IV
La primera Vera Cruz
Ramón Moreno Rodríguez*
El domingo, o acaso el
martes treinta de marzo de 1519, que en esto del día de la semana los cronistas
no se ponen de acuerdo, Cortés y sus hombres llegaron a la isla que muchos años
se llamó San Juan de Ulúa, y que todavía se llama así, aunque hoy no sea ya una
isla.
Antón de Alaminos había sido
el piloto de las anteriores expediciones y en esta tercera ocasión volvió a
conducir las naves. Por la experiencia adquirida sabía que aquel lugar era el
más propicio para poder entrar en contacto con un misterioso emperador del que los
aventureros previos a este viaje hablaban con gran admiración. Algunos se
aferraban a la idea de que habían de vérselas con el Gran Kan de Catay o por lo
menos con un poderoso marajá montado en inusitado elefante. ¿Cortés tenía las
intenciones de someter a aquel desconocido monarca a la soberanía del emperador
Carlos V? Por supuesto que no. Ignoraba, y aun tenía sus razones para poner en
duda que aquel poderosísimo señor fuera el emperador de la China, pero fuese el
que fuese, en la mente del metilense había tres proyectos, que, en el mejor de
los casos, podrían tener éxito los tres, pero con uno sólo que alcanzaran, se
daría por bien servido.
El menos difícil era fundar
una colonia española en aquellas remotas costas. Lo segundo, establecer una
ruta comercial para intercambiar productos con aquellos exóticos reinos, acaso
se pudiera inaugurar una nueva Ruta de la Seda como aquella por la que había
viajado muchos años antes Marco Polo, y que los otomanos habían cancelado;
finalmente, en el colmo de la fortuna, deseaba asociarse con aquel emperador y
someter a la corona de España –a manera de las parias que los reyes cristianos
cobraban a los reyezuelos moros de Andalucía–, a los muchos reinos que al
presente no tributaban a Moctezuma.
Pronto los embajadores del
Huey Tlatoani de México se presentaron y como siempre sucedía, recibieron
amigablemente a los extranjeros, los ayudaron y les dieron de comer. En los
arenales fronteros a la isla se instalaron unas improvisadas techumbres de
ramajes y ahí comieron por muchos días aquellos cientos y cientos de
advenedizos. Pasado el tiempo y una vez regresados los mensajeros que llevaron
los obsequios que Cortés le enviaba a Moctezuma, éste les mandó un perentorio
mensaje: que ya había cumplido con la obligación de ayudar a los viajeros, que
ahora se marcharan y llevaran a su rey ciertos obsequios que le mandaba. ¿Qué
hacer. Regresar a Cuba con las manos vacías?
Antes de continuar con
esta narración es necesario recordarle al lector que toda la costa del golfo
estaba densamente poblada por innúmeras monarquías indianas y que el mestizaje
de razas y culturas era muy complejo. La población más cercana se llamaba
Tlapamicxitla y se encontraba lejos de aquellos arenales. Cuetlaxtlan era el
nombre de aquel reino y formaba parte del imperio mexicano, pero no siempre
había sido así, antes debieron dominar aquella zona los tlaxcaltecas y antes de
ellos los totonacas. De hecho, mucha de la población pertenecía a esta última
cultura. En algún momento los mexicanos se apropiaron de la región y aunque
para este año de 1519 ya habían pasado muchas décadas, más de un siglo, los
totonacas no renunciaban al deseo de volver a dominar ahí. El reino más cercano
de esta raza estaba más al norte, a uno 50 kilómetros, su cabecera se llamaba Zempoala.
Cuando Cortés, dubitativo,
tuvo que enfrentar la situación de tener que regresarse con sus cuentas de
vidrio y sin los tesoros que ya soñaba o bien, fundar a las bravas una colonia
en las tierras de Moctezuma, con las evidentes y funestas consecuencias, se
presentaron unos embajadores de Xicomecóatl, tlatoani de Zempoala, para ofrecerle
la ayuda que necesitaba y no sólo eso, aceptó el noble señor que los
extranjeros fundaran en sus tierras totonacas la colonia que tanto deseaban.
La maniobra política del
monarca costeño era evidente. Aliado a los extranjeros podría luchar con muy
posible éxito y sacudirse el vasallaje a que lo obligaban los mexicanos, y
quizá recuperar para su federación el sureño altépetl de Cuetlaxtlan.
Treinta kilómetros al
norte de Zempoala se encontraban Quiahuiztlán, un altépetl confederado de
Xicomecóatl, y que también pagaba tributo a los mexicanos. Ahí fueron los
extranjeros a fundar la primera Villa Rica de la Vera Cruz, que tuvo un segundo
y hasta un tercero y definitivo asiento, el actual, frente a San Juan de Ulúa.
Las monarquías indianas
(altépetl en singular, altepeme en plural) normalmente eran ciudades-estado
físicamente constituidas en dos espacios. En un recinto reservado y seguro
moraba la aristocracia y en un espacio llano y muy disperso el pueblo, junto a
sus tierras de labor. De estos dos elementos se constituía Quiahuiztlán.
En las alturas de un cerro
llamado en la actualidad Los Molcajetes, en un belvedere que se asoma a las risueñas
playas de Laguna Verde, la aristocracia quiahuiztleca había fundado sus templos
y palacios. Allá abajo, protegidas del fortísimo sol por una tupida selva, las
chozas de los macehuales se sujetaban a los amos de arriba.
En estos llanos arenosos,
casi al pie de la playa, los españoles fundaron su colonia. No fue su vocación
de apego al pueblo lo que los llevó a construir sus casas de cal y canto junto
a las chozas del pueblo bajo.
Una laguna, una ensenada y un
farallón protegen aquel litoral. Y aunque las aguas son muy bajas e imposibilitaron
a los barcos de Cortés aproximarse a la tierra, el peñasco sí era muy
practicable (y aun lo es, pues los turistas suben a ver el espectáculo del mar
rompiendo contra la roca): desde lo alto se podía otear y avistar con mucha
anticipación posibles naos procedentes de Cuba. En lo llano también podían
dominar, gracias a las cabalgaduras, en una hipotética batalla contra los
indios; en lo alto, la ventaja sería para los naturales.
Tres casas moradas
construyeron. De ellas no se conservan sino los cimientos, que la maleza oculta
en cada temporada de lluvias. Los veraneantes que caminan en busca de las aguas
marinas para darse un baño pasan sin verlas, sin darse cuenta de que ahí están
esos ignominiosos restos de una brutal sujeción que duró trescientos años. Ni
una señal, ni una cartela, ni un aviso. Quizá eso sea lo mejor. Que nadie vea,
que nadie se dé cuenta.
*Es doctor en literatura
española. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánicas en la U. de G.,
CUSUR. ramonmr@vivaldi.net
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