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El universo de la casa
El cronista que numera los
acontecimientos sin distinguir entre los pequeños y los grandes tiene en cuenta
la verdad de que nada de lo que se ha verificado está perdido para la historia.
Walter Benjamin
Veíamos
la televisión en la recámara, cuando de pronto Deana levantó la vista y apuntó
con su índice hacia un pequeñísimo punto en el alto cielo de la casa. Como su
indicación era certera, no batallé en verlo y, atendiendo a sus palabras, me
subí a la silla frente a su mesa de trabajo donde confecciona sus joyas de
ámbar, para intentar descubrir si era en realidad una arañita que dormitaba
como lo imaginé en un principio.
La
noche había entrado a la casa por la ventana, y los rumores del bosque también,
pese a que habíamos cerrado el batiente que permite que el viento se estacione en
la recámara.
Subí,
entonces, a la silla para alcanzar el techo. Sostuve el equilibro y alargué el
brazo. Viajó a través de la noche de la casa. Intenté aplastar a la “arañita”,
pero no era tal. Y como mi equilibro no era bueno, lo que ocurrió fue que lo
hice volar: fue entonces que se posó en mi mano y, de ese modo, supe que era
una catarina.
De
acuerdo con la leyenda, “si una catarina (o mariquita) aterriza sobre una persona anuncia que le va a traer buena fortuna y si
la persona fuese alguien que padece una enfermedad, es un buen augurio que
significa que pronto sanará...”. Y ella, en ese instante, caminaba en mi mano.
Luego mi mujer me dijo que la llevara afuera de la casa para que volviera al
bosque. Caminé por el angosto pasillo y salí. La miré por última vez y la hice
volar. Ascendió. La vi ir hacia el cielo donde las estrellas brillaban con gran
intensidad.
Vino
a mi mente un recuerdo.
En los primeros minutos del primero
de mayo de mil novecientos noventa y cuatro, yo me fui a descansar en la
camioneta de mi hermana Tita, quien se quedó en el cuarto donde mi padre se
debatía entre la vida y la muerte en el Hospital Regional de Zapotlán. Sin
poder conciliar el sueño (y como me había acomodado en la parte trasera del
vehículo) de pronto miré en el alto cielo cruzar una estrella fugaz. De
inmediato mi corazón aceleró su ritmo y supe —y me dije—: “Mi padre ha muerto”.
Me
incorporé y salí. Ya en la puerta mis hermanas Tere y Tita salían a confirmarme
lo que ya sabía. Quise ver por última vez a mi padre, pero la gente del
hospital me negó esa posibilidad. Me quedé, entonces, con esa chisporroteante
luz en el cielo como el último recuerdo de mi padre. A los pocos días escribí
(casi en un estado de sonámbulo) unos poemas en su memoria.
Entré
de nuevo a la casa y su universo, antes visto y revisto, tenía otras formas y
otros preceptos. La gota de agua que constante cae del grifo del baño sonaba más
fuerte de lo acostumbrado, parecía, en todo caso, que la trayectoria hacia el
vacío y, luego, al estrellarse en el piso era más audible. Y su constancia más
firme. De hecho, todos los sonidos de la casa se habían volcado y su ritmo era
distinto, quizás se acondicionaron al ritmo de mi corazón, que en ese instante
se había acelerado. Todo tenía ese nuevo temblor, y cada objeto ubicado en la
casa, se había desordenado al punto de modificar la arquitectura y el diseño
que antes tuvo. En un momento todo había cambiado. Cada cosa. Todo espacio.
Incluso el viento que entraba por las ventanas de la sala hacía un susurro
diferente. Me paralizó la muda del lugar. La casa no era la casa, sino que era
parte del universo o, tal vez, era un nuevo y mínimo universo recién creado y
que veía por vez primera. El plas-plas de la gota del grifo de la regadera y su
trayectoria al abismarse se volvió más evidente, y las luces que antes fueron
artificiales parecían distintas, como si el cielo del bosque hubiera entrado y
ahora estuviera dentro de la casa. Cada sonido: la madera de los muebles que
crujen, los tintines de las campanas tubulares, las plantas, el vuelo de ese
insecto que merodeaba las frutas, el arranque del motor del refrigerador, el
movimiento de las cortinas y de la ropa tendida en el patio interior. Me detuve
un momento. Miré el espejo de cuerpo entero que está junto a la mesa del
comedor: estaba allí la noche estrellada y la estrella fugaz de aquella noche
en la que había muerto mi padre. Y un vértigo me hizo trastabillar al dar un
paso hacia el estrecho pasillo. Como pude entré en él y fue como cruzar a
través de una máquina del tiempo, porque hacia el final, cuando mis pasos se
hicieron más firmes, entré a la habitación. Allí estaba mi mujer. Y las aspas
del ventilador. Y los libros y todos los objetos en su espacio. Pero no la catarina
que antes dormía en el techo. La mínima sombra que antes se plasmaba allí, ya
había desaparecido. Fui a la cama y me desplomé, a mi memoria vino un poema
antiguo, que había escrito hace veinticinco años, sobre una de las últimas
visiones de mi padre vivo.
Es un fantasma el que come a mi
lado. Es un hombre sin esperanza, a punto de morir. En el plato y la olla,
navega un pescado con el cuerpo destruido. En la mesa, el salero es una
diminuta constelación: las estrellas lanzan sus tímidas luces. Si la sal se
desparramara ahora, sería como si la noche enviara sus astros. Y esos astros
nos cegarían.
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