Los conjurados
Ricardo Sigala
Sucedió en torno a la mesa del
doctor Vicente Preciado Zacarías, es una noche cualquiera de los últimos 12
años en que me recibe en su casa para compartir el pan y el vino, y en especial
para reconfortarnos de la vida hablando de libros y escritores. Esa noche
aparece, como suele aparecer en su generosa conversación, el tema Antonio
Machado. El maestro Vicente Preciado se remonta a los años sesenta, él estaba
pasando una temporada en Cataluña por razones académicas, e hizo una visita a
Colliure, en los Pirineos franceses. Creo recordar que iba acompañado por el
Dr. Lasala, uno de sus profesores más queridos y con quien intercambió una
nutrida correspondencia.
Me
cuenta, entonces, del camino desde la costa catalana hasta Colliure, me cuenta
que iba imaginando a Machado aquel invierno de 1939, cómo subía a pie, ya
enfermo, acompañado de una buena cantidad de exiliados, hacia las montañas del
sur de Francia. Llovía, hacía frío, y habían debido prescindir de sus
equipajes, Machado había tenido que pasar una noche en un vagón de tren
abandonado. También me habló del Hotel Quintana, tan modesto y discreto, una
finca que bifurcaba una calle, de la habitación que aún resguardaba la cama de
metal en que Antonio Machado había muerto. Vicente Preciado, desde sus recuerdos,
se veía a sí mismo visitando con devoción la tumba del poeta, le llamó la
atención que no tenía una cruz, ni ningún otro símbolo religioso, que estaba
llena de ofrendas, en especial de flores. Dijo haber traído como recuerdo una
flor, que tenía en un libro después de 50 años, la vi como quien ve una cosa de
otro mundo. La flor de la tumba de Machado.
El
poeta tan sólo estuvo tres semanas en Colliure, era un refugiado, iba huyendo
de España franquista, padecía del corazón y de asma, era un fumador empedernido,
había estado varios días bajo la lluvia de invierno, tenía 64 años, pero
parecía un viejo, el fin estaba cerca; sin embargo, él había escrito algunos de
los poemas más importantes de la literatura española. Si en la resistencia
republicana contra Franco, Federico García Lorca simboliza a los fusilados,
Antonio Machado representa a los exiliados.
Supe
de Machado en mi infancia, gracias a Serrat. En 1969 había hecho una canción
basada en el poema “Proverbios y cantares”, Serrat incluyó una estrofa de su
autoría como un homenaje a la muerte del escritor: “Murió el poeta lejos del
hogar. / Le cubre el polvo de un país vecino. / Al alejarse, le vieron llorar.
/ ‘Caminante no hay camino, / se hace camino al andar”.
El
viernes pasado se cumplieron ochenta años de la muerte de Antonio Machado, el
poeta que nos habló de los malos tiempos, de “cuando el jilguero no quiere
cantar”, de “cuando el poeta es un peregrino”, de “cuando de nada nos sirve
rezar”, tiempos no muy diferentes a los nuestros, en que se acallan voces,
donde vemos migrantes o refugiados buscando suerte en países extranjeros.
Pienso
en Machado, en su tumba sin cruz, ni santos, sin dios; en su tumba con flores.
Pienso en esa flor que Vicente Preciado guarda en un libro después de 50 años,
la pienso como quien ve una cosa de otro mundo. La flor de la tumba de Machado.
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