Los conjurados
Ricardo Sigala
Con la llegada de Andrés Manuel
López Obrador a la presidencia de la República, mucha gente vaticinó la caída
de las libertades democráticas, la hecatombe de la economía neoliberal, la
ruina en las relaciones del Estado con los empresarios y los inversionistas
extranjeros, el nacimiento del pequeño bravucón frente a Estados Unidos como lo
hicieron antes Castro, Chávez y ahora Pak Pong-ju, el presidente de Corea del
Norte. También se vaticinó la inmediata caída de peso frente al dólar, y se
profetizaron las radicales respuestas de organismos internacionales como el
Banco Mundial. Nada de eso sucedió y nuestro país siguió con su vida más o
menos igual a la cotidianidad en que vivíamos en el sexenio anterior. Los
opositores no acertaron.
La
nueva oposición arremetió contra el actual gobierno, primero porque iba a
cambiarlo todo de forma radical, después los ataques fueron justo porque no
había sido tan radical. Sin embargo, esta gestión federal se ha dedicado hacer
modificaciones en los más variados ámbitos y por supuesto, eso le molesta a
muchos, especialmente a aquellos que ven sus intereses y sus privilegios
amenazados. Aquí se han incluido hasta aquellos que en su momento habían
celebrado las acciones de AMLO, como es el caso de un amplio sector de la
comunidad cultural, que celebró el ataque al huachicoleo, la eliminación de las
pensiones de los ex presidentes, los ajustes en hacienda, que estuvo de acuerdo
con la crítica de los altos sueldos a los políticos, pero que se ha indignado
cuando fueron tocadas sus “instituciones”,
es decir los cambios en el Fondo de Cultura Económica, el Fondo Nacional
para la Cultura y las Artes. Pareciera que todo en el país estaba mal menos mi
gremio. Lo mismo ocurre con el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT).
Emiliano
Monge Escribió hace unos días en El País, hablando justo de este tema:
“Queremos que todo cambie, en política, tras las últimas elecciones y el cambio
de régimen, hasta que los cambios alcanzan nuestro ámbito, nuestra experiencia,
nuestros recuerdos inmediatos.” Los que amaron a López Obrador ahora lo odian
porque los hizo hacer largas filas en las gasolineras, o porque se modificarán
las políticas para las becas para artistas. Queremos que las cosas cambien,
porque están mal, pero nosotros no queremos cambiar porque siempre los que
están mal son los otros.
En
este contexto, lo que sí es importante es entender que un presidente no basta
para construir una democracia, ni para gobernar un país. Todo gobierno necesita
de una oposición real, crítica, inteligente. Una oposición basada en una idea
clara de nación, que haga la tensión necesaria para que la balanza no se
incline de manera desproporcionada hacia los intereses del poder en turno y que
no se desatiendan ciertos sectores en detrimento de otros. Sin embargo, mucha
de la llamada oposición en nuestro país no ha sido ni crítica, ni inteligente,
ni ha demostrado saber a dónde va y sólo parecen luchar por los privilegios que
han perdido y los que perderán. Mucha de la oposición ha construido su discurso
en estereotipos ya superados de la política del siglo XX, en declaraciones clasistas
y racistas, se detienen en la edad del presidente y en su hablar pausado, en
que sus ruedas de prensa son muchas y muy temprano. Es decir, nada que
contribuya a un proyecto de nación.
Las personas que no entienden de
política, o más bien esos advenedizos que conciben la política como grilla y
beneficio personal, creen que la principal tarea de la oposición es no dejar
gobernar, cuando el noble fin, el objetivo real de la oposición es contribuir a
bien gobernar.
Gabriela
Warkentin escribió hace un par de días en El País México, “No recuerdo haber
visto tan pasmada a la oposición como ahora. Ni a todos aquellos sectores que
sienten que una aplanadora les pasó por encima. Pasmados, enojados, asustados.
Y, por ende, mudos. O insignificantes: desde la trinchera de la sorpresa
enfadada, no han podido articular una narrativa que siquiera compita en
atención con la dominante. Y no es cosa menor, porque ninguna dominancia
apabullante es deseable. Pero competirle requiere de una redefinición de
perspectivas. O de una reingeniería de la imaginación. Y de la incubación de
voces creíbles. Vaya tarea.”
Por una parte, están los que
despotrican contra las acciones de presidente, por otra los que los defienden
como en una cruzada. Una democracia no requiere resentimientos ni apapachos,
por el contrario, requiere diálogos, inteligentes, propositivos, inclementes si
es necesario, pero diálogo. En el citado texto Warkentin asevera que “La
oposición solo logra balbucear algunos berrinches desde la debilidad que
significa la ausencia de credibilidad.” “Hoy, el presidente no tiene quien le
conteste. Solo que todo presidente, en una democracia que se precie de serlo,
necesita quien le conteste.”
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