La lluviosa tarde del
pasado sábado 7 de septiembre, en el Andador Coronilla en el Escarabajo Scratch
Bar de Coronilla 28, en la zona Centro
de Guadalajara (que se halla justo enfrente de la casa donde alguna vez vivió
María Félix, cuando aún no era ni actriz ni la “Doña”, sino la bella y joven
madre de Enrique Álvarez Félix solamente), el ensayista y narrador Juan
Fernando Covarrubias y el ensayista e historiador de la literatura jalisciense
Pedro Valderrama Villanueva presentaron mis más recientes libros: Enredo (poesía/Archivo
Histórico Zapotlán el Grande, 2018) y La vuelta a la aldea (ensayos/Keli Ediciones, 2018), les comparto el primero de los textos
Víctor Manuel Pazarín
UNO
La poesía en la vena
Juan Fernando Covarrubias *
Soy un infrecuente
lector de poesía. Como lector no tengo disciplina. Leo, sí, bastante, pero no
sigo una ruta predeterminada o trazada sesudamente en tardes y noches de
pensamiento tenaz. Por ello, reitero, a la poesía llego como sin querer, de un
modo infrecuente. Esto que estoy diciendo, esta confesión, quizá invalide los
renglones siguientes: porque mis acercamientos a la poesía, hasta ahora, han
sido menores o, por decirlo de algún modo, tibios. Esto no obsta para que, ya
encarrilado, la poesía me emocione, me cuente
cosas, como lo hace la literatura en general.
Y
podría citar como prueba de lo que digo los nombres de poetas que me han
prácticamente atenazado por el
cuello, impidiéndome el regular respiro y el sosiego, pero no lo haré porque
estoy seguro de que tengo una torpe forma de leer poesía (como torpes son mis
formas en otros quehaceres, en otros mundos). Sin embargo, lo que sí puedo
hacer es describir mi reciente querencia con la poesía: como un nuevo amor, o
viejo, si se piensa, con Octavio Paz, que el poema se apoya en el lenguaje que
nos es elemento insustituible en la cotidianidad más llana.
Y
para hacerlo, no podría haber mejor principio que citar algunos versos
entrañables, definitorios, poderosos, contenidos en Enredo (Archivo Histórico Zapotlán el Grande, 2018) de Víctor
Manuel Pazarín:
Es un fantasma el que
come a mi lado. Es un hombre sin esperanza, a punto de morir. En el plato y la
olla, navega un pescado con el cuerpo destruido. En la mesa, el salero es una
diminuta constelación: las estrellas lanzan sus tímidas luces. Si la sal se
desparramara ahora, sería como si la noche enviara sus astros. Y esos astros
nos cegarían.
(“Caldo”, en La medida, poemario
que Víctor escribió de 1988 a 1996, y que publicaría ese mismo año de 1996).
La querencia comienza en la vena. La poesía en la vena. O en las venas. Es
decir, desde los adentros. Más que sangre, por las venas han de correr versos
(por lo menos, en Víctor, seguro), versos que se apuran a vaciarse en la hoja.
Si se piensa en Ezra Pound, a propósito del ejercicio/oficio de la poesía, se
cae en la cuenta de que fue, esencialmente, poeta, y que luchó por serlo toda
su vida. Lucha y vida fueron sinónimos en él. En ese sentido, Víctor se le
emparenta, se le parece en su esfuerzo cotidiano por ser un poeta en la vida,
por andar por la vida como un tipo que se distingue de los comunes porque
encuentra en lo efímero y lo anodino un motivo de celebración, un motivo de
escritura, un motivo para versear. Hacer poesía no es una tarea a la que le
rehúya, pero sí en la que se desangra y se embarca con alegría y dolor.
Para muchos no es desconocido que Paz es, de algún modo, el padre poético
de Víctor, su ars pater (si se
pudiera llamar, articular de ese modo). Otro tanto habría que decir del
jerezano López Velarde y del británico-estadounidense T. S. Eliot. Si Paz
entendió que la voz poética sería el vehículo por medio del cual podría afincar
una posición frente al mundo y los otros, no como obstáculo sino como entraña
abierta y poderosa, Víctor pronto supo que la poesía sería su lenguaje, esa
patria que en el escritor no tiene defectos ni virtudes, solamente es el sitio
desde el cual se parte y el sitio al cual, pasado el tiempo y la escritura, se
llega, como medio y meta final. No hay pierde. La poesía es lenguaje y el
lenguaje, es todo, corazón, vísceras y emoción.
Abatido, con la sutil
maquinaria del/ corazón gastada, finjo/ estar enamorado de la vida. Pero en la
calle, en el/ bosque, en los profundos aires,/ el ronroneo/ momentáneo de la
muerte ya se escucha.// Y me tumba los dientes (apestados e inservibles)/, me
enflaquece los brazos, me casca la voz.// Es vana la esperanza. Es una llamada
absurda/ que dejo pasar. Y en el viento que se arquea/ como una vara seca se
presiente la nada.
(“La muerte” en La medida)
La
poesía —o el poeta— recurre a dos clases de imágenes, según Antonio Machado:
las que expresan conceptos y las que expresan intuiciones; voluntaria o
involuntariamente, agregaría yo. La poesía de Víctor, no tengo duda, se decanta
por las intuiciones, pero también por los conceptos: nombrar, porque la poesía
es nombrar, lo que sea que cada poeta quiera nombrar. Y Víctor nombra, le pone
nombre a aquello que, en los más, es innombrable, indefinible. Labor del poeta,
labor del vate que desnuda más que señalar, que muestra más que inventariar,
que embellece más que denostar.
T. S.
Eliot se pregunta: “¿Cómo y a quién se lo voy a decir (el poema)?”. A quién he
de hacer sentir con mis versos, creo que se pregunta el poeta estadounidense. Y esa pregunta, por extensión, le acomoda a Enredo, o particularmente a La
medida, a Ardentía, a El cantar, a Los dones matinales… A quién, Víctor, hace sentir, preguntarse,
removerse en sus cimientos y hallarle un punto de quiebre a los adentros. Sigo
con La medida:
Por mucho tiempo/
postergó/ la visita/. Fue entonces,/ sólo para oír/ de labios de su padre/ la
última frase,/ la más contundente/ que le escuchó/ y aunque le duele/
recordarla,/ en su mente resuena/ “qué cuentas, padre”/ —Puras desgracias/ Y se
murió.
(“La visita”)
En todo momento uno corre riesgos, más aún cuando se trata de definir un
libro, una novela, un cuento, y máxime si se trata de un poema. ¿Qué valorar?
¿Por dónde empezar? ¿Qué considerar y qué, dejar de lado? Por consecuencia, sé
que corro un gran riesgo si declaro que Enredo
es un compendio emocional. Pero me arriesgo, y lo hago convencido de lo que he
leído y encontrado en los poemas de los distintos libros reunidos en este
volumen.
Hago un alto porque no quiero que se malentienda esto que digo: esta
selección, esta reunión (me gusta ese término, reunión, poemas que se
congregaron en un punto para mostrarse); esta reunión de poemas de una vida de
trabajo poético no carece de atisbos de lógica, de armazones como un edificio
con líneas verticales y horizontales, de formulaciones que siguen cierto
acomodo, de declaraciones de amor y dolor que siguen una determinada estructura
–todo poema es una estructura–, de guiños inteligentes en versos y en entreversos, entreverados.
Sin embargo, esta especie de declaración poética de Víctor que es Enredo —porque un poema también es una declaración íntima y pública al mismo tiempo—, tira más por ese sendero que conduce a la celebración de las emociones y
las intuiciones por lo que tienen de entrega y alma.
La tarde gris se está
iluminando:/ Él la mira aparecer tras de la puerta, subir las escaleras —blusa negra, pantalón azul—: sus pies desnudos
la hacen ver desnuda. Él aprecia su extraña belleza: por las grises calles de
la ciudad Ella es un sol intenso que aparecería en el mundo la mañana de un día
después…
(“Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra”, II, en Ardentía, 2000)
Víctor se va por las ramas, porque Enredo
es un gran árbol con múltiples
ramificaciones. Como lectores, no teman adentrarse en Enredo, les aseguro que encontrarán
reflexiones surgidas de deliberaciones sesudas y emotivas, de una revisión que
hizo el poeta de sus motivos y querencias; todo esto puede conducir a momentos
epifánicos, a advertir en estos versos una riqueza que no puede pasar
desapercibida y, al percibirla, no desecharla sino amasarla para sí, para el
regodeo y disfrute total.
Extraviado, después
del beso, de acariciar su mano, de tocar su espalda Él ya no sabría el camino
sino hacia Ella.
Ella se deslizó hacia
su vida. Y se cerró para abrirse en Él…
(“Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra”, III, en Ardentía, 2000)
Colofón
Explicación falsa de mi presentación
Por último,
quiero decir que hace unas semanas, en su departamento de Tonalá, con la ciudad
más allá de la ventana, compartiendo una tarde de whiskies, Víctor me invitó a
estar aquí este día. Entre otras cosas, entre trago y trago, y entre confesión
y confesión, Víctor me dijo que Enredo
era el primero de sus libros de poesía. Su primer libro de poemas. No una
antología, me aclaró en ese momento, sino una reunión de poemas que ha escrito
a lo largo de muchos años de entrega a la literatura, a lo largo de muchos años
de vida. En estos días he querido entender qué quiso decir con eso de que se
trata de su primer libro de poemas
(porque sabemos que ha escrito y publicado unos cuantos), y tengo, creo, una
primera aproximación: Enredo
constituye una mirada renovada a las viejas formas del pasado; Enredo es, ni más ni menos, el origen
desde el cual Víctor entra en la vida para celebrarla y para, cuando se lo
merezca, hacerla pedazos.
Tonalá, septiembre de 2019
* JUAN FERNANDO COVARRUBIAS
Obtuvo el Premio
Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2014 por su libro O Cirilo tal vez regresó. Es autor del libro de cuentos La muerte compartida (La Zonámbula,
2013). Es coautor de Bernardo Couto
Castillo. Asfódelos y otros cuentos (FONCA /Editorial Serapis, 2011). Está
antologado en 17 voces que dicen presente
(Instituto Zacatecano de Cultura, 2016).
* ABRAHAM ARÉCHIGA
Es
fotoperiodista independiente y reportero gráfico en La gaceta de la Universidad de Guadalajara.
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