[Primera
parte]
A Deana Molina
Un cuerpo que había
desaparecido en su cuerpo y que, en el instante mismo de esa desaparición,
había hecho desaparecer al suyo: corrientes de vibraciones que se disipan en la
percepción de su propia disipación, percepción que es ella misma dispersión de
toda percepción pero que asimismo y por eso mismo, por ser percepción del
desvanecimiento al desvanecerse, remonta la corriente y por el camino de las
disoluciones rehace las formas y los universos hasta que se manifiesta de nuevo
en un cuerpo...
Octavio Paz
El mono gramático
[Abrazo]
UNO
Esa noche, en el abrazo, supo que la
amaba.
La ciudad entonces se detuvo. Las
avenidas, donde autos cruzaban a gran velocidad, desaparecieron: la fuerza y el
cataclismo que es toda urbe. Peces variables e iridiscentes (en sus escamas)
pararon también: porque la noche dejó a los cuerpos en unión. La forma
realizada, en la proximidad, abrió la fuente: peces saltaron por los aires y
sobre una ola. Advenediza el agua alcanzó la calle hasta llegar al auto y a los
seres en abrazo. Luego se dispersó.
La asfixia —ahora— hace a los
peces dar saltos sobre el pavimento. Después, acostumbrados al aire que llega,
les da una nueva vida apenas descubierta. Por la costumbre de su naturaleza no
saben al comienzo erguirse y caminar. Pasado el asombro se levantan y echan a
andar por las banquetas. Repentinos acomodan los sombreros en sus cabezas y
alargan los pasos hacia la tienda más cercana y compran cigarrillos. Húmedos no
adivinan en sus bolsillos el dinero a la hora del pago: dan al azorado
dependiente una propina de sal. Se marchan.
Orondos, salen a las avenidas a dar un
largo paseo. Las luces públicas alumbran sus rostros hasta hacerlos brillar en
variadas formas. Enrojecidos los ojos por tantos días sin sueño se abren hasta
mirar lo que a su paso se otorga por vez primera. Elevados árboles ofrecen
rotundas sombras: marcan con mayor profundidad la noche.
Alternados los faros de los autos los
iluminan hasta darles resplandor; luego retornan a la oscuridad. Las brasas de
los cigarrillos forman una constelación. Son siluetas, son humos. Amplias
estelas se forman hasta cubrir el espacio. Tardías llegan las mujeres-peces, se
aproximan a ellos seductoras. Breves pasos hacia los habitantes del árbol.
El viento remueve a las
sombras.
Conversan.
Aparecen burbujas de sus
bocas, para luego descubrirse palabras: esferas volando por los aires hasta
explotar en las ramas más altas. Algunas, sin encontrar obstáculos y ligeras,
van a confundirse con las estrellas que, brillantes, realizan otra
constelación.
Abajo las palabras abriéndose
continuas para completar el encuentro. Se toman las manos, luego, para reanudar
el paseo. Cruzan la avenida y un auto está a punto de cometer la masacre; mas
—hábil— el conductor frena y los peces siguen el camino hasta alcanzar la
acera. Silenciosas, una sonrisa amable en los labios, las mujeres-peces
depositan el calor —ahora necesario— en los cuerpos.
Los peces remueven sus
extremidades hasta alcanzar los delgados hilos en la cabeza de las
mujeres-peces. Al poco tiempo encuentran los prados y el pequeño bosque. Se
sientan en las bancas ocupando todo el espacio posible del jardín. Se hablan.
Se acarician hasta volverse completamente humanos. Aparece —en este instante—
en lo alto del cielo la luz de luna: les asombra mirarla. Llena en su
totalidad, deja caer su resplandor sobre los cuerpos.
Los peces la contemplan hasta
ser parte de ella. Pasado el tiempo retornan sus pasos. Hallan otro jardín. Y
en el jardín una amplia fuente: se hunden en las aguas hasta desaparecer.
*
Después del baile los cuerpos se buscan
El resistido roce de los
labios, el movimiento de las manos, caminan hacia la tarde en que se
conocieron. Pero ella no adivina: suspende la memoria en el instante del
abrazo. Se embelesa, se abstrae en el tiempo: ocurren los hechos bajo las luces
artificiales en la rotunda noche que se amplifica.
Nada saben: al paso de los
autos por la avenida la ocupación de la memoria en otra parte. A la salida del
salón de baile caminan un trecho. La ciudad está viva, fulgurante y deseosa de
más. Pero ellos en el jardín detienen los pasos.
Maderamen de historias, arena
del desierto en los ojos. Voces lejanas vienen hacia los cuerpos y se abren en
frases alongadas; llegan supinas para armar la conversación, las explicaciones.
Ella habla del dolor otorgado en antiguas relaciones, pero ya no desea el
dolor. No más los sufrimientos. Nunca más los abandonos reiterados y las
encarnizadas luchas consigo misma.
Ella viene de lejos para
restañar las heridas y recuperarse de una enfermedad. Se aleja de la maldad de
los seres oscuros porque busca la luz. Esa luz, de algún modo diría después
—mucho tiempo después—, la había visto cuando se conocieron.
Sin saber nada de él, ella
miró una luminosidad en su rostro mientras hablaba con los contertulios.
Aquella vez —la vista los atrajo— él no supo sino recordar un reciente sueño
donde había visto a una mujer llegar, a la mitad de la tarde, y se vistió de
desnudez para calentar la soledad. La tarde en la que se conocieron —lo supo
perfectamente— estaba sucediendo cuando ella partió, así sin más: una
despedida, un hasta pronto.
La tarde de los contertulios,
a la salida del viejo café del centro, él no hizo sino hablar y hablar de ella.
De su sentir, de la atracción surgida hacia la mujer venida de pronto con el
viento y la arena del desierto: vestida de un color solferino surgido del sol
de la tarde.
Ella salió del café y una
tormenta vino.
Pero ahora allí —en el
jardín— la noche confunde la luz en sombras, porque en el salón de baile él
había pretendido robar sus labios.
En medio del salón los cuerpos en deseo; o
mejor: él concentrado en lo profundo del deseo. Largo y disfrutable el tiempo,
el tiempo y el deseo: muy cerca los cuerpos como si la arena —en la tormenta—
se uniera para ser una sola, para crear de fragmentos desunidos una roca, una
piedra que al tiempo fuera brillante como la noche del baile.
Esa noche —ésta— los labios
hacen resurgir las tribulaciones de antiguas historias, de informes ofrecidos
en la madrugada cuando el frío —racimo de flores de hielo— hace temblar las
manos. Las delicadas manos apenas tocadas a la hora del baile en el salón,
donde la orquesta esparció los compases para brindar a los cuerpos el abrazo.
Ante la calle sola ahora se
repite.
Historia de dos cuerpos
DOS
[Abrazo]
*
Ciclo de las aguas
y la tierra.
Apariciones, aspiraciones,
verdor de campos: juego de la mirada y los sentidos. Nostalgia de la vida y su
creadora. Agua que fluye, lenta, en el jardín: deseos.
El viento serpentea, mueve
las copas de los árboles. Trae a los cuerpos el frío. El temblor. Ascensión por
los aires y el pensamiento, la memoria.
Sudan los cuerpos a la hora
del baile. Reunión de anhelos es la vida, el movimiento. Fragor ampliado es el
recurso de la luz, en este momento artificial; después —ya en el sitio justo—
será el descenso del claro de luna descubierto en el patio una madrugada,
cuando los cuerpos perezosos se abren a la vida al despertar.
Ensortijada agua. Los cuerpos
acuden en reflejo: en el espejo de la memoria se hunden. Había adivinado ella
la lluvia.
—Me hechizó —dice en el
instante de las ondulaciones; acuciosa describe su nostalgia.
—No es el mar; no es el
desierto, es la lluvia.
Viene de sequías, de aciagos
y lentos atardeceres.
—El agua me llamó, imán de
vida.
Puntual acude; llega y se
queda. Refresca el agua arenas del desierto: es la vida lo que persigue,
escrupulosa. Es el clamor de perennes lluvias. Sus palabras arenas
desbordándose.
Ilusiones. Juegos.
Traiciones.
Adocenado el mundo
abandonado.
“Después de haber vivido en el desierto
—dice— hoy llego a esta ciudad. Descubro este paisaje: es mi deseo. Este verdor
y esta lluvia me hacen sentir viva. Penetro una frecuencia. Me otorga la gracia
necesaria. Es la tierra buscada; ahora la encuentro.”
Polvo en la mirada. Arenas.
Sol cegador. Escorpiones moviéndose en silencio, agazapados.
Aguijones. Dolor.
Seres mínimos. Oscuridad.
“La búsqueda del lugar propio
—vuelve a decir— es de todos los seres. El mantenerse en proximidad a la
naturaleza, que puede ser la propia: esa especie de sitio donde podemos
crecer, abandonarnos, abismarnos y al mismo tiempo elevarnos...”
—La lluvia y esta tierra me
reflejan.
La tarde cuando se conocieron la ciudad se
inundó: abrió sus venas para recibir la sangre nueva, la ineludible
circulación.
*
Cuerpos moviéndose en las aguas.
Los seres en abrazo se abren
en círculos hasta encontrar la perfección. Cada línea viene surgiendo hasta
hallarse en el total sosiego.
Quietud. Movimiento perpetuo.
Iridiscencias.
Algo escuchan los peces. Es
el sentido de las formas en la breve corriente que se enlaza para buscar
respiro. Son ellos. El aire es su nueva condición.
No estar únicamente dentro
sino salir para encontrar la luz que se refugia —incierta— entre las copas de
los árboles. Es la luz que se fuga: entra hasta el fondo de la fuente.
No es arena. Ni lluvia. Es la
luz repetida en las ondulaciones. Son las finas pieles que se abren. Las manos
enlazadas hasta volverse únicas. Las miradas se abisman en silencio.
El silencio inquieta a los
peces porque han descubierto otros lenguajes. Son las voces surgidas las
buscadas: florecen de la luz para ir a la luz.
Los peces se asientan los
sombreros; se tornan en el filo de la piedra. Colocan medio cuerpo en su otra
vida: ahora son el agua y el aire lo necesario. Es la vida que se busca. La
conversación su inquietud. Pero nada escuchan.
Está el silencio. Las
presencias vistas. Alargan los cuerpos. Se posan en el borde. El viento lleva
las palabras que han vuelto a resurgir.
Complacientes los peces abren
los sentidos.
Porque nadie había hablado cerca de ellos
de la nostalgia de la lluvia —del agua—, los peces escuchan, curiosos, el
discurso de los cuerpos. ¿Saben de la leyenda de su multiplicación, escuchada
siempre cerca de la matanza? La muerte no les ha permitido trasmitirla a sus
congéneres: por esa razón no hay memoria de la especie.
Siempre la muerte. Siempre el silencio.
Siempre la limitante del lenguaje. A cada instante de sus vidas el asunto de la
multiplicación. Oída su leyenda al borde del cuchillo justo al instante de la
satisfacción humana.
Nada saben los peces de la vida. Saben de
la muerte. Es su factura. Su maldición. Saben de la sal. Saben de la angustia
que provoca el aire a la salida de las aguas. Saben —desorbitados los ojos— de
la superficie. Y que hay otras vidas.
La vida: es allí donde se perciben al
claro de luna. Se enteran de la vida y del dolor.
Se oyen, entonces, y oyen. Es
la vida describiéndose para encontrarse en un punto. Escuchan —al borde de la
fuente— conmovidos. Se incorporan las sombras. Lágrimas vueltas sal en los
ojos.
Los miran alejarse, al
tiempo, comidos por la noche.
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