lunes, 18 de febrero de 2019

Víctor Manuel Pazarín. Vivir en viaje es vivir en el asombro






Víctor Rivera


La línea inicial que se encuentra en el libro La vuelta a la aldea, define la vida de Víctor Manuel Pazarín: “A lo largo de treinta y cinco años he buscado las formas de la escritura”, son sus caminos, sus experiencias. Y en cierta forma, el libro publicado por Keli Ediciones en 2018, es una parte de sus andanzas, de sus experimentos literarios y de su mundo.



Evoco la primera ocasión que vi a Pazarín; fue en una junta editorial del suplemento o2 Cultura de La gaceta de la Universidad de Guadalajara. Lo vi sentado en una silla, como si estuviese montado en un potro, en la esquina de la oficina. Portaba un sombrerillo tipo fedora y con dos dedos alzados al viento, dibujaba ondas descendentes en el espacio, explicando cómo las moscas caían batidas por el calor en el infierno veraniego de Sonora.

También lo recuerdo esperando el tiempo. De vez en vez se detiene a los ritmos fugases de la vida para ser un testigo que mira personajes que nadie ve o que descubre las centellas en los cielos que como fruto encuentra los colores del firmamento. De hecho, eso mismo es lo que él concibió como poesía, hace muchos años, cuando el niño Víctor subió a la copa de un árbol y allá arriba, en la noche fresca de Zapotlán el Grande, vio cómo se elevaban por los cielos los cohetones de la feria y explotaban: ahí vio la lírica de Octavio Paz. Allí descubrió a su maestro colindante Juan José Arreola.

Víctor Manuel Pazarín es un escritor errante que deambula de Tonalá a Guadalajara todos los días. Sus anécdotas han dado pie a su labor como poeta, narrador y periodista. A su vez, la libertad de crear y poder colaborar en medios como el Diario El Volcán, en Zapotlán el Grande; el periódico Ocho Columnas, el Diario NTR, y el suplemento o2 Cultura han dado pie a sendos textos que ahora conforman siete libros que hablan de literatura, cine, pintura, historia y crónicas. Seis inéditos y La vuelta a la aldea que es el primero de esta recolección de trabajo periodístico y se compone por diversos ensayos sobre literatura mexicana.

Has tenido la ventaja del espacio, cuando el periodismo y más la sección cultural carecen de él. ¿Es el espacio una condicionante para un buen texto?

Uno puede hacer un excelente ensayo en dos mil quinientos caracteres. Sin embargo, con mayor espacio tienes la oportunidad de que tú coloques información reflexionada y entonces, es verdad que el periodismo limita. Ya la gran época del periodismo terminó. Aunque hay espacios que aún permiten escribir sobre cualquier cosa que desees y yo los aprovecho para abordar mis pasiones: la música, el cine, la literatura, la historia, las crónicas de lo cotidiano.

En diversos escenarios te defines como un aprendiz. ¿Qué le hace falta descubrir en la vida a Víctor Manuel Pazarín?

Uno sigue aprendiendo y estoy aprendiendo a conocerme aún más, todavía no me conozco del todo. Esa es una emoción muy grande para mí porque aún no sé cuál es la magnitud de mi propia escritura. Yo trataré, hasta mi muerte, de ir hasta lo más lejos posible, pero aún no lo sé hasta dónde llegue. Estos textos son parte de mí, me apasionan y aprendo de ellos también porque hay pasión en ellos. Mis pasiones. Si no hay pasión no tiene sentido escribir sobre el tema. Esa es una de las faltas del periodismo actual, que el reportero va, te entrevista, o cubre el tema, pero no indaga. No hay pasión. Pasión es vida. Si no hay pasión no hay nada. Yo no escribo para ganar dinero. El pago es la satisfacción espiritual y que tú te permitas una vida espiritual.

¿A qué te refieres con espiritualidad? 

 A esto no me refiero a lo religioso, sino a tener un mundo. En los espacios para los que se pensaron estos textos fue donde se me permitió mostrar mi mundo en escritura. Lo que más falta en esta vida es que las personas se permitan tener una vida espiritual y también intelectual por eso es el mundo de cada quien. Además, la vida intelectual es sumamente divertida.

***

San Miguel de Allende hace más de treinta años debió haber sido un bello pueblo colonial escondido en Guanajuato. Hoy ese lugar es un punto turístico que se abarrota cada fin de semana y las haciendas y casonas se han convertido en hoteles boutique o restaurantes con ambientes Novo-hispánicos. Su público principal son estadounidenses y europeos que desean conocer el folclor de México. Un día, en una charla, Pazarín me sugirió visitar el destino y caminar hacia el monte, allá donde ahora suben los turibuses para ver la panorámica con la iglesia al centro. “Allí encontrarás los lavaderos de los indios, siguen igual que cuando el virreinato. Descubrirlos es viajar al pasado”, me diría.

Los vi. También vi las pilas donde se abastecía el agua a todos los confines del pueblo. Y las grandes puertas de madera.

No sé qué tanto uno lleva de su vida cargando a cuestas, pero Pazarín lleva ese lugar por doquier. Por eso es uno de los primeros ensayos —o crónica, o anécdota, o diario, o memoria— de La vuelta a la aldea. Cuando leí el texto imaginé a Pazarín cuando era el joven Víctor. Y lo vi en mi mente como un milenial imagina al pasado: en blanco y negro. Era el muchacho ese que he visto en las fotos de Víctor de antaño, el año de mi nacimiento él vagaba por su mundo: delgado, bajo de estatura, ojos de sorpresa, barba de nomo, sin sombrerillo. Lo vi caminar estupefacto. Llegué a pensarlo perdido. Aunque él siempre lo ha estado: se pierde en la cotidianidad para encontrarse. Es un trotamundos de lo ordinario. Allí comenzó su legado, conociendo a Daniel Sada. Viviendo con él un par de semanas y siendo testigo de la génesis de su obra.

Le pregunté por aquella anécdota. Me respondió que él ha tenido muchos maestros: “Unos me conocen otros no, son maestros a la distancia. Por ejemplo, Arreola fue mi maestro en vida y en obra, lo conocí, él conoció a mi familia y fue determinante en la construcción de mi obra. Mi vida con Arreola es desde que yo era niño, con Amado Nervo es desde que yo era un adolescente. Todos los poetas de México para mí fueron fundamentales; Octavio Paz, por ejemplo, fue mi maestro a la distancia; lo fue Amado Nervo de quien conservo unos ejemplares que encontré en mi pueblo, de su obra. Sada también fue mi maestro y como me apasionaba su obra y su amistad, tuve que conocerlo de cerca y a la distancia.”.

¿Con qué te quedas de ese pasaje?

Con el viaje. Para mí la literatura es un viaje. Para mí todo es un viaje. La amistad, el amor, levantarme todos los días, el llegar a Tonalá y descubrir que amo ese pueblo a pesar de muchas cosas. Yo viajo constantemente, no puedo pensar en las cosas si no me concibo viajando. Entonces La vuelta a la aldea es un viaje. Para conocer a Sada tuve que estar cerca y luego alejarme. Cuando uno está muy cerca de las cosas, pierde perspectiva. Al escribir de algo uno debe estar cerca y luego alejarse para ver los alcances. La última vez que entrevisté a Daniel Sada fue poco antes de su muerte, fue un texto para o2 Cultura

Percibo en el libro, entrelíneas, que es como un regreso…

Es regresar también a los orígenes porque en este libro se habla de los autores de provincia o los pueblerinos. Es de algún modo volver: el eterno retorno. Es ir al pasado, como el buzo viaja al fondo del mar, para rescatar una perla. Siempre es la búsqueda del pasado, pero sin nostalgiarlo.

Y más porque hay una visión distinta de una persona que nació en otra parte y llega a la ciudad. Por eso es el ir y venir. Es la visión de quien sale del pueblo y en este primer libro hay autores que se resistían a las grandes metrópolis. Quien nació en la ciudad no vive ese asombro —cuando me comenta esto baja el rostro y mira sobre el arco de los lentes. Le da unos golpes al escritorio que resuenan en la grabadora. Él me mira como maestro al educando y cuando me define el “asombro” yo veo en él al chiquillo trepado en la copa del árbol; lo imagino mirar la lírica de Paz, la Feria de Arreola—. Porque hay un asombro —me dice—. Vivir en viaje es vivir en el asombro. Es permitirse el asombro. Lo que yo hice pagando estas deudas es volverme a asombrar de lo que ya lo había hecho, límpidamente. Yo recojo estos materiales porque me siguen emocionando.

Volver a leer un texto es hacer La vuelta a la aldea.

(Fotografía de Abraham Aréchiga)

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