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sábado, 8 de junio de 2019

Una momia que se niega a desintegrarse del todo




Ramón Moreno Rodríguez


La democracia española es, sin duda, una anomalía. Democracia mejorable, la llama Javier Cercas en un hermoso e inteligente texto escrito hace algunos años. Esta impronta se la da el origen histórico de la misma y que en síntesis podríamos llamar “la Transición”. Es decir, cuando en 1975 murió el dictador Francisco Franco, los políticos y la sociedad en general de aquel país clamó por una reconciliación. Para alcanzar tal acuerdo, tanto ofendidos como ofensores decidieron darle vuelta a la página, tratar de olvidar los agravios y mirar hacia un futuro de concordia. Tal pacto se llamó Transición, y fue la gran fórmula que impidió que en aquellos lejanos años setenta del siglo pasado se reviviera el fantasma de una nueva Guerra Civil.




Han pasado muchos años desde entonces, y lo que en aquel momento se mostró como una generosa solución, hoy se la mira como un problema, una contradicción, una paradoja. Una de estas rarezas la encierra la férrea negativa de cierto sector político conservador, amante del franquismo, para el que sería muy satisfactorio poder decir, aquí no ha pasado nada, la España de hoy es una nación heredera orgullosa de su pasado franquista. Este sector se niega a que los honores que se le rinden a la momia del dictador se concluyan, que se deje eso en el pasado. El gobierno actual, presidido por el socialista (es un decir; lo mejor es que aclaremos, nada más, que dirige el Partido Socialista Obrero Español) Pedro Sánchez, quiere darle vuelta a la página de ese doloroso pasado de exaltación del dictador, y ha decidido, apoyado en la Ley de Memoria Histórica, sacar los restos de Franco del mausoleo que él mismo se mandó construir, para que se los lleven a un panteón civil en el que yacen los restos de la que fue su esposa, Carmen Polo.

Ocho meses tiene el gobierno de Sánchez intentando concluir esa obra de sanidad pública, pero la resistencia judicial que ha presentado el ya aludido sector franquista encabezado por los nietos del difunto, se lo ha impedido. Este lunes diez de junio se cumple una fecha más que se ha fijado el gobierno español para exhumar los restos del dictador, pero el Tribunal Supremo se lo ha impedido a través de una orden de suspensión del acto gubernamental. Los jueces dicen que si se le desentierra en esta fecha se provocaría “un grave trastorno para los intereses públicos encarnados en el Estado y en sus instituciones constitucionales, habida cuenta de la significación de don Francisco Franco”.

¿En qué habrá de concluir esta mascarada? Pues de momento, a esperar de nuevo para saber si los jueces españoles están dispuestos a seguir sosteniendo esta risible condición de que un país, siendo democrático, le rinda culto cívico a un genocida. Imagínese el lector, es como si en Alemania, Hitler, tuviera un mausoleo donde los nostálgicos le fueran a depositar flores sobre su lápida. Y lo mismo podríamos decir de Mussolini en Italia o de Porfirio Díaz en México.



A mi parecer, eso sería imposible, aunque uno nunca sabe lo que puede pasar en estos casos tan curiosos. ¿Recuerda el lector que no hace mucho tiempo algunos mexicanos despistados propusieron repatriar los restos de nuestro dictador? Sin duda, fue un asunto alucinado que hoy por hoy no puede sino provocar risa, por desgracia para los españoles, la crispación entorno a la momia de Francisco Franco es mucha y los insultos que se lanzan para uno y otro lado producen en quienes desde lejos lo vemos, pena ajena.

No obstante, y a pesar de este nuevo aplazamiento, estoy convencido que el presidente del gobierno español alcanzará su objetivo y tarde que temprano los restos momificados de aquel general de opereta y voz de tiple, terminará por desaparecer de aquel mausoleo eufemísticamente llamado Valle de los Caídos. Con ese desalojo, España cerrará un penoso episodio de su historia, sin embargo, como dice la canción mexicana, “ya mataron a la perra, pero quedaron los perritos”, porque, sin duda, volverá a haber otro debate político para decidir qué hacer con esa basílica benedictina de la que se le echará. Algunos han propuesto que se la dinamite junto con esa inmensa cruz de más de cien metros de altura, para tratar de borrar la ignominia; otros, prefieren que se convierta en una especie de museo de la tolerancia y la memoria histórica. Las dos ideas me parecen fuera de lugar.


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