Héctor
Olivares Álvarez
“Azucena”
tenía 13 años cuando abandonó la secundaria; estaba cansada de ir a la escuela
a <<aburrirse>>. Sus padres están separados y ella no sabe qué
hacer con sus hermanos mientras su mamá sale a trabajar. “Azu”, como le dicen
sus amigos, acaba de cumplir los 14 años, es bajita de estatura y delgada para
su edad y es la hija menor de un matrimonio que desde hace tiempo se mece a la
deriva. Es su madre quien trajo al centro de salud siguiendo las indicaciones
de la trabajadora social. La madre de Azucena es una mujer que no llega a los
40 años de edad, aunque da la impresión de tener muchos más. Además de la casa,
trabaja en un empaque de aguacate para sacar adelante a sus hijos que con “esta”,
dice mientras señala a Azucena, suman cinco en total. Del marido se concreta a
responder con una mueca.
<<Venimos para que nos dé un pase para
el psicólogo y que le dé a esta algo para que no se “embarace” >>.
¿Para
qué no se embarace?
<<SÍ.
Para no se “embarace”>>, insiste la mamá.
<<“Es
que “esta” se me salió de la casa. Hasta ayer la encontraron los policías en la
casa de uno que vende drogas allá por la colonia, me dijo la trabajadora social
que Azucena estaba drogada y que había tenido relaciones con los hombres que
estaban con ella>>.
Instintivamente
vuelvo los ojos a la nota médica: femenina 14 años de edad.
Ovillada en la silla, Azucena apenas si deja ver su rostro
y como respuesta articula algunas palabras deshilvanadas. Más que voz parecieran
susurros, sonidos guturales los que emite.
Sin embargo, confirma lo dicho por su madre:
efectivamente se droga con piedra y marihuana y tuvo relaciones sexuales con
los sujetos con los que se encontraba. Pero <<no es la primera vez. La
primera vez fue antes que saliera de la secundaria. Lo hacía para que me dieran
una “fumada de piedra”. Es que cuando
fumo me siento muy relajada. Me olvido de todo, es como si me fuera muy
lejos>>.
Esto que les comparto es la crónica de una tragedia en
la cual el día menos pensado podríamos dejar de ser simples espectadores y
convertirnos es protagonista de la misma. Algo pasa desde hace tiempo en Ciudad
Guzmán y parece que no nos damos cuenta o de plano no queremos aceptar esa
realidad. Será porque pensamos que “eso” no nos puede suceder a nosotros. Somos
una sociedad ingenua que cree que una desgracia como la de Azucena solo les
puede pasar a “otros, a los diferentes, a los de allá. La historia de la
familia de Azucena no es tan distinta a la nuestra:
<<Nosotros llegamos hace como trece años aquí a
Guzmán. Primero se vino mi esposo, luego nosotros. Venimos de Michoacán, de
Apatzingán, al aguacate. Mis tres hijos, los más chicos ya nacieron aquí. Estos
los más chicos ya no piensan como uno, ya no obedecen, hacen lo que les da la
gana>>.
Cuentan las crónicas que por estos lugares se veneraba
a Xipe Totec, deidad prehispánica relacionada con la agricultura, la primavera,
las estaciones, por eso estas tierras se cubrían de un manto de verdor sin
igual que impregnaba el ambiente con un olor a pino y a madroño. Pero a
Zapotlán desde hace tiempo ya no lo cubre el mismo manto, ya no es aquel “valle
redondo de maíz”, como pregonara Juan José Arreola, ahora nos asfixia el verdor
de una agricultura que nos es ajena, rodeados de árboles que producen frutos
que saben a sangre y que nos ha traído tanta gente, tantas cosas.
No, ya no somos la ciudad que celebrara Arreola y
mucho menos a la que en 1533 fundara Fray Juan de Padilla y que confiado dejara
a nuestro cuidado antes de irse para siempre a las tierras de Cíbola. No
maestro Guillermo Jiménez, en Zapotlán, los niños ya no se esconden detrás de
las puertas para adivinar por el sonido de los pasos el sexo de quienes pasan
por la acera. No. Ahora, algunos de los niños de Zapotlán se van a las
“tienditas” a prostituirse por un pedazo de piedra.
<<No está embarazada>>, digo finalmente al
recibir los resultados de laboratorio.
<<Por
el momento, sentencia la mamá>>.
Azucena abraza instintivamente a su madre. Siento la
turbación de la madre ante un acto tan inusual. Veo a Azucena y recuerdo a Guillermo
Jiménez: “Miradla cómo tranquilamente escuálida, con un doliente acceso de
asma, camina por el sendero polvoriento de la vida. Va donde han ido todas las
que tienen el mismo mal: hacia la muerte”.
qué pluma!
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