Alejandro
von Düben
Lo
ideal sería escribir algo sobre Ricardo Sigala, volver palabras una o dos
experiencias personales. Pero, a decir verdad, no lo puedo hacer del modo que
quiero porque simplemente no sé cómo. Así que no contaré cuando lo conocí, hace
ya muchos años, o dónde, es decir, en la coordinación de Letras Hispánicas del
CUSur. Él era coordinador de la carrera, aunque más que coordinador, cuando lo
vi me pareció un hombre que llevaba cargando su nombre como 40 años, con el
cabello algo largo, el bigote algo espeso y los ojos algo profundos, lo
suficiente como para intuir la infinidad de obras que habían caído al fondo de
esa mirada. En cambio, no voy a decir cómo yo era, un entonces joven en
desgracia que quería estudiar Letras Hispánicas, sin dinero, sin los pies en la
tierra, pero eso sí, bien vestido ese día, el día en que lo conocí, recuerdo,
con una playera donde estaba estampada la fúnebre cara de Edgar Allan Poe que
servía, a su vez, para esconder debajo algo que latía por la literatura, un
corazón delator. No tengo palabras para decir que en cuanto me vio o, mejor
dicho, en cuanto vio a Poe, Sigala medio sonrió. O, dicho de otro modo, no
tengo palabras para nombrar esa media sonrisa. Muchos la han visto y eso
debería ser suficiente, pero no lo es, porque esa media sonrisa no era la que
normalmente le medio estira la cara, era una media sonrisa misteriosa, llena de
complicidad.
Tampoco
podré narrar sobre la primera vez que, creo yo, leí uno de sus poemas. Fue en
su taller de poesía. Él mismo lo presentó, pero sin ir acompañado de su nombre
ni el de nadie. Cosa rara porque hasta el momento todos los poemas que habíamos
leído o estudiado iban acompañados, por ejemplo, con una firma de Roberto
Juarroz, Gonzalo Rojas, o Nicanor Parra. Pero ese poema estaba huérfano, no sé
si alguien más lo notó. Lo que sí sé, pero tampoco pienso decir es que, al
terminar tal clase, entre yéndome y llenándome la lengua de dudas, le pregunté
no de quién era el poema, sino, más bien, si ese poema era suyo. Sigala, sin
decirme sí o no, otra vez escribió una media sonrisa en su rostro. Una mitad de
sonrisa para la realidad, otra para la ficción.
Desde
entonces y hasta que leí y releí Domar
quimeras, tengo la impresión de que en Sigala hay tanta realidad como
literatura, una identidad que se desdobla una y otra vez. Y es que en los
poemas de este libro, Sigala no es él, es la otra parte de esa media sonrisa, la
parte oculta, un yo que es otro y otro y otro, todos cobijados por el mismo
nombre, el suyo, ejerciendo un oficio que ya no es de maestro o de coordinador o
de tallerista o de qué sé yo, se trata del extraño oficio de domar quimeras: alguien
que azota su lengua como látigo de aire para someter esa ilusión que aparenta
ser domable, esa cabeza de león cola de dragón cuerpo de cabra salvaje que
aparece desapareciendo en cada noche blanca, en cada hoja que florece como
crepúsculo.
En
sí, Domar quimeras se divide en tres partes.
En la primera, quien eche a rodar los ojos por las páginas encontrará un indómito
erotismo que fluye, que se lee natural, con vestigios de carne enamorada,
cuerpos que se reconocen como recuerdos, esa forma absurda de la ausencia; palabras que dicen y esconden amor o soledad
o esa distancia insalvable que es el concepto de la soledad y el amor:
conceptos que al explicarlos se vuelven sombras de fantasmas; además, hay
paisajes y pasajes de viajes largos y cotidianos, evocaciones a la vida, al día
a día, desde la mañana, cada mañana, hasta la noche eterna.
En
la segunda parte se intuye la presencia de Salvador Dalí y la persistencia de
la memoria, los relojes que se derriten, el tiempo que todo lo que toca lo
corrompe. Asimismo, se aborda el mito de Orfeo, pero desde la perspectiva de la
pérdida, de la desdicha que petrifica las malditas virtudes para darle forma a lo
que queda después de cada tragedia: las sombras, las sobras y el vacío.
Y,
por último, en la tercera parte están los combates interiores que conforman la
escritura, batallas de vida y de por vida, pero dicho no como yo lo digo sino,
vamos, de forma poética, justo así: Y
como no sé mirar / me paso la vida / arrancándome las carnes / en la
imposibilidad constante / de querer nombrar el mundo. Y no toda esta
imposibilidad surge en torno a la escritura, sino, podría decirse, a los
intentos de comunicación que no dicen lo que, en sí, se entiende por cosas como
el amor, la religión, la debacle del ser. Aquí se aborda la fe del desdichado,
el abismo que nos llama como la tentación
menor de la carne, la aceptación de la derrota y lo perdido; y, finalmente,
esta tercera parte y el poemario en sí termina con lo que fue la infancia, la
cual visualizamos detrás de nosotros, dejándola atrás como si acaso fuéramos en
un viaje por carretera, pisando cada vez más fuerte el acelerador, hasta que
perdemos el rumbo, el mundo, y sólo somos capaces de ver la imagen distorsionada
que proyecta el retrovisor, la vida que vamos dejando.
Ahora
no, no podré decirles del modo que quiero, las virtudes de los poemas de
Sigala: el sentido rítmico que tienen, los fraseos, las reiteraciones, sí, las
reiteraciones, las palabras que te bailan pegaditas al oído, poemas que crecen
en voz alta, herencia de un gran gusto musical, con ritmos que bien nos pueden
recordar a Bob Dylan, Andrés Calamaro o los Maderos de san Juan de Dios. O, por
ejemplo, su uso de otros recursos poéticos que no se agotan, adjetivos bien
puestos y dispuestos y, en resumen, una escritura que fluye como agua para
amansar la sed infinita del lector.
Al
leer esta confesión de oficio, tampoco les diré que vi ahí, entre líneas, a
diversos Ricardo Sigala: uno, guiñándome uno de los ojos ciegos de Jorge Luis
Borges; a otro mostrándome una máscara con el rostro verdadero de Fernando
Pessoa; a uno más, arrojándome intertextos de Eliseo Diego; y a otro alzando
cantos con el perfil de Dante Alighieri o de Bruce Springsteen. Y es que cuando
uno lee cualquier texto de Sigala, se reconocen o se intuyen o se disfrutan
diferentes textos y obras y autores dentro del mismo, diversos niveles de
lectura, como si su escritura cargara consigo una biblioteca fantasma.
Ahora
bien, sé que no he dicho nada de lo que en verdad quería decir. No puedo.
Parece que sí, pero no. Con este texto me pasa o me traspasa lo que se aborda
en sus poemas: soy consciente de que las palabras no pueden correr bellas, puras
y desnudas por estas líneas tal como lo hacían en los jardines de mi cabeza.
Pero, al menos, por domar quimeras, reconozco la distancia que hay entre la
palabra y aquello que nombra, una distancia que ni montado sobre Pegaso se
puede recorrer. Cada quien es su propia quimera. Lo que sí puedo decir es que
esta obra está hecha a prueba de cualquier desastre; se trata, tal como él
mismo lo expresa, de una escritura que se
deja acariciar por tempestades.
Me gustan las reseñas literarias, porque no solo son informativas, descriptivas, críticas, sino que además nos deleitan cuando las leemos. Gracias Alejandro.
ResponderBorrar