[fragmento]
Este mes la editorial
tapatía Keli —que dirige Héctor Martínez Villalobos— publica mi libro Viajes inesperados, que reúne cuatro breves libros dispersos (“Los pastores nómadas”,
“Viajes inesperados” y “Retorno al Reino imaginario”), pero que se hermanan y
fueron escritos a lo largo de veintitrés años; como un anticipo les comparto un
fragmento del cuarto libro “Retorno al Reino imaginario”.
Víctor
Manuel Pazarín
Subo una colina hasta encontrarme en lo
más alto; se alcanza a distinguir la silueta de la construcción.
¿La niebla la envuelve? En un instante de
distracción retorno la mirada: se abre limpia de vapores.
Descubro la inmensa y desolada extensión
del lugar.
Regreso. Afianzo la puerta. ¿No me doy
cuenta?: alguien toca la puerta. Mi oído sabe de la insistencia. Me alzo con
lentitud.
Me parece una eternidad el viaje de la
cama a la portezuela.
Abro. Sé que soy yo. Toco
con insistencia. Me incorporo con pesadez. Cada paso se convierte en un tiempo
indefinido y desesperante. Vuelvo a tocar con fervor. Llego. Abro. Me miro y me
digo: “Pasa”. Entro. Siento en el pecho un gran temblor: ¿el corazón?
Siento dos corazones
temblar con intensidad.
“¿Qué haces aquí?”, me
pregunto. No me respondo —me miro con fijeza. “¿Qué?”, repito. Escucho mis
palabras. Desdobladas y distintas. Mi presencia en la recámara me causa temor.
Tiemblo. Me digo: “Te traigo esto”. Introduzco la mano en la levita.
¿Nada veo? Una mano
sangrante se derrama sobre el piso. “¿Qué es?”. Nada digo. Miro mis ojos con
insistencia. Hasta penetrarme del todo. ¿Escucho mi corazón? —lo puedo ver: su
maquinaria se mueve a toda su capacidad.
“Esto es para ti”, me
repito. Y vuelvo a guardarlo en la levita —cuelga hasta la punta de los pies.
Corro a la recámara; busco el
guardarropa. Su pesada puerta no me permite la rapidez de mi insistencia.
Cede.
Despego de la bolsa de la levita lo que
cargo en su interior.
La operación de cerrar es más resuelta.
Siento una fuerza; la desconocía en mí.
Regreso y me miro el rostro —desencajado.
Me despido: corro a la calle.
Voy entonces al armario y, no sin
esfuerzo, lo abro. Busco y, antes de encontrar, despierto bañado en sudor.
Me levanto y me visto. Salgo.
Voy colina arriba: puedo ver en toda su
extensión La Estancia.
La neblina ha descorrido su velo. Por
sobre la ventana de mi dormitorio, descubro lo depuesto en el armario…
La neblina vuelve a cubrir la finca.
Se levanta la mar ¿unos milímetros?
Escucho las voces
de quienes me acompañan. Primero lejanas. Luego me tocan. Hago contacto con una
de las voces. Escucho cómo levanta su copa de la mesa y da una libación. Le
hablo de mi deseo por el Retorno. Él me expresa.
Lo escucho.
“Todas las tardes
—dice— me paraba al filo del acantilado del Reino. Miraba la lejanía y mi vista
se perdía. Al poco tiempo de iniciado el rito, un hombre —a lo lejos lo miro—
hace lo mismo.
¿Se trata de una
coincidencia?, me pregunto.
Me siento invadido
en mi privacidad.
”¿La tarde
siguiente?: el hombre allí. Lo saludo. No responde. Su mirada, perdida. ¿Me
acostumbro a su presencia?
Es la hora —lo sé
por la puesta del sol—, el hombre y yo mismo pisamos el talud.
”El tiempo
comienza a cambiar —el viento, antes cálido, se enfría. ¿Es la señal? Construyo
una barcaza. Muy lentamente mi transporte toma forma. Hasta una tarde sé: está
terminada.
”Reúno las
provisiones. Inicia el subterfugio. Es la noche. No hay estrellas —¿nada me
guía?—. Vago sin rumbo, conforme al viento. ¿Cuánto dura el viaje? Se agotan
los alimentos, el agua. Desesperación.
"Ni el viento, ni
las tormentas me afligen. Navego sin rumbo y sin alimentos. Hoy lo sé; llego a
las aguas de la playa: nos cubre las rodillas. El agua es fría.
”Así llego aquí.
“¿Salgo
—furtivamente— del Reino?”.
Me veo desde la
alta ventana. Mi mirada se cruza con mi mirada. Mi piel se eriza al recordar lo
ocultado en el armario.
Bajo a prisa
—vigilado por mi vista— hasta la planicie.
Parto después
hacia la hondonada.
Me detengo en el
filo. Puedo ver el fondo.
Algo brilla abajo:
un objeto: ¿es una palabra?
Desconozco su
significado.
Al poco tiempo de haber llegado —dice quien comparte
la mesa—, conocí a una mujer. Hablamos. Me invitó a una reunión. Me compartió
que deseaba visitar a unos amigos.
Acepto. Confío en ella; a nadie he visto hoy.
Toma mi mano. Me
guía. Caminamos sin ver nada, la niebla nos cubre los ojos. Caminamos varias
horas, a toda prisa. Escucho el correr del río. Se detiene. Yo con ella.
“Aquí es el
lugar”. Nada veo. Escucho el río más fuerte. Atrae mi brazo. Cruzamos. Las
piedras cubiertas de légamo.
Al otro extremo el
pueblo, la neblina, menos densa —veo una
calle sin final. El sonido del río, no cesa. Lo escucho siempre.
“Espera aquí, no tardo”. Desaparece.
Vuelve. Carga un árbol de utilería del alto de su cuerpo; en una escudilla
algo: ¿Es un regalo para mí?
“Lo verás en la casa de
mis amigos”, aclara.
Vuelve a pedirme la espere. Deja el
árbol; se lleva la escudilla. Tarda en volver. Decido buscarla. Camino las
calles sin encontrar a nadie. Grito su nombre. Toco una puerta y abre una
mujer. Pregunto. Nada sabe.
Sigo el camino. En un
cruce encuentro el árbol: ahora es real. Miro a lo alto de la copa. Sobre una
plataforma de palomas descubro la escudilla. Decido, entonces, trepar y ver el
contenido. Apenas comienzo, el ladrar de perros se acerca.
Miro: dos grandes canes amenazan.
Desciendo. Corro calle abajo. Encuentro
el río; intento cruzarlo. Resbalo. Caigo en las aguas turbulentas. Me arrastran
a una playa...
Así lo creo en este instante. No sé
cuánto tiempo ha transcurrido. ¿La playa ahora nos moja?
Camino hasta encontrarme
en el lugar de la conversación.
En todo este tiempo no he
salido de la taberna.
Cuando me indique
partiremos al Reino.
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