El río de la calle queda
desierto un instante.
Luego parece remontar de
sí mismo
deseoso de volver a
empezar.
Queda un momento paralizado,
mudo, anhelante
como el corazón entre dos
espasmos.
Xavier
Villaurrutia
La ciudad ha cambiado tanto desde que vine a ella por vez primera, hace ya
casi cuarenta y cinco años.
De aquel tiempo recuerdo
una noche en especial y un sitio específico: conservo el temor y —como una
pesadilla— el lugar.
La noche era espesa. Y la
calle solitaria.
¿De todo aquello, sólo el viento frío queda?
Diario de diciembre de 1974
Hace unos minutos el auto en que viajamos cruzaba avenidas iluminadas
por las luces nocturnas.
Todo es extraño y todo es —para mí— una novedad.
La serie de edificios son
iguales y distintos en cada uno de los puntos por los que —a toda velocidad—
pasamos.
Jardines y arbotantes,
plazas y esquinas, negocios a oscuras, gente caminando y cubriéndose del frío,
todo me atrae: porque todo es nuevo y diferente a lo que he visto con
anticipación.
De pronto, de las avenidas iluminadas saltamos a calles estrechas.
—Yo conozco un lugar por aquí —escucho la voz de quien conduce.
Cruza más calles y se
interna en la noche, hasta encontrarlo. Somos seis los que viajamos en el
diminuto auto. Tres adultos y mis hermanas que son apenas adolescentes. Mi
hermana mayor apenas tiene dieciséis años y la otra quince. El conductor
estaciona el Volkswagen frente a un negocio, o lo que yo creo que lo es, pero
que está cerrado; serán, si acaso, las doce de la noche.
Bajan quienes vienen en la parte delantera y, en seguida, los que
venimos atrás...
—Tú no puedes ir con nosotros —me indica el conductor—. Aquí únicamente
entran personas adultas.
Me irrito, pero nada
digo. En el último momento todo me da igual: las constantes vueltas me han
mareado y no tengo ánimos de lanzar mi reclamo. Me quedo en la parte delantera
y el conductor me dice que si quiero bajarle al cristal (“para que entre el
aire”), lo haga.
—No le bajes mucho, porque aquí es muy peligroso —dice.
Y yo que necesito jalar
un poco de aire fresco, le bajo lo necesario para que, pasados los años,
recuerde que aquella noche era fría y que el viento sostenía el temblor y la
náusea.
Entonces fue que me quedé
en medio de la noche. Me recosté sobre el asiento y respiré profundo para bajar
el mareo y el enojo. Cerré los ojos un instante para ya no sentir en los ojos
la escasa luz que bajaba de una lámpara pública, a unos metros de distancia.
Antes miré a mi alrededor y no vi a un alma entre la oscuridad. También leí el
nombre del lugar, que nunca olvidé.
* * *
Hace unos instantes cerré los ojos.
Ahora los abro
desmesuradamente porque un hombre me pide que baje el cristal y me exige que le
dé dinero. Yo no hago sino enmudecer y pensar las cosas más terribles.
No puedo gritar, porque
sé que sería inútil; mis hermanas, el conductor (y los acompañantes) ya están
adentro. Por la puerta sale el sonido de la música y es casi imposible que me
escuchen.
Abro los ojos con
desmesura, digo, y el hombre insiste y amenaza. Intenta abrir la puerta y, como
tiene seguro, introduce su mano por la rendija abierta: por ella entra el sucio
brazo del hombre y el frío aire que ya no es tanto: estoy asustado. Llega lo
más que puede e intenta quitar el seguro. Golpeo, entonces, sus dedos con todas
mis fuerzas y el hombre me insulta y vuelve a amenazar. Se descuida y yo, lo
más rápido que puedo, subo el cristal que pesa demasiado. Cuando ya no puede
hacer más, golpea el cristal con el puño. Vuelve a insultarme y golpea cada vez
más fuerte. Luego el milagro: un auto se estaciona cerca del nuestro y el
hombre corre.
Lo miro alejarse mientras
volteo hacia atrás: del auto recién llegado sale primero un hombre y después
una mujer que ni siquiera se han enterado de nada.
Escucho sus voces y sus
risas. Se dirigen a la entrada del salón y desaparecen.
Yo no puedo entrar al salón, porque apenas tengo once años.
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