I
La luna y los vientos
Me
asomé por la ventana y entonces vi, en lo alto del firmamento, un pedazo de
luna. Los fuertes vientos de la tarde habían limpiado el cielo. Y en ese
instante lo vi abrigado de azul, limpio de nubes y con una luz ya mortecina en
el ocaso. Unas radiantes nubes, como de oro, se vislumbraban en lo que para mí
—a la altura del piso de la casa— es el horizonte. Los aires habían corrido
toda la tarde hasta alcanzar, en ciertos momentos, una velocidad de sesenta
kilómetros. Su fuerza, en algunos espacios de la ciudad había derribado
árboles, y levantado el polvo que ahora ya no era visible.
Durante
mucho tiempo, el hombre —el ser humano— ha elevado sus ojos hacia la bóveda
celeste, deslumbrado por la luz de luna y por las estrellas. Pero esta noche
que nombro no tenía estrellas, si acaso apenas se comenzaba a dibujar un fulgor
pequeño que aparentaba ser un lucero.
Sin
embargo, a esa hora, estaba limpio de estrellas y la uña celeste brillaba. Esa
luz me ha arrobado desde siempre: me recuerdo de niño observando su luz en el
oscuro cielo. Solo como estaba en ese momento, era yo una sombra en la
solitaria calle de polvo. A lo lejos, recuerdo, unos ladridos de un can (no el de
los altos cielos, sino terrestre y oculto no sabría decir dónde). Pero estaba
allí, traído por los vientos desde lejos. Aire tibio en mi memoria, ofrecía una
sensación extraña al paisaje. Las copas de los árboles apenas se mecían y
nadie, excepto yo, habitaba el mundo. De hecho, esa certidumbre de estar solo
en el mundo es la que me produce mirar hacia lo alto y ver la luna.
He
escrito, a lo largo del tiempo, ya muchos poemas en los que el objeto esencial
del poema es el astro que alumbra la Vía Láctea, la que veo, la que vi, la que
siempre he mirado.
Una
madrugada me desperté, tocado por la luz. Salí entonces al exterior y vi:
Ah, charco de luz
en el patio,
luna líquida. Cielo en brumas.
Amanezco en medio de la nada, de la nada.
Voz distraída, húmeda y lánguida voz,
ven, cae en mí. Trae contigo los sueños, no
el sueño.
Se esparce el cuerpo de Dios.
Ah, luna líquida y fría, ven.
Trae contigo el diamante: la iluminación para hacer
el poema. (El poema:
la mano
de Dios protegiéndonos;
la luz
dormitando
en el patio...) Ven, hazme sentir
que estoy despierto.
Arrópame, y después deja que muera.
II
Las
lunas del jardín y el bosque
Me
asomé, otra noche distante, por la ventana. En el alto del cielo estaba el
astro como una confirmación. Canté una alabanza como si fuera yo miembro de una
secta que adorara su luz.
En el jardín prisionero
de luz de luna callada,
altísima luz alada.
Por la ventana la vi:
lunita luna lunera:
entre la lima, escondida,
una muy luz encendida.
Por la ventana la vi.
Recordé,
luego, que hacía mucho había escrito unos versos con el mismo paisaje que veía.
Como si el tiempo hubiera retrocedido, de mis labios floreció un haikú:
Sale la luna,
la sombra de los pinos
ya es sólo una.
III
La luna y el amor
La
luna que mira
—¿Y la luna que la Amada pintó cuando niña, ya se
perdió?
Está en
el cielo: su oscuro círculo y su uña de luz. Se encuentran los ojos de la Amada
mirándola ahora mismo. Formándola ahora mismo como hace tiempo: sus ojos niños
sacándola del cielo para llevarla al libro, aquel en que la dibujó por vez
primera y brilla intensa como en ese instante: cuando la Amada la miró en el
pueblo de dulce nombre, igual a sus labios tiernos.
La
luna es un péndulo
La luna entre los árboles. La luna entre los altos
edificios.
Mi
pensamiento está en ti. Mi pensamiento está contigo. Mi cuerpo tiene ahora el
oficio del recuerdo de los actos vividos, vividos y sentidos. Nunca tu cuerpo
estuvo más vivo. Mi cuerpo más vivo.
En la
recámara persistes: hace un momento escuché que decías mi nombre. Hace un
instante escuché tu jadear. Tu voz decía mi nombre y el bosque de tu cuerpo
estuvo un instante en mi cuerpo. Miré: la luna es un péndulo: la distancia crea
sus ilusiones, de la ventana llega el lamento de tu voz. Aquí mi cuerpo y mi
voz están presentes. Miro de nuevo el cielo: la luna ha desaparecido y tu
presencia es más clara: nunca estuve más en ti, nunca mi cuerpo estuvo más
vivo.
Aquí
estás para siempre.
Señora
luz de luna
Así te vas, Señora luz luna, dejando una estela
blanca de dolor. Así te vas: ¿es mejor huir que vivir entre la nada del
silencio? ¿O es tu silencio el lenguaje que debo entender? ¿O es tu blanca luz
entre los árboles un secreto que no se debe explicar? ¿O es tu estela-luz las
significancias del misterio? Así me dejas: en medio de una nada toda extensión
de luz. Con la voz entristecida y los ojos blandos, ansiosos de ti. Toda
oscuridad es la ausencia. Oscuridad que resplandece ante los astros que, en el
cielo, ahora mismo, me dicen algo que no acabo de entender...
Silencio.
Toda luz es silencio.
IV
La luna en la ciudad
Cae la noche y el hombre
se pone su camisa azul; cae la noche, los animales vienen a rumiar su día en la
más tibia alcoba. El hombre bosteza, deja en el vaho el frío que crea su más
largo existir; el hombre pergeña su mínima historia en el sueño. La historia
del hombre y su camisa es del más lejano tiempo. No lo sabe el hombre, pero en
ella configura la existencia de todos los hombres. En casas, en cuartos de
hotel, o en el más separado llano, está su igual: escribe poemas, mata cuando
la noche es el páramo más triste y solo, ama a su mujer o a su semejante.
El hombre
sueña su futuro; se mira alzarse de la cama donde un dios vigila; se viste y
sale al desamparo. Una ciudad es su mapa más triste: Ciudad Desamparo —así hay
que llamarla—, es un lugar donde el sol es un ser que quema y en su arder arde
él mismo; todos los días un sol distinto; todas las noches (aquí las noches son
tan largas que el tiempo es apenas una insinuación), la luna es un ojo que
vigila.
El hombre
se abotona la camisa azul, tiende sus sueños en el más solo de los mundos; se
yergue y piensa ¿piensa?
El hombre
se acuesta sobre la tierra y oye (se oye): Soy
el hombre que camina y viste una camisa azul.
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