El poeta es un
fingidor.
Finge tan
completamente
que hasta finge
que es dolor
el dolor que en
verdad siente.
Fernando Pessoa
Estaba
empeñado en educar la voz. Esta voz pequeña y quizás aguda y frágil. Me había
enamorado de la radio, pero también de la poesía. Y el teatro; el escenario,
digo, me encontró un día en ese insistir de la educación. Entonces estaban
muchas cosas en mi ser. Quería hacer todo y de todo, pero adolecía de todo. Busqué,
entonces, el auxilio, como debe ser.
Durante
los últimos años de la escuela primaria, junto a mi compañero de mesabanco,
Ernesto Domínguez López, nos entreteníamos durante el tiempo de recreo en leer
los poemas de los libros escolares. Nos íbamos bajo las hermosas escaleras de
la Escuela Primaria “Manuel Chávez Madrueño” y nos entrenábamos para la lectura
en voz alta. Era una competencia sana que al menos a mí me llevó a la
literatura y una vez ir —pasados los años— a la Casa de la Cultura a recibir
indicaciones de parte del maestro Juan José Arreola sobre el arte de la lectura
en voz alta. Allí pasé muchas tardes a su lado y, luego, en su casa. Pero antes
ya había recibido algunos consejos de parte del locutor Javier Morales, quien
los sábados por la tarde en los estudios de grabación de la XEBC a mí y a
Martín Oliverio nos daba lecciones de locución (todos los lugares comunes que
había que aprender para hablar en público) y, también, algo mejor: nos pidió
que compráramos el libro El declamador
sin maestro, y nos explicó cómo debía ser leído un poema y otro. Cómo
arrastrar la voz; cómo hacer las pausas; cómo engolar la tesitura para tener un
efecto ante el público.
Nos
propuso escuchar grabaciones de declamadores. Entonces, a nuestros oídos entró
la voz (entre muchos otros) de Guillermo Lares Lazarit, Arturo Benavides, Jorge
Lavat, Manuel Bernal, José Antonio Cossío, quien una vez estuvo en Zapotlán y
se presentó en la Catedral.
Lo
fui a ver y a escuchar: fue al primer “rockstar” que escuché en vivo y quedé
con la baba en el piso cuando declamó su célebre “Mi Cristo roto” (que en su
momento me pareció una maravilla y ahora que lo he vuelto a escuchar me resulta
abominable. Todo tiene su tiempo, convengo).
Un
fin de semestre del bachillerato, recuerdo, en el salón de clases hicimos una
celebración. Y como algunos compañeros declamaban muy bien y habían ganado
concursos regionales, cada uno nos propusimos preparar uno. Yo elegí “El
brindis del Bohemio”, que le había escuchado a Manuel Bernal y era —es— parte
del repertorio de El declamador sin
maestro. Lo ensayé mil veces. Hice anotaciones en algunos párrafos y
líneas. Acoté cada punto…
Fue,
debo decir, todo un éxito mi participación. Fingí llorar donde debía (y tenía
anotado hacerlo); reí donde debía (está la acotación); hice muy bien la mímica
y mis manos se elevaron en el justo punto del texto. Recibí, en todo caso,
abrazos y felicitaciones. Me dijeron que con qué emoción y sentimiento lo había
leído. “Te llegó hasta el alma”, me dijeron al oído. Yo en mis adentros reí,
como lo hago ahora que he vuelto a acudir al libro donde puse las indicaciones.
De
algún modo la declamación “me dio alas”; pero por otra parte me afectó.
Declamar,
como ya sabemos, tiene mucho de actuación. Una actuación no sentida. Es decir, se le colocan “sentimientos” al poema sin necesidad.
Se le imponen e impostan modos de la voz que no surgen del propio texto. Y
aunque algunos “poemas” que aún hoy escriben algunos “poetas” son
declamatorios, lo que menos tienen son eso, poesía.
Y
cuando yo quise escribir poesía, leer poemas, expresar la musicalidad y
los ritmos poéticos, lo aprendido me estorbaba. Era un lastre.
Resulta
que nos han enseñado a fingir, pero no a sentir. Nos educaron, en todo caso,
para la hipocresía: no sentir y aceptar la mentira. Es decir: mentir y aceptar
la mentira como verdad. Pero da la casualidad que la poesía no admite las
mentiras. Si acaso la hay en algún texto, será visible de inmediato. Además de
que los “poetas” (en general) emulan sentimientos, y en la poesía, la
verdadera, no consiente eso. Es más: la buena poesía ni siquiera parece serlo,
pero los nuevos (y algunos viejos) bardos lo único que saben es poetizar, es
decir: ser empalagosos y retóricos y repetir los lugares comunes.
Y
a mí, en determinado tiempo, lo aprendido en la declamación me afectó: no me
permitía escribir y leer los poemas con naturalidad.
Para
enmendar esta complicación, no sin dolor, tuve que trabajar duro y con
disciplina muchos ejercicios en el taller de Ricardo Yáñez, en Guadalajara. Este
trance metafísico personal, me llevó a muchos espacios y a reconocer que:
·
La
poesía nace de la naturalidad
·
Los
poetas leen como sacerdotes
·
Acudimos
a la solemnidad por temor a que el poema no parezca poema y, muchas veces, en
verdad no lo es
·
Los
poetas leen (sus poemas) como locutores
·
Los
poetas tememos al humor y a reírnos de nosotros mismos
·
Todo
poema exige se le descubran su musicalidad y ritmos naturales
·
Actuamos
el poema: declamación y solemnidad
·
El
declamador no oye, no se escucha: quiere que lo escuchen; el poeta debe
escuchar el lenguaje y escucharse cuando lo lee en voz alta para descubrir sus
cualidades
·
La
poesía coral —Grecia, Homero—, no es la misma que la que se escribe para
declamar
·
Muchos
poetas escriben desde la voz física, que no es la misma que la voz poética, de
allí que sin saberlo sean declamatorios
Pero
sobre todo comprendí que la poesía en voz alta es un deleite cuando la dice un
recitador natural y efectivo como lo fue Arreola. Y que la poesía tiene una
vida orgánica propia y (cada poema es —o debe ser— único, como lo es también
cada poeta verdadero) que se debe atender cuando se logra mirarlo, sentirlo y
escucharlo…
Tarea
nada fácil, pero recomendable en todos los casos.
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