Recordatorio de los
cincuenta años
del Festival de
Woodstock
Janis
Joplin y Susan Sontag son el modelo de artista y escritor que siempre he
deseado ser. Durante muchos años me he empeñado en lograrlo. Si no se ha
cristalizado, se debe o bien a mis nulas capacidades o quizás a que ambas
mujeres llegaron tardíamente a mi vida. Lo cierto es que una, la Sontang,
representa mis aspiraciones de mirar con reveladora profundidad la realidad
social, la literatura y el arte; y la Joplin es el recordatorio de vivir
—siempre— a fondo la existencia. Ellas son la fuerza, la inteligencia, la
sensibilidad y la vida… tal vez una fórmula secreta —que desconozco aún—
lograría hacer de mi pretensión un hecho concreto.
A
Susan la busqué en cada muchacha de Tucson, donde vivió su adolescencia; a
Janis fui a buscarla a la isla de Galveston, donde nunca la habría encontrado,
pues mi memoria me mintió: donde debí ir es a Port Arthur (Texas), donde nació
en 1943.
Conocí,
hace más de veinticinco años, la escritura de Sontang en las páginas de la
revista Vuelta (y luego en Letras libres); la música de Joplin me
la presentó la poeta Aurora Moyeda, en su departamento de la calle Garibaldi de
Guadalajara, una tarde de hace justos veinte años.
La
increíble vitalidad de Janis Joplin sugiere la vida de una época y describe a
la juventud de un tiempo, plena en utopías y deseos de una libertad ahora
inalcanzable. La velocidad de la vida ahora está suspendida: sin embargo, lo
aprehendido es inimaginable.
La
Joplin desde temprano encontró en la música la adrenalina que su cuerpo
necesitaba. Muy joven y todavía en su puerto natal, fue seducida por el
movimiento beatnik y por ello entramó relaciones con sus seguidores.
A
los dieciséis años se escapaba a Luisiana —a un brinco del puerto—: allí se
hundió en los bares de negros para escuchar blues y jazz: eso la llevó a ser lo
que es: una velocidad inalcanzable y endémica. En vano he intentado alcanzar su
celeridad. Es una verdad que la busco, como hace un instante, ¿o cuándo fue?
Como
había equivocado el rumbo, de la isla de Galveston nos dirigimos de nuevo a
Austin. Durante el trayecto la música de un disco triple, comprado en una
librería de Barton Creeak —a unos kilómetros de la ciudad de Austin— sonaba
hasta llegar a los altos cielos texanos.
Fuimos,
entonces, a los campos de la Universidad de Texas en Austin. Nos recibieron los
negros caballos mitológicos, mojados incansablemente por las aguas de la
fuente. En su detenida movilidad sentí la vitalidad y la fuerza de Janis: la
imaginé en cada mujer de cabellos claros y extensos. En las aulas de la escuela
de Bellas Artes había realizado sus estudios hasta un año antes de que yo
naciera. De allí, ¿todavía era 1962?, se trasladaba hacia las noches de la 6th,
donde todos los martes —¿desde hace cuánto?— la música invade el sosiego de la
urbe. Los ríos de gente semejan a los de Luisiana, ¿allí corrió y permanece el
sudor de la Joplin?
Estación
de verano estancada en los cuerpos de las mujeres; rostros vivaces en las
negras damas de la ciudad; profunda la noche y su alta luna rondando por la
Sexta, donde se derrama la música hasta penetrar.
¿Loca
la vida de Janis? ¿Y la velocidad y el encanto de su cuerpo? Voy y pregunto en
un bar. Busco a los sobrevivientes que ¿la conocieron? Los viejos abren con
desmesura los ojos. Me miran y sonríen. Se alejan y permanezco en el
desconcierto. Salgo y vuelvo a preguntar. Vibran los labios y sonríen: la
muchacha negra habla y no le entiendo. Únicamente escucho el nombre de la
cantante y un “¡Wow!” En la pendiente de la Sexta me desvanezco.
¿Y
la velocidad? ¿Se ha detenido todo?
De
Austin partió Janis hacia San Francisco; luego fue a la ciudad de Los Ángeles
(allí murió el 4 de octubre de 1970), a donde fui hace unos días.
Hoy
retorno al mismo sitio. Se escucha alto la voz de la Joplin: reproduce la
fuerza y la vitalidad con que vivió. Me invade y ahora lo sé: la mejor
velocidad es la que corre hacia los adentros.
Han
pasado veinte años desde nuestro primer encuentro. La concibo eterna y valiosa.
Ahora me acaricia. Sus manos tocan mi piel. Susurra en mi oído algo. No
distingo la frase. La siento, sí. Va hacia mi cuello y lo besa. Caen lentas
gotas de sudor: en su trayecto brillan y me ciegan. La veo, entonces, como
aquella primera vez. Me excita. Amorosa entra en mí. Me pregunta si está bien
lo que hace.
Y yo le
digo:
—Sí…
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