Ramón
Moreno Rodríguez
La
democracia española es, sin duda, una anomalía. Democracia mejorable, la llama
Javier Cercas en un hermoso e inteligente texto escrito hace algunos años. Esta
impronta se la da el origen histórico de la misma y que en síntesis podríamos
llamar “la Transición”. Es decir, cuando en 1975 murió el dictador Francisco
Franco, los políticos y la sociedad en general de aquel país clamó por una
reconciliación. Para alcanzar tal acuerdo, tanto ofendidos como ofensores
decidieron darle vuelta a la página, tratar de olvidar los agravios y mirar
hacia un futuro de concordia. Tal pacto se llamó Transición, y fue la gran
fórmula que impidió que en aquellos lejanos años setenta del siglo pasado se
reviviera el fantasma de una nueva Guerra Civil.
Han pasado muchos años desde
entonces, y lo que en aquel momento se mostró como una generosa solución, hoy
se la mira como un problema, una contradicción, una paradoja. Una de estas rarezas
la encierra la férrea negativa de cierto sector político conservador, amante
del franquismo, para el que sería muy satisfactorio poder decir, aquí no ha
pasado nada, la España de hoy es una nación heredera orgullosa de su pasado
franquista. Este sector se niega a que los honores que se le rinden a la momia
del dictador se concluyan, que se deje eso en el pasado. El gobierno actual,
presidido por el socialista (es un decir; lo mejor es que aclaremos, nada más, que
dirige el Partido Socialista Obrero Español) Pedro Sánchez, quiere darle vuelta
a la página de ese doloroso pasado de exaltación del dictador, y ha decidido,
apoyado en la Ley de Memoria Histórica, sacar los restos de Franco del mausoleo
que él mismo se mandó construir, para que se los lleven a un panteón civil en el
que yacen los restos de la que fue su esposa, Carmen Polo.
Ocho meses tiene el
gobierno de Sánchez intentando concluir esa obra de sanidad pública, pero la
resistencia judicial que ha presentado el ya aludido sector franquista
encabezado por los nietos del difunto, se lo ha impedido. Este lunes diez de
junio se cumple una fecha más que se ha fijado el gobierno español para exhumar
los restos del dictador, pero el Tribunal Supremo se lo ha impedido a través de
una orden de suspensión del acto gubernamental. Los jueces dicen que si se le desentierra
en esta fecha se provocaría “un grave trastorno para los intereses públicos
encarnados en el Estado y en sus instituciones constitucionales, habida cuenta
de la significación de don Francisco Franco”.
¿En qué habrá de concluir
esta mascarada? Pues de momento, a esperar de nuevo para saber si los jueces
españoles están dispuestos a seguir sosteniendo esta risible condición de que
un país, siendo democrático, le rinda culto cívico a un genocida. Imagínese el
lector, es como si en Alemania, Hitler, tuviera un mausoleo donde los
nostálgicos le fueran a depositar flores sobre su lápida. Y lo mismo podríamos
decir de Mussolini en Italia o de Porfirio Díaz en México.
A mi parecer, eso sería
imposible, aunque uno nunca sabe lo que puede pasar en estos casos tan curiosos.
¿Recuerda el lector que no hace mucho tiempo algunos mexicanos despistados
propusieron repatriar los restos de nuestro dictador? Sin duda, fue un asunto
alucinado que hoy por hoy no puede sino provocar risa, por desgracia para los
españoles, la crispación entorno a la momia de Francisco Franco es mucha y los
insultos que se lanzan para uno y otro lado producen en quienes desde lejos lo
vemos, pena ajena.
No obstante, y a pesar de
este nuevo aplazamiento, estoy convencido que el presidente del gobierno
español alcanzará su objetivo y tarde que temprano los restos momificados de
aquel general de opereta y voz de tiple, terminará por desaparecer de aquel
mausoleo eufemísticamente llamado Valle de los Caídos. Con ese desalojo, España
cerrará un penoso episodio de su historia, sin embargo, como dice la canción
mexicana, “ya mataron a la perra, pero quedaron los perritos”, porque, sin
duda, volverá a haber otro debate político para decidir qué hacer con esa
basílica benedictina de la que se le echará. Algunos han propuesto que se la
dinamite junto con esa inmensa cruz de más de cien metros de altura, para
tratar de borrar la ignominia; otros, prefieren que se convierta en una especie
de museo de la tolerancia y la memoria histórica. Las dos ideas me parecen
fuera de lugar.
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