A
quinientos años de la llegada de los españoles a México. 1519-1521
V
Ramón Moreno Rodríguez*
Los
españoles han fundado, con más formalidad que rectitud, un cabildo al que han
dotado de dos alcaldes (uno mayor y otro ordinario), cinco regidores, una
justicia mayor, un alguacil con su cárcel y hasta escribano, fiscal y
procuradores. Junto a las tres casas de cal y canto construidas al estilo
español, los indios han fabricado una treintena de chozas donde pernoctan los
aventureros. Esta incipiente población que habitan casi cuatrocientos
aventureros es observada por una muchedumbre de gente que se asombra por ver a los
extranjeros reunidos horas y horas discutiendo quién sabe qué cosas de
representaciones ante el rey, peticiones de mercedes u órdenes de
exploraciones. A pesar de ello la vida cotidiana de los quiahuiztlecas no se
altera, continúan su monótona rutina de trabajo en las parcelas o de pesca en
la laguna.
A pesar de tener más de un mes morando en sus nuevos
jacales, no paran los españoles en su trajín legaloide y aventurero. Sin
embargo, a principios de julio por fin inicia su aventura guerrera: el grupo se
dispersa y deja casi vacías las nuevas chozas. Unas naves marchan a la corte,
otras son hundidas; unos hombres salen a explorar Pánuco, otros, la mayoría, a
Tlaxcala. Casi todos los españoles, acompañados de sus esclavos cubanos, se han
ido. Sólo permanece una veintena de ellos en Quiahuiztlán – o Villa Rica de la
Vera Cruz, como ha dado en llamar a las chozas en sus legajos el astuto
extremeño que dirige aquella compañía pobre en capitales, pero rica en
solemnidad–. La mayoría de los que permanecen ahí son viejos e inútiles para la
guerra: marineros que se niegan a cambiar los cordeles por las espadas. De los
que se quedan, sólo seis son aptos para la batalla. No se espera que haya
combate alguno, dado el caso, mandarán recaudos a los que se han ido al
altiplano si se avistan otras naves aventureras.
Los miembros del cabildo, por su parte, se han
marchado con la mayoría de los expedicionarios en dirección a Tlaxcala, sólo ha
quedado uno de los regidores. Ahora que la mayoría de los extranjeros desaparecieron
sólo tres chozas están habitadas. Una la ocupan los marineros, que se dedican a
pescar; otra, el regidor y dos esclavos cubanos, las tres casas de material
sólido permanecen cerradas, resguardan los pocos instrumentos marineros que le
quedan a Cortés.
Los días se hacen monótonos. Hacia el dieciocho de
agosto llegan los primeros correos: los expedicionarios han cruzado las grandes
montañas, la que hoy llamamos Sierra Madre Oriental, y se encuentran ya en la
Teochichimeca; pronto entrarán en territorio tlaxcalteca, según explican los
guías totonacas. Si el gran señor Moctezuma lo permite, quizá conozcan el
Anáhuac y sus maravillosas ciudades en medio del agua. No hay más remedio que
esperar a que los invasores regresen con los muchos tesoros que se llevarán a
España.
Uno de los aventureros que se ha quedado en las
chozas se llama Pedro de Maluenda, es un comerciante de armas. Ha ganado mucho
dinero vendiendo a aquella Santa Compañía, como la llama irónicamente el
padre Las Casas, sus pertrechos. Y aunque su apellido alude a una pequeña villa
aragonesa, en realidad él es originario del País Vasco y algunos juran que es
judío converso. Se supone que Maluenda deberá recibir más de trescientos pesos
cuando los que se han ido regresen con los despojos de la guerra; eso es una
considerable fortuna, pero ahora aquel judío no tiene nada de valor, sino un
peine, unas tijeras y un espejo. Está convencido que un día se hará rico a
costa de los indios; por lo pronto debe aceptar que todo es incierto. Ha
decidido vender sus últimos artilugios; deja el arenal en que mora y asciende
al recinto ceremonial en busca de un comerciante zapoteca que acaba de llegar
de Tehuantepec.
Cortés ha prohibido que suban a la montaña por el
peligro que implica quedar aislados en aquellas veredas dominadas por tantos
indios. Maluenda no obedece la prevención. El rico comerciante mira las tres
joyas que se le muestran; ya ha visto antes a los españoles usar esos
artilugios, pero jamás pensó que podía ser dueño de unos. Claramente se le ve
en sus rasgados ojos el interés. Con monosílabos, ofrece ochenta mazorcas de
cacao: cuatro cargas. Maluenda y un esclavo cubano que lo acompaña entienden la
oferta; no está mal, ese cacao es muy fácilmente intercambiable por lo que sea
y siempre se obtienen cosas con beneficio, sin embargo, intentará venderlas a
mejor precio, niega en náhuatl: amo, amo. El comerciante sonríe, sabe que lejos
de los españoles esos tres inventos multiplican por muchas veces su valor.
Maluenda repite, maíz, quiero maíz. El zapoteca no entiende a la primera.
Maluenda le señala los dedos de los pies y de las manos y dice: cempoguali
maíz, cempoguali cinli. El comerciante empieza a entender: el español quiere
por sus utensilios veinte cargas de maíz. Es mucho más de lo que él ha
ofrecido. No lo piensa mucho y acepta. Sólo responde, quemah, quemah micmana, y
el trato queda hecho.
Salen de la casa del comerciante en busca de los
tamemes que bajen el maíz hasta las chozas del arenal cuando pasa corriendo
frente a ellos un hombre que trae en una mano algo así como una bengala de
barro cocido y en la otra una bandera amarilla con lunas negras; asciende a
toda prisa por los escalones que llevan a una necrópolis que acompaña como
macabra ciudadela al recinto ceremonial; el esclavo cubano dice, Malunda,
alguien muerto. Pedro de Maluenda lo sabe; desde hace tres meses que están ahí
han visto pasar varias veces a estos veloces mensajeros de las desdichas; han
sido informados de su función y el resultado inminente: unas horas después,
acaso en un día más, llegará un largo cortejo fúnebre para inhumar a algún
poderoso cacique; a él y a no pocos tesoros, utensilios, animales domésticos y
viudas.
A pesar de ser un acontecimiento frecuente al que ya
están acostumbrados, los quiahuiztlecas son curiosos, con más razón, los
aventureros. Los tres hombres caminan hasta una plataforma que resguarda el
recinto y miran cómo el mensajero sube la pirámide del templo mayor. Maluenda se
da vuelta y se marcha, los otros dos lo siguen. Los macehuales tienen prohibido
a aquellas alturas, sin embargo, a los españoles se les ha permitido ir y ver
por completo un rito fúnebre. Éste es largo y cansado, pero no exento de cosas
curiosas. Los españoles se han pasado horas viendo cómo los deudos inhuman a
sus difuntos. No pocos han pensado en subir de noche, abrir las tumbas y robar
las joyas enterradas.
La tarde empieza a caer, Maluenda llega a su choza y
antes de entrar mira a los otros españoles que regresan de faenar con las artes
de la pesquería. Llevan consigo una magra cosecha obtenida de las ondas
marinas. Unos pocos, Maluenda entre ellos, nunca van a trabajar en las aguas
salobres. Para éste es una señal de infortunio, es una manera de convocar la
pobreza. Mejor es apropiarse de los tesoros que acompañan a los cadáveres; a
los muertos, se dice, para nada les sirven aquellas alhajas.
Un grupo de indias
sirven los alimentos que todos los días preparan para los extranjeros. La tarde
empieza a oscurecer mientras éstos comen sus raciones de maíz y pescado. La
noche les depara horas de descanso y regocijo, es una confirmación de la
alegría de estar vivos a pesar de que subsisten tan solos en ese remotísimo fin
del mundo, en el que no han perdido la vida, pues de haberlo querido, los
indios hacía tiempo que los habrían subido a lo alto de sus pirámides, los
habrían sacrificado primero y comido después. No ha sucedido eso; es imposible
saber la causa de tan dichosa ventura.
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