martes, 10 de septiembre de 2019

Jesús Vázquez en el taller literario










Los conjurados



Ricardo Sigala


Conocí a Jesús Vázquez una mañana de sábado en el taller literario de la Casa de la Cultura, corría 1996, él tendría 55 o 56 años. Se presentó de la manera más formal posible y pidió permiso para participar en el taller, dijo que no sabía de literatura, que no había escrito nunca, dijo también que casi no leía, pero que le interesaba adquirir el hábito de la lectura y quería aprender a escribir correctamente. Después se sentó en una silla justo en frente de mí, sacó de su portafolios una pequeña libreta y adoptó una actitud receptiva.

            Jesús Vázquez no sólo se quedó en el taller, con el paso de los años se convirtió en el participante más constante, más antiguo y con más aprendizajes. Fue miembro del taller literario durante más de veinte años, con algunas intermitencias derivadas de sus padecimientos de salud. No sólo se hizo un lector, también aprendió a escribir con precisión, se convirtió en el corrector de estilo por excelencia en nuestras sesiones sabatinas; tenía una intuición para la frase exacta derivada de su refinado oído musical. Era implacable, su carácter conservador no le permitía hacer concesiones ante repeticiones de palabras, sonidos o frases ruidosas. Era un declarado opositor al mal gusto y las vulgaridades. Era inclemente en su búsqueda de la pulcritud en la escritura.
Por supuesto que su carácter conservador lo enfrentaba permanentemente con las licencias literarias y las propuestas de vanguardia. No tenía empacho en mostrar su oposición y declaraba abiertamente estar en contra de esos experimentos, y con humildad asumía no entenderlos. Lo mismo pasaba con la pintura, en su canon José María Velasco estaba por encima de Francis Bacon, prefería a Robert Schuman frente a Ígor Stravinski, prefería a Pedro Vargas por encima de Joaquín Sabina.

Son dos las imágenes que guardo de la personalidad de Jesús Vázquez. En los primeros tiempos del taller literario fue aquel caballero casi victoriano, su conducta intachable estaba manifiesta en todos los ámbitos de su vida, al menos esa era la impresión que daba. En el taller su comportamiento era ejemplar, estaba claro que se apenaba con los pícaros comentarios del doctor Elizondo, por ejemplo, o con los chistes colorados de algunos de los compañeros, o cuando trabajábamos con un texto literario, no digamos explicito, sino insinuante.

Por los años noventa, un grupo de miembros del taller teníamos una costumbre, con cierta frecuencia, una vez por semana, continuábamos nuestras sesiones en La Cascada, comíamos y bebíamos, y durante horas hablábamos de libros y escritores, de música, de cine, de cómics. Por supuesto él no aceptaba ir, sin embargo, en un par de ocasiones concedió, todavía hoy me cuesta creerlo, don Jesús Vázquez en una mesa de bohemios bebedores; la primera ocasión pidió una limonada, en tanto que, en la segunda, se permitió además un agua mineral, por supuesto que no comió en La Cascada, se retiró a su casa para cumplir con sus hábitos de caballero, que incluía su sesión de ópera en la televisión todas las tardes de sábado.

            La otra imagen de Jesús Vázquez que guardo de él se remite los años dos mil. Había dejado de asistir al taller, debió haber sido su ausencia más larga, había estado enfermo y estábamos preocupados. Sano nuevamente se incorporó a nuestras actividades, sin embargo, un notable cambio se había operado en él. Aunque había regresado mucho más delgado, se le veía más relajado, sonriente. De repente había dejado de ser políticamente correcto, comenzó a contar chistes y anécdotas picantes, desarrolló una insospechada capacidad para los juegos de palabras, y en ocasiones rozaba la impertinencia, una impertinencia que nunca se materializó como tal, pues eso era incompatible con él. Sus observaciones y correcciones en el taller se convirtieron en memorables. Recuerdo que comenzó a unirse con más frecuencia a nuestras reuniones de La Cascada, y en una o dos ocasiones hasta pidió una cerveza, solo una, por supuesto, aunque no se las terminó.

            Esta nueva faceta fue luminosa, pues nos mostró a un Jesús Vázquez más humano y entrañable, y además no lo relajó en sus compromisos artísticos, siguió pintando y escribiendo, siguió leyendo a su paso, lento, pero muy selecto. Sabía mucho de cine clásico, de música de concierto y hasta de cierta canción tradicional. No le interesaba el arte contemporáneo ni las vanguardias, no sentía ninguna inclinación por el rock ni por el jazz.

            Una muestra de su entrega a las artes se manifiesta en un acto que siempre vi con admiración. Él estaba al tanto de la cartelera artística de la Ciudad de México. Cuando había una exposición de pintura, un concierto, una ópera de su interés, hacía el viaje de fin de semana sólo a eso. Viajaba toda la noche de viernes y el domingo ya estaba de regreso, a veces mismo sábado ya había emprendido el retorno. A una edad en que algunos dan todo por no padecer este tipo de molestias, viajar de noche o hacer viajes relámpago, Jesús se mostraba de una pieza. Fuerte y determinado.

            En muchos sentidos, Jesús Vázquez fue un miembro ideal del taller literario. Él que había confesado que no escribía, un día se propuso escribir. Por medio de un ejercicio disciplinado, constante y lleno de aprendizajes, emprendió la tarea de llevar cada semana un nuevo texto de su autoría que a la larga conformaría Antes del olvido, su primer libro. Cada semana sus textos eran sometidos al juicio de los asistentes, una semana más tarde regresaba con el mismo texto con sustanciales cambios, mucho más limpio, y así continuaba hasta que las pequeñas prosas anecdóticas u biográficas estuvieron terminadas. La paciencia y el empeño lo llevaron a buen puerto, había terminado su libro y él mismo se pagó la edición.

            Después de su libro autobiográfico, le continuó un segundo volumen, ahora sobre su obra pictórica, el mecanismo de creación fue más o menos el mismo pero la concepción fue diferente, se trataba de una muestra de sus cuadros acompañada de anécdotas referentes a la génesis o al destino de los mismos. Así nació En busca del paisaje.

Todos los que estuvimos cerca de la obra de Jesús Vázquez lo vimos siempre como un escritor realista, testimonial y autobiográfico, incluso él se resistía a practicar la ficción. Sin embargo, de manera inesperada surge su plaqueta de cuentos, Historias de mujeres, y aunque él aseguraba que se trataba de historias reales, el tratamiento de su escritura incluía diversos recursos de la literatura de ficción. Sé que nunca valoró estos textos tanto como sus libros autobiográficos, pero yo siempre los he considerado sus textos más logrados.

            Una tarde en Guadalajara, me encontré a Fernando -de León-, quien en ese tiempo impartía talleres de literatura autobiográfica, recuerdo que me decía con una emoción más que honesta que le había gustado mucho el libro de Jesús Vázquez, por su claridad, su parsimonia, por su ritmo y por su estructura. Para Jesús, ya había sido un suceso que Fernando de León lo buscara para comprarle su libro, pero cuando le compartí su opinión, el rostro del maestro Vázquez se vistió de una expresión inolvidable, una plenitud parecida al viento pleno en las velas de los navíos, tan pleno como los verdes y los azules de sus cuadros.

Jesús Vázquez tiene un lugar especial en la historia del taller literario de la Casa de la Cultura, ya he dicho que fue un miembro activo durante más de veinte años, pero además fue el primero en publicar un libro hecho por entero en el taller. Ante las jóvenes promesas, ante el vigor de los muchachos de aquellos años, don Jesús se alzó con toda su discreción y su humildad como un escritor con todas sus letras.

Muchos conservan algunos de sus cuadros, otros tenemos sus libros en nuestros estantes, algunos conservan fotografías con él, otros lo hemos incluido en nuestros libros y la mayoría tiene buenos recuerdos de él. ¿A qué se debe esta permanencia de su vida y de su obra? ¿Si la mayoría de los que mueren son más pronto que tarde olvidados? Sabemos que la muerte es cruenta porque es promotora del olvido y la indiferencia. La muerte, agente del olvido, en toda su crueldad nos va borrando a las personas que se cruzaron en nuestras vidas. Es tan cruel que hasta vamos olvidando los rostros que amamos ¿Por qué entonces estamos reunidos aquí entorno la memoria de Jesús Vázquez? La respuesta es tan múltiple como la cantidad de personas que ahora lo recordamos.
Y algo me dice que lo seguiremos recordando.

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