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domingo, 23 de junio de 2019

12 Nandino en Zapotlán







Parece que ando cerca
 de las puertas del cielo.
Elías Nandino


Como pudimos, llegamos a la plaza del pueblo. Preguntamos a la gente por la casa y, sin titubear, nos indicaron puntualmente la ubicación. Caminamos por calles empedradas y, sin tocar porque estaba abierta la puerta, entramos.




Entonces vimos una especie de pequeño paraíso. Una casa de dos pisos, amplia y con un patio interior poblado de naranjos. Parecía, en todo caso, una vivienda del trópico, con una salvedad: en una de sus habitaciones más amplias encontramos cuatro paredes repletas de libros. Los estantes iban del piso al techo. De un lado al otro. Y creímos, pues, llegar al espacio ideal. Y lo era.

Bajó del segundo piso su dueño y nos encontró fisgoneando.
—He dispuesto toda mi biblioteca para que la gente de Cocula pueda venir y leer —dijo a manera de saludo.

Al poeta Elías Nandino lo había conocido en mil novecientos ochenta y siete en Zapotlán (ya vivía yo en Guadalajara), el mismo día y en el mismo espacio que conocí al poeta y narrador Salvador Encarnación. Ambos, por cierto, eran para mí una leyenda. Antes de mirarlos frente a frente a uno lo había leído con placer. Nandino, como todos sabemos, era —fue— el último de la generación de los Contemporáneos.

Esa tarde habíamos ido a la presentación de su más reciente libro a la Casa de la Cultura: Conversaciones con el mar. Lo presentaban Ricardo Yáñez y Salvador Encarnación. A Nandino lo había visto en fotografías, pero a Salvador nunca lo había mirado. Tenía muchas descripciones de su persona y su personalidad. Contradictorias o exageradas, ninguna se comparó con su bonachona sonrisa que al tiempo que me daba la mano, me obsequió. Fue el comienzo de una larga amistad que aún perdura para mi felicidad.

Elías Nandino fue un gran poeta menor que gracias a su longevidad había logrado que su obra —con altibajos— trascendiera. Lo cierto es que fue una persona muy bondadosa y con un humor fuera de lo común. Se reía de sí mismo y encontraba en cada conversación un modo de sacarle partida al albur. Esa mañana que lo visitamos en su casa mi amigo José de Jesús Salinas y yo, lo supimos.

De la biblioteca nos hizo pasar a su recámara y fue allí donde sostuvimos una amena charla. Se sentó en su sillón y nos ofreció de desayunar, algo que declinamos porque ya habíamos almorzado. Fuimos hacia distintos puntos en la conversación. Jóvenes como éramos, quisimos saber lo más posible sobre su vida y su obra. Su trato con escritores y sobre los Contemporáneos. Nos habló sobre su feliz retorno a su pueblo y las actividades que realizaba en su estancia. Predominó en la plática el amor hacia la gente. Y llegamos al punto de que yo, en lo particular, le leí unos poemas míos que escuchó con atención. Malos mis poemas, fue benevolente pero puntual. Me pidió que volviera cuando tuviera más textos para que se los leyera a sus alumnos en el tallercito de su biblioteca. Luego, ya pasada la mañana, bajamos hacia el patio. Las escaleras daban a los naranjos. Viejo como lo vimos, le ofrecimos ayuda para bajar. Pero se negó con amabilidad.

—Todavía no estoy tan viejo para pedir ayuda, puedo bajar solo…
A la mitad de la escalera se detuvo. Levantó sus manos que fueron hacia las copas de los árboles. Cortó cuatro naranjas y nos las obsequió.

Ya de nuevo en la biblioteca volvimos a conversar. Sacó de un escritorio unos libros que puso en nuestras manos, pero antes nos dedicó unas palabras en sus páginas. Ya a punto de salir, en la puerta de la casa nos detuvo. Nos agradeció la visita e introdujo su mano en el bolsillo y de su cartera sacó un billete.

—Tengan, para que lleguen al mercado y se coman una birria a mi salud.

Titubeamos, pero gustosos tomamos el billete. Nos dijo adiós y nos miró desde la puerta de su casa hasta que nos perdimos. Ya en los portales comimos birria y bebimos cerveza. Hicimos memoria de lo acontecido y elogiamos su bondad. Nos encontrábamos eufóricos y brindamos por él. Luego fuimos a tomar nuestro autobús para regresar a Guadalajara.

A Nandino lo frecuentaría yo mucho porque a unos meses de la visita sería mi compañero de trabajo en el (extinto) Centro para la Escritura de Creación que Ricardo Yáñez, Horacio Romero (†), Silvia Eugenia Castillero, habíamos fundado (comandados por Yáñez) en la Universidad de Guadalajara —al tiempo también se integró Salvador Encarnación al equipo.

En Zapotlán, la tarde en que lo conocí, fue muy cariñoso y amable. Y aunque conversé brevemente con él, lo cierto es que el mayor tiempo lo vi en el estrado, durante la presentación de su libro. Yo, que deseaba conocer el mundo de los escritores, quedé maravillado con su presencia. Esa tarde hizo lujo de su memoria, pero sobre todo de su capacidad para la conversación, en la que su estimable humor estuvo presente siempre.

Yo lo había leído desde antes de conocerlo, y lo seguí leyendo. Su obra está hecha de muchas voces. Variadas formas clásicas. De estímulos muy diversos. Guardo en mi biblioteca casi toda su obra, muchos de esos libros están firmados por él. Hay, entre todos, algunos que aprecio. Ahora recuerdo: Sonetos (1937), Poemas árboles (1938), Cerca de lo lejos (1979), Erotismo al rojo blanco (1983) y Todos mis nocturnos (1988).  Sobre sus sonetos y nocturnos tengo escrito un largo ensayo, que pertenece a un libro aún inédito.

Desde mil novecientos ochenta y siete y hasta un año antes de su muerte, que ocurrió el dos de octubre de mil novecientos noventa y tres, vi muchas veces al poeta. Su trabajo lírico, de taller, de promotor, de editor de la revista Estaciones, y como médico, es muy reconocido. Pero cada vez que me encuentro con alguien que mantuvo un trato con él, lo que más destacan es su bondad, su alegría.

Yo recuerdo ahora sus manos cortando las naranjas de su patio. Que comimos ya en el camión que nos trajo de Cocula a Guadalajara aquel día extraordinario…

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