados, y los más ricos han sido decorados en su interior y exterior con pinturas murales que narran la vida y las hazañas del difunto.

Son muchas las cosas que se resguardan en esas capsulas del tiempo junto con el difunto, y muchas de ellas han sido motivo de admiración para los peninsulares cuando han visto esos rituales en honor a la muerte. Hace un mes Pedro de Maluenda vio un entierro, quizá el difunto tenía el rostro desfigurado pues llevaba puesta una máscara de oro con incrustaciones en obsidiana y rematada con un penacho de plumas; también, en otra ocasión, vio cómo una rica señora fue encerrada en aquellas chozas-tumbas con todos sus utensilios domésticos hechos en oro, vio ahí jícaras, molcajetes y hasta un metate de oro. En fin, la imaginación no es escasa en esas ofrendas, y Maluenda está dispuesto a apropiarse de todo ello.


Desde días antes, Maluenda ha observado cuáles son los entierros más apropiadas para saquear, dada su posición aislada. En el límite de la terraza, al pie del acantilado, casi a punto de precipitarse hacia el pedregal, hay un grupo de cuatro sepulcros que miran al mar y le dan la espalda al templo, son éstos los que ha decidió explorar en primer término. No está tapiado en alguno de éstos el difunto de la máscara de oro, pero por algo debe empezarse, dice Maluenda. El plan consiste en hacer un hoyo en la puerta, sacar los tesoros y disimular el agujero con ramas, y una o dos noches después habrán de regresar para robar cal y arena y cancelar de nuevo la falsa vivienda.

Para no ser sentidos ni por los españoles ni por los indios, Maluenda y su esclavo, llamado Hatebey, caminaron hacia el monte y, rodeando la población, llegaron hasta las escaleras que subían a la necrópolis. La oscuridad es húmeda y calurosa. Las ranas y los grillos, como todas las noches, tienen una fuerte competencia por dominar el silencio nocturno. De momento, de manera intempestiva, aparece la luz de una luciérnaga y con la misma presteza desaparece en el negro profundo. En su caminar a tientas han hecho más ruido del que pensaron. Han querido evitar el testimonio de algún noctámbulo y quizá lo único que han logrado es llamar la atención. La luna es menguante. A pesar de ello permite ver parte del sendero que han seguido. Finalmente bajan los escalones deseosos de no ser sentidos por los esclavos o los sacerdotes de la necrópolis. Al llegar a la explanada, abandonan las tortuosas calles y rodean la población doblemente silenciosa. Mientras caminan, guían en parte sus pasos, siguiendo con la vista la luz de dos grandes braseros que iluminan buena parte de la fachada del templo. Nadie está a la vista, pero de seguro dos o tres sacerdotes velan en el interior del santuario a la muerte, del que salen luces. Una barbacana resguarda aquella villa de difuntos. Llegan hasta su destino y saltan el bajo muro; se aproximan a la primera de las tumbas y entrevén algo a la puerta de la misma. Parece el bulto de una persona sentada. Pedro de Maluenda se pone pálido, suda frío, dice una maldición y con una mano empuña la barreta y con la otra la espada. Sin decir nada arremete contra la sombra que permanece inmóvil y que por su indiferencia parece no haberlos visto. Pero no es así. El bulto esquiva la estocada y dice, por Dios que sois impetuoso Pedro de Maluenda.


* Es doctor en literatura española. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánicas en la U. de G., CUSUR.  ramonmr@vivaldi.net



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