Hasta
antes de mil novecientos ochenta y seis, solamente conocíamos apenas tres
poemas de la poeta norteamericana Elizabeth Bishop, que había traducido —de
manera magnífica— Octavio Paz, y puesto en su libro Versiones y diversiones. Luego apareció en El Tucán de Virginia la Antología (en inglés y castellano) de
Verónica Volkow, que completó, de alguna manera, nuestra visión sobre la Bishop
y nos permitió tener una mejor perspectiva de su voz.
Si
ya nos había hechizado su voz con “El monumento”, “Sueño de verano” y “Visita a
St. Elizabeth”, de pronto no fue suficiente y ambicionábamos más, pues la
poesía de la Bishop es extraña e intrigante; inusual incluso dentro de la
tradición poética norteamericana, porque —como suele decirse— nuestra poeta es
harina de otro costal. Y vino entonces Verónica Volkow a ofrecernos un nuevo
puñado de poemas de la no muy extensa obra de la poeta viajera que alguna vez
estuvo en Francia, Bélgica, Inglaterra, España, Italia, el norte de África y
México, para luego encontrar su paraíso en Brasil, a donde llegó en mil
novecientos cincuenta y uno para ya no volver más a Nueva Escocia,
Masschussets, donde había nacido en mil novecientos once.
Dice
Volkow que “en la trayectoria existencial de Bishop este encuentro con Brasil
es casi la materialización de un destino poético”. Y agrega: “De alguna manera
la poesía para Bishop había sido siempre la búsqueda de un lugar casi ‘puro’,
de un lugar sólo lugar, y en este viaje espiritual que es la vida de un poeta,
Brasil será para Bishop el hallazgo de esa geografía deseada”.
Desconozco
si en su estancia en México escribió alguno de los poemas de sus libros, a
saber: Norte y Sur (1946), Una primavera fría (1965) o Preguntas de viaje (1965). O tal vez en
su Poesía completa que editara en mil novecientos setenta y uno Farrar &
Giroux. Pero es evidente que en Geografía
III y en su libro en prosa Brasil
no, porque en esos libros se enfocó al paisaje que la sedujo, a ese “mundo” que
la decidió a quedarse de manera permanente por mucho tiempo en el país
sudamericano...
La
poesía de Bishop describe “un mundo solitario observado en silencio”; “Es un
mundo de las cosas en sí y para sí. Son territorios inéditos, solitarios,
vistos como por primera vez, descubiertos, sin lenguaje siquiera que los
nombre, con un lenguaje que está surgiendo apenas para nombrarlos”, como indica
con acierto Verónica Volkow en el prólogo de Antología. Sus poemas de algún modo recuerdan a la poesía china
clásica, donde el ser humano está de cierto modo (casi) ausente, pero que proporciona
sus sentidos para percibir la naturaleza. Pero son algo más los poemas de la
Bishop: en ellos está el misterio primigenio, el nacimiento de todo. Quizás el
nacimiento del mismísimo espíritu humano, la naturaleza y las cosas.
Nos
intrigan, nos acongojan, nos apachurran el corazón. Nos dejan perplejos y
helados:
Así con
la marea baja qué diáfana es el agua.
Sobresalen
y brillan blancas costillas de marga que se desmoronan
y los
barcos están secos, los pilares secos como cerillos.
El agua
en la ensenada no moja nada,
Absorbiendo
más que siendo absorbida,
tiene
el color de una flama lo más baja posible.
Uno
puede olerla volviéndose gas…
De
esa manera habla en “Ensenada” nuestra poeta, quien se fue a morir, en mil
novecientos setenta y nueve, a Boston. En el filme Tocando la Luna (2013), del director brasileño Bruno Barreto, se
narra un poco de su apasionada vida.
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