A mediados
de los años ochenta, cuando yo cursaba algún semestre del bachillerato en la
escuela que se ubicó por varios años en la calle de Humboldt, frente al templo
del Sagrado Corazón y al estribor del Gimnasio Benito Juárez, entró como
profesor de la materia de Lectura y redacción un vale muy joven, un güero de
rancho muy buena onda. En ese momento, según nos explicó ya frente al grupo,
era aún estudiante en la Normal. Como tenía intereses literarios como yo, y
sabía algunas cosas que yo quería aprender, entonces hicimos clic y nos
embarcamos en una amistad que todavía dura.
Con
algunos años más que yo (pero no muchos), este joven profesor logró que mi floreciente
vocación tuviera un rumbo; y yo encontré en él a un mentor y, sobre todo, un
cómplice. Que es en realidad lo que a uno le falta cuando comienza en el camino
de la literatura.
Fue entonces
que, con Pedro Mariscal, una noche me escapé de los deberes escolares y nos
dirigimos hacia la calle de Victoria hasta llegar a la Casa de la Cultura. Y
entramos. Esa noche, se había anunciado, daría una lectura el poeta ecuatoriano
Fernando Nieto Cadena, quien formaba parte de ese movimiento nacional artístico
que mantuvo por varios años el ISSSTE/Cultura, el único que en realidad se ha consumado
en México con esa magnitud y alcance. Muchos artistas viajaban por todo el
territorio nacional y paraban en las ciudades más importantes de provincia; fue
gracias a ese programa que muchos pudimos estar cerca de escritores, cantantes,
actores y gente ligada a las artes de orden nacional e internacional.
La
primera vez que asistí a un evento de ese tipo fue precisamente cuando llegó a
Zapotlán el bardo ecuatoriano. El aforo estuvo repleto de estudiantes y
lectores de poesía. Fernando Nieto Cadena nos ofreció sus poemas y, al menos
yo, me sentí maravillado. Nunca había ido a escuchar a un bardo reconocido y, tampoco,
había escuchado a alguien con un distinto tono y actitud a la de los poetas del
mi pueblo. Me encantó, además, que no se parecía para nada su obra a los poetas
que había leído, ni su actitud ante la realidad. Es verdad, yo no había pasado
de las lecturas de Amado Nervo, Antonio Plaza, Manuel Acuña, Enrique González
Martínez, Manuel Machado, Octavio Paz, Ramón López Velarde, Miguel Hernández,
Federico García Lorca, César Vallejo, y muchos etcéteras. Todos de excelente
factura, es claro, pero ninguno con la
realidad inmediata en la punta del lápiz, que fue lo que me llamó la
atención.
Fernando
Nieto Cadena había nacido en Guayaquil, en 1947. En la Universidad Católica de
Quito había estudiado, al alimón, letras y psicología, lo cual me alucinó. Al
siguiente año la (extinta) editorial Joan Boldó i Climent le publicó Somos asunto de muchísimas personas (1985),
de donde habían brotado los versos que ante nosotros leyó.
A
mí me pareció muy fresco; con el tiempo y con una experiencia mayor, supe que
no lo era tanto. Venía de cierta poesía rebelde e irreverente, muy cercana (entre
otros) a la de Efraín Huerta, que aún no había tenido la fortuna de leer, y,
quizás por esa razón, me sorprendió sobremanera. Más tarde pude localizar sus
obras en las librerías de Guadalajara y, conforme la consumía la comparaba con otras:
la de Fernando Nieto Cadena ya no me asombró, sino que me pareció —pese a su
ritmo singular— de bajo voltaje: no obstante sus versos
Putita
mía,
mi mal
pagá
me
dieron —en un tiempo de juventud— el ritmo y la temática para yo escribir
algunos “poemas” que a la larga perdí y olvidé. Cierto, en su momento me
ofrecieron otra forma de mirar el mundo y una visión distinta sobre la poesía
no vista por mi juventud e inexperiencia como lector.
Recuerdo
haber conversado con el poeta. Y como ni Pedro ni yo teníamos solvencia
económica esa noche, nos apenó que fuera nuestra charla en los portales, justo
en las puertas del Hotel Zapotlán donde se hospedaba, y no en un café, y se lo
hicimos saber.
Platicamos
sobre su poesía; de política; de marxismo; de todo… y él, que tenía una amena
forma de conversar —y sabía escuchar—, nos otorgó un deleite que aún agradezco.
Disentimos en tópicos. Como su impresión de que el marxismo y la izquierda
estuvieran tan arraigados entre los estudiantes que habían asistido a su
lectura. Yo le dije que “ese pensamiento poco a poco iría disminuyendo, porque
era de moda debido a que en la prepa les adoctrinaban, pero que conforme la
realidad los distrajera con el trabajo cotidiano, serían tan priistas como
todos en este país”. Se me quedó mirando y sonrió. Ya no dijo más. Fue ese
silencio que provocó nuestra despedida y no supe de él sino hasta el año dos
mil catorce, cuando el Facebook había democratizado las relaciones humanas y
uno podía encontrar a todo mundo en las redes. Le pedí contacto y me aceptó.
Entonces vivía en Villahermosa, en Tabasco, y una o dos veces charlamos. Le
recordé nuestro encuentro y le hablé sobre la influencia que había logrado en
mí en aquel tiempo, pero no dijo mucho. Me pidió que mejor le escribiera a su
correo, sin embargo, nunca lo hice.
Supe,
al tiempo, que estaba enfermo. Que tuvo varias recaídas. Que su vida estaba en
riesgo constante. Y una mañana me enteré que había muerto, en definitiva.
El
ocho de marzo de dos mil diecisiete, después de muchos años de radicar en
nuestro país (había llegado en mil novecientos setenta y ocho), la voz escuchada
en Zapotlán —y que me había encendido la imaginación— quedó en silencio.
Dejamos,
en todo caso, una conversación pendiente…
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