Mi
padre tenía un pequeño radio de pilas que, dado su momento, le injertó un
convertidor para que chupara energía eléctrica. Era pequeño, muy pequeño y
verde. Siempre, entonces, estuvo colgado de una alcayata clavada en la pared
junto a la puerta de la cocina que daba al corral.
Entonces
yo por las tardes me sentaba en una silla de ixtle a escuchar música en las
estaciones de radio de AM de Zapotlán; eso antes del convertidor. Pero luego de
su transformación, todo cambió. Mi universo auditivo —de imaginación y sueños—
me fue mutado. Antes limitado, de pronto una tarde-noche descubrí —literalmente—,
el mundo.
Desde
siempre he sido auditivo. De niño mi padre nos levantaba, muy de mañana, con
radionovelas y programas de la XEW. Allí fue donde primero escuché dramas y
programas musicales que marcaron mi vida. La radio, entonces, ha sido parte de
mi formación y educación sentimental. Por eso, cuando de pronto en ese
radiecito que apenas captaba las estaciones del pueblo, una noche —esa
tarde-noche—, al mover el sintonizador para ir a otra frecuencia de la radio
local, me sorprendió cuando escuché: “Esta es Radio Habana Cuba (voz de mujer),
transmitiendo desde Cuba, territorio libre de América (voz de varón)”, y en seguida
la información de la banda de onda corta y hasta dónde abarcaba: norte, centro
y Sudamérica y el Caribe, algo que me impactó sobremanera. Me quedé, ante las
voces, mudo. La cocina, que estaba en penumbras, se oscureció. Yo, que estaba
sólo en casa a esa hora, no pude sino sumirme en ese silencio que resonó en mis
adentro lleno de asombro y felicidad. Me estacioné unas horas allí. Luego volví
a rodar el sintonizador y a cada instante escuchaba más lejos. Supe, pues, que
el radiecito se había transformado y sus ondas llegaban desde el otro lado del
mundo. Fue pues que se volvió en mí un ritual irme a sentar junto al aparatito
todos los días. Cada vez descubría una estación de algún país aquí, y otra más
allá. Alemania, Francia, Italia, la Unión Soviética, España, Argentina (y
muchos etcéteras) se revelaron ante mis oídos.
Pero
donde permanecí más tiempo fue en la frecuencia 1060 kHz de la XEEP: Radio
Educación (de México). Fue allí donde tuve mi primera educación libresca, es
decir: las radionovelas basadas en obras literarias que dramatizaban me fueron
sugiriendo libros que iba anotando en una libretita, en tanto temblaba de
emoción escuchando Los bandidos de Río
Frío (verbigracia) que en los viajes a Guadalajara iba a comprar en la
Librería Gonvill de Juárez y 16 de septiembre.
Me
recuerdo bajando las escaleras de la librería hasta alcanzar el sótano y abrir
los ojos para encontrar los títulos, que en su mayoría estaban en la editorial
Porrúa.
En
ese tiempo trabajaba como ayudante de talabartero y cada sábado hacía el viaje
con una caja de cartón de huevo repleta de billeteras de piel. El “patrón” me
pagaba el taxi de la vieja central hasta Pedro Moreno, donde se encontraba
Deportes Soto donde se hacían las entregas, pero como mi pensamiento estaba en
adquirir un nuevo libro (y un disco) cada vez que venía: a las nueve de la
mañana recorría con la caja en el hombro el tramo de La Calzada hasta llegar a
mi destino. Hecha la operación, de inmediato me iba hacia Discotecas Aguilar (frente
al Hidalgo de la Plaza de la Liberación); acto seguido caminaba hasta Alcalde y
justo en esa división (Alcalde-Juárez-16 de Septiembre) me posaba frente a la
vidriera de la Gonvill y, luego, entraba. Fue allí donde compré toda la
colección de Sepan Cuantos, que aún conservo como parte de mi primera
biblioteca…
La
radio —vuelvo a los oídos— me educó. Soy —ya dije— un ser auditivo por
naturaleza y por educación (aunque mis estudios en Artes Plásticas y el mucho
cine que he visto, también me hicieron visual). Ese radiecito (y un Majestic
amarillo con blanco) fueron mis maestros en la infancia y la adolescencia. La
radio —no tengo dudas— me condujo hacia la literatura. Allí aprendí mis
primeros pasos como narrador; en esos aparatos supe que las palabras no sólo se
escribían y tenían un efecto, sino que el modo de decirlas y de escucharlas
también causaban un efecto en mis emociones y mi intelecto. Ya no es (casi)
necesario decirlo: la radio me llevó al teatro y a querer ser actor (y a la
declamación y locución), y una vez ir a los estudios de la XEBC y mirar y
mirar, escuchar y escuchar, hasta lograr trabajar allí por algunos años.
La
sorpresa diaria de escuchar esas voces en las mañanas y las tardes-noches de mi
niñez y adolescencia, dieron sus frutos. Me declaro, en todo caso, un adicto a
los sonidos, a las palabras, al lenguaje, al chisme, a las historias que me
jalan el oído y no puedo dejarlas ir.
Mi
mundo se modificó esa milagrosa tarde-noche, pero yo ya había sido preparado
para ese llamado al que acudí y sigo
acudiendo…
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