Milton Iván Peralta
El Volcán/Guzmán
Cuenta
cuentos, editor, escritor, columnista, maestro y muchas cosas más son con las
cosas que podríamos decir que describen en parte a Alan Arenas, pero en este
momento el ganador del XIII concurso estatal de cuento “Un pueblo en llanura”,
que se realiza en San Gabriel, en homenaje al escritor Juan Rulfo, el cuento se
llama “Descanse en paz”.
“Ahorita tuve el gusto y el honor de haber sido premiado”, y también diremos
que para muchos es extraño verlo ganar un concurso de cuento, porque se le ha
leído más obra de poesía, incluso en el 2017 gano el tradicional concurso de Juegos
Florales de Zapotlán. “Aunque no me la creo aún, pero para mi es importante
porque siempre queda ese volado si les gustará a los jurados o no, en la
participación pones en duda tu trabajo al no ganar”.
La emoción le gana aún al columnista de “Desde el otro lado”, publicado en este
medio. “Para mi esto es una gran motivación, y como dice (Ricardo) Sigala, nos
da más responsabilidad con la literatura. Ya empiezas a ver la literatura como
un hobby, ni para escribir tus memorias, tratas de pensar, tal vez no como
escritor, sino con un compromiso a la literatura”.
Ha sido un camino largo, cientos de libros leídos, miles de horas de escribir,
reescribir “ha sido un camino largo y muchas veces frustrante, uno muchas veces
llega a la literatura pensando que lo que escribes es lo que está necesitando
la literatura”.
Han sido años de maduración, aunque aún no se siente escritor, “conformes vas
avanzando te das cuenta que lo que escribes es nada más un desahogo catártico,
comienzas a madurar y gracias a esos tropiezos, talleres, en mi caso gracias a
Náufragos de la Palabra, ha sido importante para ir ampliando mi criterio, cómo
escribir literatura, incluso cómo leerla, no es lo mismo que leas literatura
desde una perspectiva que como por gusto”.
La edición de libros y revistas ha sido importante para su desarrollo, pieza
clave dirían algunos. “Va junto con pegado, la edición me gusta mucho porque
también me gusta escribir, sé que para muchos escritores es importante escribir
un libro, que salga bien hecho, yo lo entiendo porque me gusta escribir y que
cuando haga uno que fuera de esa misma manera”.
Su
parte aguas en la escritura ha venido desde que se convirtió en narrador oral,
“desde que me dedico a la narración me he dado cuenta de otras perspectivas de
la literatura, creo que he podido transformarlos en cuento, hasta la fecha han
funcionado bien”, aunque no se siente consolidado, pero cree que son buenos
pasos para lograrlo.
Aunque el ganar un concurso sabe que no lo es todo, porque a veces se convierte
en llamaradas de petate, ganas y desapareces “o te quedas como la remembranza
del te acuerdas de fulanito”. Así que hay un mayor compromiso de lo que
escribe, estar constante en escribir, publicando, crear disciplina sobre
horarios de lectura, escritura, tallereo, y a veces lo que uno menos tiene es
tiempo, más porque este es un país que no te permite ser escritor, de repente
le busca la papa por otro lado”.
Pero hablando del cuento ganador “Descanse en paz”, Alan nos comenta de qué
trata “nace de una anécdota, el escritor recrea las experiencias, trata del
conflicto emocional que tiene una mujer, al recibir un invitado no deseado a
casa, el cual le platica cosas, que pasaron en su casa y ella no sabía, todo
este mundo de confesiones le impactan a la protagonista, es un conflicto
emocional de la protagonista”.
Para escribir Alan se imagina que está contando el cuento, así lo desarrolla
“así salen los textos, tengo varios, no sé cuál es mejor, por eso creo que la
narración ha sido fundamental para mi escritura, las cosas que rodean al
personaje, me enfocado más en cómo se expresaría el personaje y cómo el lector
recibe ese mensaje”.
En los últimos años los jóvenes han venido ganando concursos, regionales,
nacionales e incluso internacionales, como en el caso de Alejandro von Düben,
se le preguntó a Alana Arenas cómo percibe este movimiento cultural que se da
principalmente en Zapotlán “creo que necesitamos ver la literatura con menos
soberbia, verlo de forma más lúdica, creo que muchos escritores deberían
trabajar por ahí, las nuevas generaciones vienen muy bien trabajados, traen
buenas tablas, mucha experiencia de
lectura, pero no se han puesto a ver sobre las necesidades, sobre el mundo que
nos rodea, el escritor debe ser un poco revolucionario, el escritor también
debe crear un punto de revolución en tratar de cambiar el pensamiento a la
gente”.
Aunque como editor, también le gustaría que confiarán más en esas pequeñas
editoriales, como confían en las editoriales grandes, las cuales no llegarán,
“deben bajarle un poco a la soberbia”.
Por lo pronto Alan Arenas disfruta de este, su momento literario,
compartiéndolo con sus más cercanos.
En concurso de cuento de San Gabriel, dejó un segundo y tercer lugar, recayendo
en. Carlos Adolfo Preciado Ortiz, con el cuento “Una bolsa de dinero” e Itzel
Belén Magaña con “Almas resonantes”.
LES DEJAMOS EL CUENTO GANADOR:
Descanse
en paz
Valeria
dejó de soñar despierta al escuchar los toquidos en la puerta de la entrada. Fue
como un golpe en la frente que la hizo despertar. Dejó de lavar los trastes. El
sonido arrítmico hacía eco en el pasillo de la casa. Le molestó bastante que le
interrumpieran sus pensamientos; que le rompieran su rutina, su paz.
Ella estaba acostumbrada a llevar
una vida clara y sencilla, casi como el ritual de Sisifo, interminable y
repetitivo. Sin mucho razonamiento fuera de sus propias actividades diarias. En
sí, Valeria no anhelaba otra cosa. Para ella, su forma de vida era perfecta.
Dejó el vaso enjabonado sobre la
repisa de la cocina. Se secó las manos y fue para ver quién le interrumpía en
sus tareas. Un viento caliente entró a la casa al abrir la puerta. El pueblo
estaba silencioso, más de lo normal. El calor de primavera se empezaba a
sentir. Valeria encontró, frente a la puerta, un señor, con piel de madera,
cabeza canosa cubierta por un sobrero sucio y desparpajado. Estaba en silencio,
apoyado con sus dos manos en un bastón de otate.
Valeria se asomó a la calle, parada
desde la orilla de la puerta, volteó ambos lados y no había nadie en la calle,
sólo el anciano, que debido a su joroba le costaba trabajo levantar la vista y
mirarla a los ojos. Él permanecía sereno frente a ella. Valeria sólo le saludo
sin saber qué más decir. Miró nuevamente al señor, quien contestó con su voz ronca,
temblorosa. Las palabras salían de su boca reseca, tan seca como la
contestación al saludo.
A ella no pudo escucharlo. El tono
de voz del señor aunado a que rumiaba las palabras hacían que Valeria se
tuviera que agachar y poner toda la atención para oírlo. Debido a esta
situación le ofreció un vaso con agua. Sin pensarlo dos veces la visita aceptó.
Dio un paso dentro de la casa sin desenfado, Valeria se hizo un lado
sorprendida de la entrada abrupta del anciano. Al dar el primer el paso en la
casa dijo su nombre “Juvencio, pero dígame Juve o Don Juve; como se le haga más
fácil”. Caminó directo a la sala, sin necesidad de que Valeria le dijera dónde
estaba. Al llegar tomó asiento en el sofá individual. Y esperó su anfitriona
que se quedó pasmada en la puerta de la entrada. Cuestionándose: “¿En qué
momento lo invitó a entrar?”.
A paso lento ella cruzó el angosto
pasillo. Llegó a la cocina y le dio un vaso con agua de guayaba. Por cortesía
le platicó que ellos tenían un árbol de dónde sacaba los frutos con los cuales
hacían el agua. El señor escuchó atento, en cuanto terminó la explicación él rechazo
de manera inmediata el agua de guayaba. A cambio solicitó agua simple. A ella
le sorprendió esta reacción, sin embargo se la sirvió de inmediato. Antes de
empezar hablar Juvencio bebió un trago mientras miraba a su alrededor. Ella
sólo lo observaba, sin entender qué hacía un señor, que ella no conocía,
interrumpiendo su día, incluso recapacitó, cómo un extraño estuviera sentado en
su sala sin que ella lo hubiera invitado.
Aquí
viví hace años — el anciano rompió el silencio. Bebió otro trago y dejó el vaso sobre una pequeña mesa que estaba
a un lado del sofá. — Mis hermanos y yo
aquí crecimos, y después cuando mis padres murieron mis hermanos se fueron del
pueblo. Yo me quedé y aquí viví con mi esposa y mi única hija…le rentaba la
casa a la familia Flores, eran dueños de muchas tierras de cañas.
Si los
conocemos. A ellos les compramos la casa — interrumpió Valeria mientras tomaba
asiento frente a Juvencio sin dejarlo de
mirar — son buenos amigos de mi
familia
Raúl Flores también era muy buen amigo de la
familia, en especial de mi esposa — continuó. Tomó nuevamente el vaso, y de un
trago se bebió el agua que restaba en él. Se quedó un rato en silencio mirando
el techo. — Han cambiado mucho la casa.
Ella
miró su casa como si fuera la primera vez que lo hacía, incluso, notó detalles
del techo que nunca le había prestado atención.
Hemos
hecho algunos cambios, en especial en los cuartos y el patio trasero, sobre todo
allá. Hicimos un jardín hermoso. Nos costó mucho trabajo. —decía orgullosa la
frase mientras que Juvencio miraba al fondo del pasillo.
¿Me
permitiría verlo?
Valeria
se levantó del sillón y con un ademan le marcó el camino, el cual fue ignorado
por Juvencio. Él avanzó delante de ella mientras miraba atentamente los muros
de la casa. Al llegar al inicio del patio vio los jardines recién regados. Pero
lo que le llamó la atención, en medio de este patio, sobresalía el árbol de
guayabas, coronando el centro y reclamando su presencia, de copa extendida y
frondosa, el cual daba unos frutos con centro rosado y con un sabor bastante
dulce. Las guayabas llegaban a ser tan grandes, que algunas cubrían por
completo la palma de la mano de Valeria. A ella le encantaban. En cuanto tenía
oportunidad cortaba algunas para preparar aguas frescas para la comida o
simplemente para comerlas mientras hacia sus actividades. Juvencio miró el
árbol dio un gran suspiro y susurró: “Ahí está”, y se mantuvo contemplándolo. Ella
no entendió a qué se refería.
Sin que le pidiera explicaciones, y matar el
silencio incomodo, Valeria le explicó las modificaciones que le habían
realizado al patio trasero, y también lo difícil que fue para la familia
decidir que si se cortaba el árbol o no; pero en cuanto vieron el tamaño y el
sabor de sus frutos no dudaron en dejarlo.
Él la
miró, se mantuvo en silencio; en realidad no la escuchó. La pequeña anécdota
pasó inadvertida, él se había perdido en sus pensamientos mientras miraba el
árbol que se mecía a la voluntad del viento al abrazar sus ramas. .
—Raúl
nos visitaba muy seguido. — interrumpió el trance la voz carrasposa del viejo —
En sí él era mi patrón. Había veces que me tocaba estar en la zafra y al
finalizar, cuando llegaba a casa, él estaba platicando con mi mujer… ¿Sabe?
Nunca le dije nada, era mi patrón tenía que mantener mi trabajo; nunca le dije
nada a nadie, pero me molestaba que estuviera ahí mientras yo trabajaba.
Valeria
lo miraba escéptica del porqué estaba ahí, cuál era la razón de su plática, de
su vista. Se preguntaba constantemente en qué momento decidió dejar entrar a un
extraño a su hogar. No se sentía cómoda. Aunque escuchaba atenta, también
pensaba cómo sacar a esa persona que había allanado su hogar, su refugio.
Así
trascurrió el tiempo y empezaron las habladurías; sobre todo en el trabajo,
usted sabe, “pueblo chico, infierno grande”. En el trabajo los peones me decían
“A ti te dejan la chamba más ligera porque tu mujer ya hizo la ruda”, siempre
fueron rumores… en realidad sólo uno me lo dijo en la cara. Así que agarré el
azadón y le di con él. No fue a trabajar por una semana.
Valeria
se quedó atónita, mirando el rostro serio del anciano que no daba ningún hálito
de expresividad y su mirada la mantenía clavada en el centro del patio mientras
le platicaba. Un huracán de ideas golpeaba dentro su cabeza. La confundían y
esto provocaba que estuviera pasmada mientras escuchaba al viejo. El miedo la anclaba
al piso.
— Sé
que continuaron hablando de mí a mis espaldas — siguió el anciano — así que fui
con mi mujer. Ella lavaba los trastes mientras le decía que le prohibía que
dejara entrar a Raúl. Que ya estaba
harto de los chismes. Ella se rió cuando le dije esto. Me calentó la sangre que
ella se burlara de mí y le di una bofetada.
No me contuve. Le cambió la mirada, me miró con odio. Tomó un cuchillo y
se me vino encima. Me alcanzó a dar, mire señorita— levantó su camisa y le
mostró una cicatriz que estaba a un costado de sus costillas. Ella miró en
silencio el cuerpo escuálido de Juvencio. Se seguía cuestionando el por qué lo
había dejado entrar. No podía razonar de manera prudente, estaba su mente
nublada por todo lo que estaba sucediendo, a su vez, tratar de responderse las
distintas preguntas que galopaban al mismo tiempo que se fusionaban con un
tenue barullo ideas. Entre ellas el por qué tenía que escuchar esa plática. Sus
manos sudaban y un hormigueo reptaba desde la planta de los pies. Por primera
vez en su vida sus sentimientos estaban opacados, incluso sentía vergüenza con
ella misma al no tener el valor de sacar de su casa, de su refugio a esa visita
incomoda.
La
verdad me emperré y me defendí. Era brava. Gritaba con todas sus fuerzas, pero
todos estaban en sus labores así que nadie escuchaba. Era de mañana y estábamos
solos. En cuanto pude le di un buen golpe en la cara, se fue de espaldas, cayó como
saco sobre el piso, se dio en la pura nuca… Hubiera visto. La cabeza, le reboto tan fuerte que le salió
sangre por los oídos. — El viento caliente les acariciaba la cara, el silencio
envolvió el ambiente. Juvencio no dejaba de mirar el guayabo. Valeria no dejaba
de ver a Juvencio, su semblante pasivo, incluso relajado. Parecía que no se
daba cuenta de lo que decía, que había sido hipnotizada. Valeria nunca había tenido
la sensación de no poder decir nada, de la frustración de no encontrar las
palabras precisas para callar a alguien. Ahora se culpaba y pensaba: “maldita la
hora en que se me ocurrió abrir”.
Ella nunca
pudo decir ni una palabra. Un grito se le atoró en su garganta, como si una
mano le sujetara el cuello y no le permitía respirar. Imágenes, palabras,
gritos, quejas revoloteaban en su cabeza, no sabía qué hacer con tantos
sentimientos cruzados.
La fui
a revisar — Juvencio continuo — le hablé y no respondía, pensé que se había
desmayado. Pasó un rato y nada. Seguía igual, tirada en el suelo y no
respiraba. Fue cuando me di cuenta que la había matado… ¡La maté!, ¡la mate!...
Es la primera vez que lo digo desde que sucedió y usted la primera que lo sabe.
— respiró profundo y suspiró tan largo como sus silencios. Juvencio descargaba
sus penas donde iniciaron. Valeria soltó una lágrima, le temblaba las manos,
cerró los puños como si sujetara las palabras que no podía pronunciar. Como si
quisiera tomarlo de su cuello y sacar al anciano de su casa. Que se callara de
una vez por todas, no quería escuchar más.
No
sabía qué hacer, así que hice un hoyo en el patio…Y lo tapé. Para disimular el
movimiento de la tierra sembré ese guayabo — señalaba el árbol mientras le
temblaba la mano y se apoyaba sobre la vara de otate. — ¡Creció hermoso! —
agregó.
Valeria sintió cólicos aunado a una ganas de vomitar. Cada palabra
que decía el viejo cavaba la paz de Valeria. Ella no quería estar en su hogar, quería
salir corriendo y perderse en el silencio del pueblo.
Lo
demás fue fácil. — continuó la voz recortada del anciano — Le dije a mi hija
que su mamá nos abandonó y a los pocos meses nos fuimos del pueblo… Hace más de
40 años que no había vuelto. Por fin
puedo descansar…La dejo en paz para que descanse señorita, gracias — dio la
vuelta para darle la espalda al patio
camino a la salida, dejando a Valeria clavada en el piso sin decir ninguna
palabra. Juvencio avanzó con la ayuda de su bastón de otate, a mitad del
pasillo volteó y miró al guayabo frondoso y sus grandes frutas colgando, soltó
un suspiro y Valeria alcanzó a escuchar — No ha cambiado mucho, ella sigue ahí.
El
anciano abrió la puerta y miró a Valeria que se quedó en el arco de la entrada
del patio. Soltó un suspiro el cual fue
acompañado por una ventisca y se perdió en el haz de luz al abrir la puerta. Valeria
se quedó callada, envuelta en el silencio del patio, entre el ruido de sus
pensamientos viendo la danza del árbol con el viento que dejaban caer las
guayabas sobre el piso.
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