*Rosa
María Chávez Hernández
Hace
unos meses ha fallecido mi madre. Puedo decir que no solo era una madre buena y
cariñosa, sino una madre extraordinaria. Exigente y a la vez respetuosa. Que
ponía límites, pero permitía y fomentaba el error con reflexión.
Ha
fallecido con 86 años. Nos educó cuando ciertamente no existían avances
tecnológicos, pero también fueron tiempos difíciles. Ahora que cuento con
suficiente perspectiva pienso ¿cuál fue el secreto que convirtió a mi madre no
solo en una mamá excepcional, sino en una persona extraordinaria?
Ella nos
dedicó tiempo, todo el tiempo que los diez hermanos necesitábamos. A uno con un
repaso y orientación de operaciones matemáticas. A otro, media hora de plática
con reflexión en el desayuno. A otro, una mañana enseñándolo a leer; a otro con
una oración antes de dormir, etc. Podría decir que fue su capacidad para
escuchar o su paciencia para explicarnos lo que no entendíamos o
para hacernos las preguntas necesarias que nos permitieran
identificar el problema y buscar soluciones, evitando cualquier queja o
victimismo.
Estoy
segura de que fueron muchas cosas y habilidades en su conjunto, pero los diez
hermanos coincidimos en que lo que ganó nuestro respeto y admiración, hasta
su último aliento, fue que en todo momento sabía que era ejemplo
para nosotros, antes de decir o hacer algo, pensaba si nosotros aprenderíamos
algo bueno o malo de ella, entonces tomaba la decisión de actuar correctamente.
El
hecho de sentirse siempre modelo de conducta nos
permitió descubrir lo importante que éramos para ella, y eso nos hacía sentir
capaces de cualquier cosa, porque sabíamos que, aunque nos equivocáramos
nuestra madre estaba ahí para ayudarnos a entender, sin evitarnos las
consecuencias, ¡por supuesto!
Y
aquí es a donde voy: ahora, los que somos padres y madres, lo
somos con lo que hemos aprendido de nuestras vivencias de nuestra propia
historia. Pensemos con claridad para darnos cuenta que ni la
sociedad, ni la escuela, ni los amigos tienen tanta influencia en nuestros
hijos como nosotros.
Traer
un hijo al mundo es una enorme responsabilidad, pero
a la vez un inmenso privilegio. En el momento en el que escuchas su primer
llanto, debes saber que ya eres ejemplo de vida de
un nuevo ser, totalmente virgen, sin prejuicios, sin expectativas, sin miedos.
Justamente
en ese momento nace con tu hijo la mejor versión de
ti, la que le moldeará la mente y el alma, lo hará conforme el modelo que
seamos para él. No podemos ser padres perfectos. Es muy difícil no gritar nunca,
ni juzgar a nuestros hijos, pero ese hijo se
merece que intentemos sacar lo mejor de nosotros.
Trasmitimos
no solo lo que sabemos, sino sobre todo lo que somos. No podemos enseñar valores
si no los practicamos. Un hijo es motivo de cambio y mejora, es un desafío que nos
exige crecer, con valores y coherencia entre nuestros actos y nuestras palabras.
Por lo anterior, concluyo que unos buenos padres no son un modelo de perfección.
Los buenos padres sencillamente son aquellos que intentan ser el mejor modelo
para sus hijos y buscan los medios idóneos para serlo.
*Subdirectora
académica del C.A.M Cd. Guzmán.
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