A Fanny
Enrigue
Un corazón sensible
ama los valores frágiles.
Comulga con los valores que luchan, con la débil luz
que enfrenta las tinieblas.
Comulga con los valores que luchan, con la débil luz
que enfrenta las tinieblas.
Gastón
Bachelard
La
lectura de Xavier Villaurrutia en vida y en obra, de Octavio Paz, me llevó al
descubrimiento de Gastón Bachelard; la inmediata adquisición de sus libros
apenas una entrada a la librería; no así su lectura que he venido realizando
con la lentitud necesaria que exige una obra tan delicada y exquisita.
Más
que leerse, los textos de Bachelard solicitan experimentarse: están ligados a
las fuerzas de los elementos visibles e invisibles, tangibles e inmateriales: El agua y los sueños, El aire y los sueños, La poética del espacio, La poética de la ensoñación y La llama de una vela (su último libro
publicado en vida —la mayoría han sido editados por el FCE), son prodigios
verbales al servicio de las visiones de un auténtico alquimista, un visionario,
un poeta. Ciencia y poesía en todo caso se unen en una sola persona.
Hace
al menos treinta años me uní al universo de Bachelard, y durante todo ese
tiempo nunca vi una imagen de él, sino hasta el 16 de octubre de 2012, fecha en
que se cumplieron cincuenta años de su desaparición —murió en París en 1962.
Gastón
Bachelard nació en la comuna francesa de Bar-sur-Aube, en la Champaña-Ardenas,
departamento de Aube. Hacia el final del siglo XX apenas contaba con una
población de seis mil 271 habitantes, de tal manera que cuando vino al mundo
Gastón Bacherlad (el 27 de junio de 1884), debió haber sido una pequeña aldea
perdida. En ese lugar se libró una batalla histórica en 1814: la batalla de
Bar-sur-Aube, entre los ejércitos de Francia y Austria, donde resultó
victorioso Jacques-Joseph MacDonald. Una visita al poblado a través de la web
nos ofrece algunas de las razones de porqué Bachelard cultivó su pensamiento e
imaginación tan especial y específica: magníficos cielos, estupendas corrientes
de aguas y unos paisajes maravillosos: con campos amplios y silenciosos,
enmarcados por edificaciones de piedra esplendorosas…
Todos
los elementos descritos propiciaron su imaginación de nigromante. Le faltaba la
ciencia y hacia ella fue en determinado momento de su vida, únicamente —quizá—
para comprobar que su imaginación no lo conducía a la locura.
Aldeano
como fue, sus componentes creativos están circunscritos a lo hallado al
despertar cada mañana, y en lo profundo de la noche. Digo que solamente quienes
conviven o nacieron en espacios como los de Bachelard logran más que
entenderlo, vivenciarlo, pues es claro: las obras bachelardianas no son objetos
literarios para entenderse, sino para valorarlos desde la experiencia vital.
De
algún modo a Bachelard hay que presentirlo sobre todo en la infancia, o en todo
caso aislarse del mundo moderno para comprender la magnitud de su trabajo. En
último caso, y quizá resulte obvio, tener un espíritu de poeta. Estoy seguro en
afirmar: en cada rapsoda hay un aldeano, un solitario cuya voz es la que
percibe y nombra lo que no es posible para el resto de los integrantes de la
comunidad.
Son
un presentimiento, una adivinación, un sueño comprobado a través de la ciencia
(también nos dejó libros sobre el tema: La formación del espíritu científico).
Gastón Bachelard es un ensoñador y, por ende, un poeta siempre. Un pensador y
un sabio. Un antiguo filósofo escondido en las montañas, y un adivino a quien
se acude para consultarle. Arriba de los pinos, en el aire de la cordillera, en
las aguas del río, en el bosque y en los cielos: allí descubrí al hechicero.
En
las ciudades es complicado comprender las ocupaciones de Bachelard, o en los
altos edificios. No obstante, estamos obligados a efectuar los experimentos
imaginativos, las percepciones bacherlardianas en todo punto posible, pues allí
se halla el secreto: en los espacios invisibles: la poesía se oculta en los
rincones.
Nunca
había visto la imagen física de Bacherlard: siempre lo imaginé dinámico y con
el cabello corto, sin barba y eternamente joven. Lo supuse amante del jazz y de
la vida citadina: lo miro y me sorprendo. Es la viva imagen de un Merlín.
Aldeano
como soy, siempre anhelé vivir en las ciudades. En las urbes, sin embargo, no
se logra tener —con facilidad— pensamientos sencillos, cercanos al sueño y a la
poesía.
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