La felicidad no es un puerto
la felicidad no es un lugar
la felicidad es una forma de
navegar
por esta vida que es la mar
Felipe Gil
Un día
mi padre llegó a la casa con un viejo tocadiscos que le había regalado su
hermano José. En el paquete estaban varios discos de larga duración que, casi
de inmediato, dos de ellos se hicieron mis favoritos.
Uno
era de música clásica que mi padre escuchaba casi sin parar. Sobre todo, la
Obertura Poeta y campesino —de Franz
von Suppé. Aunque destartalada (igual que el tocadiscos), la bocina era
potente, de tal modo que la música invadía todos los rincones de la gran casona
(que se encontraba al final de la calle Degollado —en el Barrio del Gallito, y al
comienzo de la última gran cuadra que daba a la entrada de Las Peñas, caminando
se llegaba a un recodo del arroyo).
Ah,
si pudiera reproducir aquí los acordes que escuché, a los nueve años, en medio
del patio central del caserón, donde había un alto árbol de mezquite. La música
se iba de la casa al patio y de allí abría una puerta que daba a un campo de
labor donde siempre veía a los campesinos trabajar la tierra, comandados por don
Boni.
El
segundo disco entre mis preferidos contenía varias canciones e intérpretes: abrían
los negros surcos con una canción de Álvaro Carrillo, “La mentira”; luego de un
silencio seguía una que era coral y la interpretaban los Hermanos Castro,
“Faltas tú”. Fue con esa canción que conocí a Gualberto Castro, quien en octubre
de mil novecientos setenta y cinco fue a Zapotlán —en agosto había ganado el
Festival OTI (nacional) con la canción “La felicidad”.
La
tarde noche de Zapotlán, en aquel ya lejano día del mes de octubre, la gente se
había congregado en derredor de la antigua concha acústica para ver a Eduardo
II (el Polivoz) y a escuchar a Gualberto Castro, que en ese tiempo debió tener
no más de cuarenta años.
Vital
y nervioso como fue, lo vi subir por la breve escalinata y de un salto subí a
ese espacio. Como quería saludarlo, me paré en frente de él y le tendí mi mano,
justo en el momento en el que el locutor Javier Morales lo presentaba. Amable
como siempre fue, alargó su brazo para saludarme y, en seguida, tocó mi cabeza de
huizapol para hacerme un cariño. Me miró a los ojos fijamente y me hizo unos bizcos
a manera de despedida, porque ya el locutor terminaba de presentarlo y debía
cantar.
Bajé
de la concha acústica de un brinco —fortalecido de emoción— y fui a caer en un
hueco minúsculo de la plaza, que estaba abarrotada de gente. Y entonces cantó.
A
Gualberto Castro (y a sus hermanos) los había visto innumerables veces en la
televisión, sobre todo en Siempre en domingo.
Y en el programa La carabina de Ambrosio.
De entre los cuatro que formaban el grupo de los Castro, Gualberto se
distinguía por su espléndida voz y magnífica forma de interpretar. Su límpida
tesitura de tenor era inmejorable. He vuelto a escuchar (y ver) en estos días
videos en internet de los años sesenta y, al parecer, su voz fue la de siempre,
aunque con la edad fue madurando y definiéndose mejor. Durante varios años, fue
un solista y tuvo éxitos que sonaron en la radio de todo el país. Luego, ya que
dejó de ser una novedad para el público, lo que hizo junto con sus hermanos fue
hacer conciertos y presentaciones en las que además de interpretar sus viejos triunfos
en el mercado, buscó los mejores boleros que la tradición ha colocado entre el
repertorio latinoamericano.
El
bolero, se ha dicho, nació a finales del siglo diecinueve en la isla de Cuba,
como herencia de España, sin embargo, a lo largo del tiempo se extendió por
casi todo el Caribe. En nuestro México renació con características muy
singulares. Flexible como es, en cada lugar ha tomado distintos modos, sin
perder lo esencial y clásico del género: letras románticas siempre asociadas
con sentimientos. Y podemos agregar la sensualidad. Todos en este mundo, aún
sin saberlo, gustan de los boleros. No obstante, en el asunto de la
interpretación, mantiene sus rigores y no cualquiera es bueno cantándolos.
Gualberto Castro, logró sin duda ser uno de los más grandes y finos
intérpretes.
Una
noche, ya hace algunos años, recostado en mi cama lo vi aparecer en un programa
musical de televisión, junto con sus hermanos. Comenzaron su participación y se
comportó de manera muy extraña; luego de pronto desapareció por largos minutos
de la escena. El hecho inquietó a los hermanos. Pudimos verlo y sentirlo. Al
tiempo reapareció de detrás del foro.
Como
lo habíamos visto descompuesto y de algún modo dando tumbos, comenzamos —mi
mujer y yo— a murmurar. Pero a su retorno lo vimos entero y fortalecido. Les
indicó a los músicos que comenzaran a tocar y, espléndido, ofreció quizás una
de sus mejores participaciones que yo le vi a lo largo de todo el tiempo que le
seguí como fan.
Vestido
de riguroso esmoquin negro, e impecablemente arreglado, esa noche Castro —el
Gualas—, fue realmente impresionante. Cantó boleros de los más difíciles. Y lo
hizo de manera extraordinaria. Fue un ser iluminado, un poseído. Era él y era
otro. Estaba aquí y en cualquier parte. Era un cuerpo y sus resonancias, pero
sobre todo era una voz y muchos sentimientos. Debió de haber cantado unas diez
piezas de jalón. Siempre estuvo de lo más sublime y en lo más alto. Después
bajó al plano terrenal y sin decir palabra, solamente entregó su sonrisa, la
misma que le vi aquella noche en Zapotlán. Después de eso, dejé de saber de su
persona, hasta que la mañana del pasado veintisiete de junio me enteré de su
muerte.
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