De tus raíces manan cantos.
Efrén
Rodríguez
El
diecinueve de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco el sol salió de
forma esplendorosa; pero antes de las siete de la mañana hacía frío. Salimos a la
calle de terracería, que daba a una cerca de alambre de púas y piedras, y, más
allá: se miraba un campo labrantío, los árboles y las faldas del Volcán de Fuego.
Como pasábamos hambres, creímos entonces que nos habíamos mareado, pero en
realidad comenzaba uno de los terremotos más graves de los últimos tiempos. Después,
cuando se reanudaron las comunicaciones, supimos que el temblor había afectado
a la Ciudad de México, Zapotlán y Colima. El camino vecinal era, en todo caso,
de Villa de Álvarez, donde en ese momento vivía. Salía para ir a trabajar a la
ciudad, pero nos quedamos, mi amigo Abel Ramírez y yo, en el vaivén de la
tierra en temblor.
Llegué
a Colima para estudiar artes plásticas, pero pronto me subí a otro barco y fui
a un taller de literatura a la Casa de la Cultura que impartía el poeta Efrén
Rodríguez.
Con
el tiempo descubrí que el arte de la pintura y la poesía es uno y el mismo,
pese a que los elementos y el lenguaje parecen distintos por sus herramientas,
son iguales: son el canto y el elogio a la vida unificados por un lenguaje, una
sintaxis, una escritura. Distintos sus materiales, son harina del mismo costal.
La
poesía y la pintura son texturas que describen el espíritu de las cosas y el
ser. Son síntesis. Visuales como son, son artes que manejan lo simbólico y, por
tanto, aunque parecen distintas, se deben leer,
mirarse y escucharse. Son espíritu humano.
Aunque
desde Zapotlán ya pergeñaba poemas y pintaba, fue en el taller de Efrén que mi
vocación de poeta se definió, se abrió y se volvió parte de mi vida. Hay que
decirlo: los pintores y los poetas pertenecen a la misma estirpe: la de los
soñadores despiertos, los sonámbulos críticos. Los visionarios y videntes.
Como
en el taller de Efrén Rodríguez me sentí en familia, me uní a esa hermandad que
no encontré en los espacios de los pintores, sin embargo —me adelanto a
decirlo—: como poeta trabajo como esos artistas que van al campo y miran y sienten;
perciben y se abren a los lenguajes del universo y no hacen sino describir la
vida.
De
paso lo digo: la ciudad de Colima y Zapotlán son una misma entidad geográfica,
es decir, pertenecen a una región definida que, incluso, en actitud y vocablos
muy particulares son hermanos de sangre. Y Efrén, puedo decirlo, es mi familiar
mayor. Y su trato es —y fue— de ese modo.
Efrén
Rodríguez es un colimote de cepa (pero nació en San José del Carmen, en
Jalisco), y alguna vez se fue a estudiar letras a la UNAM, allá encontró a
nuestro padre literario. Su relación con Arreola nos vincula en grado extremo.
En
la Ciudad de México Efrén escuchó otras palabras y miró otros paisajes muy
distintos a los de nuestra tierra. Y encuentro en sus primeros poemas, que están
reunidos en su libro Nuevas fundaciones
(UNAM, 1986), ecos de (en ese orden) Efraín Huerta, Octavio Paz, Ernesto
Cardenal, José Emilio Pacheco y Francisco de Quevedo.
De
Huerta aprendió a nombrar la ciudad y a ennoblecerla o vilipendiarla, pero siempre
de forma amorosa. De Paz a mirar la naturaleza. De Cardenal su sentido amoroso.
De José Emilio Pacheco su cercanía con los elementos. De Quevedo a ser
sarcástico e irreverente.
En
dos mil dieciocho, por cierto, Efrén Rodríguez publicó en Guadalajara un libro
bajo el nombre de Mis tardes con Arreola
(donde narra en cuarenta sonetos su relación con el maestro), que dan cuenta de
las visitas sabatinas que sostuvo con el fabulador de Zapotlán en los años
ochenta, cuando iba a tallerear con él un breve libro de minificciones
fantásticas: Casa de infinitas puertas
(Ediciones Mester, 1983). (Por cierto, en los mismos años en que Efrén iba a
Zapotlán, yo asistía los miércoles a la casa de Arreola a recibir sus lecciones
de poesía en voz alta.)
Su
encuentro con Arreola, en su casa de Zapotlán y en la Universidad Nacional
Autónoma de México, marcaron la vida de Efrén. Desde entonces para él ha sido
seguir los pasos arreolinos con enorme provecho. Su obra y su actitud como mentor
de taller y universitario, lo definen las enseñanzas de Juan José Arreola. Su
trabajo como editor, también.
Buen
alumno como fue, Efrén ha logrado ser un educador formidable, pero, sobre todo
—y esto no se lo debe del todo a Arreola— es un gran amigo —la amistad es
poesía y es temblor— a quien hace mucho no veo, pero que siempre está presente.
Hace poco recibí (el 17 de mayo a las 14:41) una llamada telefónica de un amigo
común, Rafael Aguayo, que no pude contestar.
“Buenas
tardes Pazarín, estoy con el Efrén y queríamos saludarte. Abrazos hermano…”. Me
dijo luego Rafael en un mensaje escrito, que llegó junto con unas fotografías de
ambos y de ese instante.
No
pude responder antes, y ahora escribo estas líneas como respuesta a su llamado,
que llegan a su punto final.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario