Los
conjurados
Ricardo
Sigala
Conocí
a Jesús Vázquez una mañana de sábado en el taller literario de la Casa de la Cultura,
corría 1996, él tendría 55 o 56 años. Se presentó de la manera más formal
posible y pidió permiso para participar en el taller, dijo que no sabía de
literatura, que no había escrito nunca, dijo también que casi no leía, pero que
le interesaba adquirir el hábito de la lectura y quería aprender a escribir
correctamente. Después se sentó en una silla justo en frente de mí, sacó de su
portafolios una pequeña libreta y adoptó una actitud receptiva.
Jesús Vázquez no sólo se quedó en el
taller, con el paso de los años se convirtió en el participante más constante,
más antiguo y con más aprendizajes. Fue miembro del taller literario durante más
de veinte años, con algunas intermitencias derivadas de sus padecimientos de
salud. No sólo se hizo un lector, también aprendió a escribir con precisión, se
convirtió en el corrector de estilo por excelencia en nuestras sesiones
sabatinas; tenía una intuición para la frase exacta derivada de su refinado
oído musical. Era implacable, su carácter conservador no le permitía hacer
concesiones ante repeticiones de palabras, sonidos o frases ruidosas. Era un
declarado opositor al mal gusto y las vulgaridades. Era inclemente en su
búsqueda de la pulcritud en la escritura.
Por
supuesto que su carácter conservador lo enfrentaba permanentemente con las licencias
literarias y las propuestas de vanguardia. No tenía empacho en mostrar su oposición
y declaraba abiertamente estar en contra de esos experimentos, y con humildad asumía
no entenderlos. Lo mismo pasaba con la pintura, en su canon José María Velasco
estaba por encima de Francis Bacon, prefería a Robert Schuman frente a Ígor Stravinski,
prefería a Pedro Vargas por encima de Joaquín Sabina.
Son
dos las imágenes que guardo de la personalidad de Jesús Vázquez. En los
primeros tiempos del taller literario fue aquel caballero casi victoriano, su
conducta intachable estaba manifiesta en todos los ámbitos de su vida, al menos
esa era la impresión que daba. En el taller su comportamiento era ejemplar, estaba
claro que se apenaba con los pícaros comentarios del doctor Elizondo, por
ejemplo, o con los chistes colorados de algunos de los compañeros, o cuando trabajábamos
con un texto literario, no digamos explicito, sino insinuante.
Por
los años noventa, un grupo de miembros del taller teníamos una costumbre, con
cierta frecuencia, una vez por semana, continuábamos nuestras sesiones en La Cascada,
comíamos y bebíamos, y durante horas hablábamos de libros y escritores, de
música, de cine, de cómics. Por supuesto él no aceptaba ir, sin embargo, en un
par de ocasiones concedió, todavía hoy me cuesta creerlo, don Jesús Vázquez en
una mesa de bohemios bebedores; la primera ocasión pidió una limonada, en tanto
que, en la segunda, se permitió además un agua mineral, por supuesto que no
comió en La Cascada, se retiró a su casa para cumplir con sus hábitos de
caballero, que incluía su sesión de ópera en la televisión todas las tardes de
sábado.
La otra imagen de Jesús Vázquez que guardo
de él se remite los años dos mil. Había dejado de asistir al taller, debió
haber sido su ausencia más larga, había estado enfermo y estábamos preocupados.
Sano nuevamente se incorporó a nuestras actividades, sin embargo, un notable cambio
se había operado en él. Aunque había regresado mucho más delgado, se le veía
más relajado, sonriente. De repente había dejado de ser políticamente correcto,
comenzó a contar chistes y anécdotas picantes, desarrolló una insospechada
capacidad para los juegos de palabras, y en ocasiones rozaba la impertinencia,
una impertinencia que nunca se materializó como tal, pues eso era incompatible
con él. Sus observaciones y correcciones en el taller se convirtieron en
memorables. Recuerdo que comenzó a unirse con más frecuencia a nuestras reuniones
de La Cascada, y en una o dos ocasiones hasta pidió una cerveza, solo una, por
supuesto, aunque no se las terminó.
Esta nueva faceta fue luminosa, pues
nos mostró a un Jesús Vázquez más humano y entrañable, y además no lo relajó en
sus compromisos artísticos, siguió pintando y escribiendo, siguió leyendo a su paso,
lento, pero muy selecto. Sabía mucho de cine clásico, de música de concierto y
hasta de cierta canción tradicional. No le interesaba el arte contemporáneo ni
las vanguardias, no sentía ninguna inclinación por el rock ni por el jazz.
Una muestra de su entrega a las artes
se manifiesta en un acto que siempre vi con admiración. Él estaba al tanto de
la cartelera artística de la Ciudad de México. Cuando había una exposición de pintura,
un concierto, una ópera de su interés, hacía el viaje de fin de semana sólo a
eso. Viajaba toda la noche de viernes y el domingo ya estaba de regreso, a
veces mismo sábado ya había emprendido el retorno. A una edad en que algunos
dan todo por no padecer este tipo de molestias, viajar de noche o hacer viajes
relámpago, Jesús se mostraba de una pieza. Fuerte y determinado.
En muchos sentidos, Jesús Vázquez
fue un miembro ideal del taller literario. Él que había confesado que no
escribía, un día se propuso escribir. Por medio de un ejercicio disciplinado,
constante y lleno de aprendizajes, emprendió la tarea de llevar cada semana un
nuevo texto de su autoría que a la larga conformaría Antes del olvido,
su primer libro. Cada semana sus textos eran sometidos al juicio de los
asistentes, una semana más tarde regresaba con el mismo texto con sustanciales
cambios, mucho más limpio, y así continuaba hasta que las pequeñas prosas anecdóticas
u biográficas estuvieron terminadas. La paciencia y el empeño lo llevaron a
buen puerto, había terminado su libro y él mismo se pagó la edición.
Después de su libro autobiográfico,
le continuó un segundo volumen, ahora sobre su obra pictórica, el mecanismo de
creación fue más o menos el mismo pero la concepción fue diferente, se trataba
de una muestra de sus cuadros acompañada de anécdotas referentes a la génesis o
al destino de los mismos. Así nació En busca del paisaje.
Todos
los que estuvimos cerca de la obra de Jesús Vázquez lo vimos siempre como un
escritor realista, testimonial y autobiográfico, incluso él se resistía a
practicar la ficción. Sin embargo, de manera inesperada surge su plaqueta de cuentos,
Historias de mujeres, y aunque él aseguraba que se trataba de historias
reales, el tratamiento de su escritura incluía diversos recursos de la
literatura de ficción. Sé que nunca valoró estos textos tanto como sus libros
autobiográficos, pero yo siempre los he considerado sus textos más logrados.
Una
tarde en Guadalajara, me encontré a Fernando -de León-, quien en ese tiempo
impartía talleres de literatura autobiográfica, recuerdo que me decía con una
emoción más que honesta que le había gustado mucho el libro de Jesús Vázquez,
por su claridad, su parsimonia, por su ritmo y por su estructura. Para Jesús,
ya había sido un suceso que Fernando de León lo buscara para comprarle su
libro, pero cuando le compartí su opinión, el rostro del maestro Vázquez se
vistió de una expresión inolvidable, una plenitud parecida al viento pleno en
las velas de los navíos, tan pleno como los verdes y los azules de sus cuadros.
Jesús
Vázquez tiene un lugar especial en la historia del taller literario de la Casa de
la Cultura, ya he dicho que fue un miembro activo durante más de veinte años,
pero además fue el primero en publicar un libro hecho por entero en el taller.
Ante las jóvenes promesas, ante el vigor de los muchachos de aquellos años, don
Jesús se alzó con toda su discreción y su humildad como un escritor con todas
sus letras.
Muchos
conservan algunos de sus cuadros, otros tenemos sus libros en nuestros
estantes, algunos conservan fotografías con él, otros lo hemos incluido en
nuestros libros y la mayoría tiene buenos recuerdos de él. ¿A qué se debe esta
permanencia de su vida y de su obra? ¿Si la mayoría de los que mueren son más
pronto que tarde olvidados? Sabemos que la muerte es cruenta porque es
promotora del olvido y la indiferencia. La muerte, agente del olvido, en toda
su crueldad nos va borrando a las personas que se cruzaron en nuestras vidas.
Es tan cruel que hasta vamos olvidando los rostros que amamos ¿Por qué entonces
estamos reunidos aquí entorno la memoria de Jesús Vázquez? La respuesta es tan
múltiple como la cantidad de personas que ahora lo recordamos.
Y algo
me dice que lo seguiremos recordando.
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