Mis amigos son unos sinvergüenzas
que palpan a las damas el trasero,
que hacen en los lavabos agujeros
y les echan a patadas de las
fiestas.
Joan Manuel
Serrat
En ese
año prodigioso de mil novecientos ochenta y cuatro leí, por vez primera, a
César Vallejo; escuché a Silvio Rodríguez (en casa de mi amigo Martín Rolón —en
discos de acetato que ahora ya son difíciles de encontrar—); apoyé (junto con
mis amigos y desde lejos) la causa que había llevado a la liberación de
Nicaragua, y roto el yugo de la tiranía somocista, es decir el triunfo de la
Revolución Popular Sandinista, y, por consecuencia, descubrí la poesía rebelde
y revolucionaria de Ernesto Cardenal.
Mi
persona y pensamiento, en todo caso, se volcaron hacia Latinoamérica y yo,
desde entonces —y a conciencia—, soy un latinoamericanista —con el defecto de que
amo viajar a la casa del enemigo: en descargo digo que la historia y los
movimientos socioculturales de los Estados Unidos mucho tienen que ver con la
vida de esta parte del mundo…
Todo
estaba bien, pero algo faltaba. Y eso, como las buenas cosas, en determinado
momento, llegó. Faltaba la figura, la voz cercana y el cuerpo, es decir: a la
imaginación y la inteligencia debe dársele una corporeidad para que exista de
manera completa y concreta.
De
pronto la voz del foro se llenó con su voz. Y las venas de su cuello, al
momento de levantar el canto, se inflamaron. Eso me llamó mucho la atención y
quizás debí sentir el fluir de su sangre, escuchar el sonido y (también debí)
pensar, o mejor, preguntarme: ¿por qué a los humanos nos gusta cantar? ¿Qué es
lo que nos lleva a levantar la voz hacia el aire, hacia los cielos? ¿Será que
es cierto que la danza y el canto nos llevan hacia lo divino?
Siempre
me ha interesado preguntarme y responderme: bailamos y cantamos porque somos,
por naturaleza, seres religiosos.
Y
que —como a mí en ese instante y esa noche y ese año en el foro de la Casa de
la Cultura de Zapotlán, al escuchar y ver a Carlos Díaz “Caíto” (ya no sé qué
canción)—, el canto nos coloca en el éxtasis religioso: esa emoción suprema
capaz de suspendernos en lo más alto y nos hace (casi) tocar el cielo.
No
puedo recordar cuál fue la que entonó para abrir su recital; lo cierto es que
el argentino realizó el milagro, con su presencia y su voz, de hacer visibles
todos mis pensamientos asumidos en ese tiempo sobre Latinoamérica. El “Che”
Guevara, Fidel Castro, Salvador Allende, Simón Bolívar, Pablo Neruda, Roque
Dalton (por hacer un resumen rápido) de repente encarnaron en “Caíto”; fue él y
su canto y su presencia que me hicieron saber que todo lo que yo imaginaba,
pensaba, sentía, era verdad. Que existían. Que yo existía como latinoamericano.
Carlos
Díaz “Caíto” había llegado a México en mil novecientos setenta y siente para
formar parte del grupo Sanampay, pero luego (casi en el tiempo en el que lo
conocí) se hizo solista. Y desde mil novecientos ochenta y uno viajó por todo
el territorio nacional para participar en festivales. “Caíto, dio voz a
Zitarrosa, Luis Eduardo Aute, Vicente Garrido, Pablo Milanés, Joan Manuel
Serrat, y en ese instante, cuando en su cuello se inflamaban sus venas al
cantar, también rasgaba la lira y se enfrentaba al público de Zapotlán, y le
ofrecía su intensa voz que yo disfruté mucho y aún lo hago en este instante en
el que escribo estas líneas.
Fue,
pues, “Caíto”, el corpus de muchas ilusiones mías en relación a la historia
social y cultural del continente; fue él el culpable que yo creyera aún más en
el pensamiento y siguiera los movimientos sociales; fue él quien —aún hoy—
representa ese anhelo de que el sueño de Bolívar alguna vez se cumplirá.
Puente
y vía. Medio y mensajero. Representación y encarnación de lo que es hasta hoy
en día es un trovador de la llamada Nueva Canción latinoamericana. Porque todo
lo que yo escuche relacionado a ese movimiento, va siempre en directo hacia su
persona, que esa noche bajó del escenario, después de su actuación y convivió
con su audiencia.
Recuerdo
haber intercambiado algunas frases con él. Sin saber de cierto lo que
conversamos aquella noche, me dolió enterarme de su muerte, ocurrida el ocho de
noviembre de dos mil cuatro, luego de un padecimiento de cáncer pulmonar.
Carlos
Díaz “Caíto”, había nacido en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires, en mil
novecientos cuarenta y cinco. Con apenas cincuenta y nueve años, en la Ciudad
de México, hizo una pausa y dejó de cantar para un específico público.
Ahora
canta para ser escuchado por todos, quizás por una eternidad.
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