Víctor
Rivera
La
línea inicial que se encuentra en el libro La
vuelta a la aldea, define la vida de Víctor Manuel Pazarín: “A lo largo de
treinta y cinco años he buscado las formas de la escritura”, son sus caminos,
sus experiencias. Y en cierta forma, el libro publicado por Keli Ediciones en
2018, es una parte de sus andanzas, de sus experimentos literarios y de su
mundo.
Evoco
la primera ocasión que vi a Pazarín; fue en una junta editorial del suplemento o2 Cultura de La gaceta de la Universidad de Guadalajara. Lo vi sentado en una
silla, como si estuviese montado en un potro, en la esquina de la oficina.
Portaba un sombrerillo tipo fedora y con dos dedos alzados al viento, dibujaba
ondas descendentes en el espacio, explicando cómo las moscas caían batidas por
el calor en el infierno veraniego de Sonora.
También
lo recuerdo esperando el tiempo. De vez en vez se detiene a los ritmos fugases
de la vida para ser un testigo que mira personajes que nadie ve o que descubre
las centellas en los cielos que como fruto encuentra los colores del
firmamento. De hecho, eso mismo es lo que él concibió como poesía, hace muchos
años, cuando el niño Víctor subió a la copa de un árbol y allá arriba, en la
noche fresca de Zapotlán el Grande, vio cómo se elevaban por los cielos los
cohetones de la feria y explotaban: ahí vio la lírica de Octavio Paz. Allí
descubrió a su maestro colindante Juan José Arreola.
Víctor
Manuel Pazarín es un escritor errante que deambula de Tonalá a Guadalajara
todos los días. Sus anécdotas han dado pie a su labor como poeta, narrador y
periodista. A su vez, la libertad de crear y poder colaborar en medios como el Diario El Volcán, en Zapotlán el Grande;
el periódico Ocho Columnas, el Diario NTR, y el suplemento o2 Cultura han dado pie a sendos textos
que ahora conforman siete libros que hablan de literatura, cine, pintura,
historia y crónicas. Seis inéditos y La
vuelta a la aldea que es el primero de esta recolección de trabajo
periodístico y se compone por diversos ensayos sobre literatura mexicana.
Has tenido la ventaja del espacio,
cuando el periodismo y más la sección cultural carecen de él. ¿Es el espacio
una condicionante para un buen texto?
Uno puede hacer un excelente ensayo en dos mil quinientos
caracteres. Sin embargo, con mayor espacio tienes la oportunidad de que tú
coloques información reflexionada y entonces, es verdad que el periodismo
limita. Ya la gran época del periodismo terminó. Aunque hay espacios que aún
permiten escribir sobre cualquier cosa que desees y yo los aprovecho para
abordar mis pasiones: la música, el cine, la literatura, la historia, las
crónicas de lo cotidiano.
En
diversos escenarios te defines como un aprendiz. ¿Qué le hace falta descubrir
en la vida a Víctor Manuel Pazarín?
Uno sigue aprendiendo y estoy aprendiendo a conocerme aún
más, todavía no me conozco del todo. Esa es una emoción muy grande para mí
porque aún no sé cuál es la magnitud de mi propia escritura. Yo trataré, hasta
mi muerte, de ir hasta lo más lejos posible, pero aún no lo sé hasta dónde
llegue. Estos textos son parte de mí, me apasionan y aprendo de ellos también
porque hay pasión en ellos. Mis pasiones. Si no hay pasión no tiene sentido
escribir sobre el tema. Esa es una de las faltas del periodismo actual, que el
reportero va, te entrevista, o cubre el tema, pero no indaga. No hay pasión.
Pasión es vida. Si no hay pasión no hay nada. Yo no escribo para ganar dinero.
El pago es la satisfacción espiritual y que tú te permitas una vida espiritual.
¿A qué
te refieres con espiritualidad?
A esto no me
refiero a lo religioso, sino a tener un mundo. En los espacios para los que se
pensaron estos textos fue donde se me permitió mostrar mi mundo en escritura.
Lo que más falta en esta vida es que las personas se permitan tener una vida
espiritual y también intelectual por eso es el mundo de cada quien. Además, la
vida intelectual es sumamente divertida.
***
San Miguel de Allende hace más de treinta años debió
haber sido un bello pueblo colonial escondido en Guanajuato. Hoy ese lugar es
un punto turístico que se abarrota cada fin de semana y las haciendas y casonas
se han convertido en hoteles boutique o restaurantes con ambientes
Novo-hispánicos. Su público principal son estadounidenses y europeos que desean
conocer el folclor de México. Un día, en una charla, Pazarín me sugirió visitar
el destino y caminar hacia el monte, allá donde ahora suben los turibuses para
ver la panorámica con la iglesia al centro. “Allí encontrarás los lavaderos de
los indios, siguen igual que cuando el virreinato. Descubrirlos es viajar al
pasado”, me diría.
Los vi. También vi las pilas
donde se abastecía el agua a todos los confines del pueblo. Y las grandes
puertas de madera.
No sé qué tanto uno lleva de su
vida cargando a cuestas, pero Pazarín lleva ese lugar por doquier. Por eso es
uno de los primeros ensayos —o crónica, o anécdota, o diario, o memoria— de La vuelta a la aldea. Cuando leí el
texto imaginé a Pazarín cuando era el joven Víctor. Y lo vi en mi mente como un
milenial imagina al pasado: en blanco y negro. Era el muchacho ese que he visto
en las fotos de Víctor de antaño, el año de mi nacimiento él vagaba por su
mundo: delgado, bajo de estatura, ojos de sorpresa, barba de nomo, sin
sombrerillo. Lo vi caminar estupefacto. Llegué a pensarlo perdido. Aunque él
siempre lo ha estado: se pierde en la cotidianidad para encontrarse. Es un
trotamundos de lo ordinario. Allí comenzó su legado, conociendo a Daniel Sada.
Viviendo con él un par de semanas y siendo testigo de la génesis de su obra.
Le pregunté por aquella anécdota.
Me respondió que él ha tenido muchos maestros: “Unos me conocen otros no, son
maestros a la distancia. Por ejemplo, Arreola fue mi maestro en vida y en obra,
lo conocí, él conoció a mi familia y fue determinante en la construcción de mi
obra. Mi vida con Arreola es desde que yo era niño, con Amado Nervo es desde
que yo era un adolescente. Todos los poetas de México para mí fueron
fundamentales; Octavio Paz, por ejemplo, fue mi maestro a la distancia; lo fue
Amado Nervo de quien conservo unos ejemplares que encontré en mi pueblo, de su
obra. Sada también fue mi maestro y como me apasionaba su obra y su amistad,
tuve que conocerlo de cerca y a la distancia.”.
¿Con
qué te quedas de ese pasaje?
Con el viaje. Para mí la literatura es un viaje. Para mí
todo es un viaje. La amistad, el amor, levantarme todos los días, el llegar a
Tonalá y descubrir que amo ese pueblo a pesar de muchas cosas. Yo viajo
constantemente, no puedo pensar en las cosas si no me concibo viajando.
Entonces La vuelta a la aldea es un
viaje. Para conocer a Sada tuve que estar cerca y luego alejarme. Cuando uno
está muy cerca de las cosas, pierde perspectiva. Al escribir de algo uno debe
estar cerca y luego alejarse para ver los alcances. La última vez que entrevisté
a Daniel Sada fue poco antes de su muerte, fue un texto para o2 Cultura…
Percibo
en el libro, entrelíneas, que es como un regreso…
Es regresar también a los orígenes porque en este libro
se habla de los autores de provincia o los pueblerinos. Es de algún modo
volver: el eterno retorno. Es ir al pasado, como el buzo viaja al fondo del
mar, para rescatar una perla. Siempre es la búsqueda del pasado, pero sin
nostalgiarlo.
Y más porque hay una visión
distinta de una persona que nació en otra parte y llega a la ciudad. Por eso es
el ir y venir. Es la visión de quien sale del pueblo y en este primer libro hay
autores que se resistían a las grandes metrópolis. Quien nació en la ciudad no
vive ese asombro —cuando me comenta esto baja el rostro y mira sobre el arco de
los lentes. Le da unos golpes al escritorio que resuenan en la grabadora. Él me
mira como maestro al educando y cuando me define el “asombro” yo veo en él al
chiquillo trepado en la copa del árbol; lo imagino mirar la lírica de Paz, la Feria de Arreola—. Porque hay un asombro
—me dice—. Vivir en viaje es vivir en el asombro. Es permitirse el asombro. Lo
que yo hice pagando estas deudas es volverme a asombrar de lo que ya lo había
hecho, límpidamente. Yo recojo estos materiales porque me siguen emocionando.
Volver a leer un texto es hacer La vuelta a la aldea.
(Fotografía de Abraham Aréchiga)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario