domingo, 13 de enero de 2019

Tres poemas iniciales








I El hombre

En la semipenumbra, el corazón rebosante de sangre late en      
            interminables toques de tambor.
Y es dichoso y es triste el que vive en su isla, el cuerpo
            encantado de tanto ver. A quien se alude, mira
y extiende los ojos gastados. Carcomida es la lengua en que se
            comunica. Carcomida es la Historia. Su historia es particular
y clara.
Nadie que lo vea dirá “ese es un hombre”; los que saben dirán,
            si acaso,
es el fuego de la sangre que hierve en un cuerpo de fina piel.



Algo hay de tierno en la mirada.  Algo tiene el que mira y alarga
            sus manos e intenta alcanzar su propia podredumbre;
y nada hay que lo avive, sólo el constante mirar.

El cuerpo es su isla, la carne es la forma que lo forma,
y ese cuerpo se inserta perfectamente en el claro horizonte
            de la vida.
El hombre ha descubierto algo:
es el centro de Todo.  Y ese Centro se agranda y se achica de acuerdo
            a los acontecimientos que se suceden en los días de la isla.
La isla, para decirlo de una vez,
es la parte concéntrica de todos los rumores. La isla
            es su voz. Y a esta sombra lo convierte en un ser tan claro
que molesta a los otros.
Nada hay más vivo que la voz, la voz incluye a la sangre y la
            sangre al cuerpo;
el cuerpo es lo que los otros pretenden desaparecer. La voz
            es siempre única y es —si existe de verdad— lo indestructible.

El corazón rebosante de sangre, discurre.
Su sonar es lo que escucha el hombre, en la semipenumbra; su cuerpo
            es su casa.
Hay una casa, dice la leyenda, donde un corazón vive.
En esa casa lo relevante es la voz, es la lengua que habita al
            ser enclaustrado en su voz. Nada lo perturba, acaso el sonar y
            sonar de un corazón cuya función es el reflejo de algo que
            está allí.
Quien se acerque a la isla sentirá leves temblores,
y una música que asustaría a una parvada de aves, y a los demás
            animales que conviven con el hombre. El hombre, su isla
siempre es su cuerpo, late como si de pronto fuera a suceder  una
            tremenda explosión,
y el tam-tam del corazón es la amenaza: ese sonar hace más clara
            la voz que, inamovible,
cada vez se escucha más y más clara: brota de la semipenumbra
y es una amenaza que nadie teme...



II Historia medieval


Despertar de sentidos, despertar de la atenta mirada de los
            leñadores,
que en la madrugada penetraron al bosque en busca del sustento.
Nada los desconcierta: sólo el sonido de las voces que comienza
            y alborota a las aves, aún dormidas.
Las voces, al principio, apenas perceptibles.

El canto envenena. Enerva los oídos y hace temblar a los que allí
            escuchan.
El tiempo detenido es un instante, representado vivamente por el
            temblor de los cuerpos. La alta madrugada
es el censor más vívido, es la atmósfera más fiel de la nada,
            de lo que allí ocurre.
Entonces, como en cámara lenta, el canto transforma a su paso
            lo que se va mirando.
¿Y qué se mira? Nada al principio...

Después, a los ojos atentos, a los oídos finamente educados de los
            leñadores, el mundo ampliamente dominado, eternizado
por el constante ir y venir todas las madrugadas por el bosque,
es un reflejo de lo visto.
Y lo que miran los ojos
es la resonancia del cantar de los bosques oscuramente infieles.

El tiempo reinicia su monótono transcurrir.
Y los ojos descubren, en el claro del bosque (¿puede llamarse
            claro a lo que allí sucede en la oscura mañana?)
el motivo del canto, el canto y su resultado:

Miran los leñadores, en lo alto de un huevo,
a diez que fijan sus ojos en las páginas de un libro de tamaño
            prominente.
Sólo ellos, los atentos al libro, saben lo que esas páginas
            dicen.
Los leñadores no advierten nada. ¿Acaso no saben que quienes
            descubran a los diez perderán la vida en cualquier instante?

¿El fino oído
            finamente educado de los leñadores entienden ese canto?
El canto los perderá.
El canto de los diez que miran fijamente las páginas del libro y
            cantan.
El canto es la sabiduría más antigua. Las palabras pronunciadas
            son la vida y la muerte.

Los diez, los que fijamente atienden esas notas, son el espíritu
            que traerá todas las calamidades.
Que traerá la vida y la muerte y el eterno encantamiento.

¿Y quiénes cantan?
Canta la voz del oscurantista, canta el santo y su devoción, el
            musulmán y el orate, el príncipe de la Iglesia, el Judas
redivivo, el Cristo moribundo, la bruja y la monja, la santa que
sostiene el Libro de la Sabiduría y de todos los males.
Los leñadores sólo saben de la mirada bondadosa y sabia del búho,
que allí posado, se confabula con el Mal;
saben del cuervo que condujo a Poe a lo más alto de su
            pensamiento;

lo que no saben es el peligro, el hechizo que pronto vendrá, en
            cuanto acaben las voces,
y desaparecerán ¿para siempre?

¿Los leñadores saben algo, su fino oído finamente educado alcanza
            desvelar la inminencia?

Los leñadores lo sabrán todo cuando desaparezcan. Cuando
            eternizados por el hechizo, regresen cada determinado tiempo
al oscuro bosque, y sean fantasmas recorriendo la noche.
Todo sucederá (está ya sucediendo): el oscurantista posa su mirada
            en ellos. La fiera mirada del oscurantista los ha descubierto
            y ahora son nada.

El bosque, en la oscura mañana,
ha quedado en silencio. Y ya los rayos del sol penetran lentamente,
            iluminando todo.
Renace el día que se repetirá ¿hasta cuándo?


III Escenas de cacería


En el fruncimiento de los labios, en la espesura de la mañana
          en la que la neblina crea sus fantasmagorías,
la Dama guía sus pensamientos
hacia las escenas de cacería, hacia aquella mañana
en que igual que ésta los hombres y los animales se preparaban.
El cristal de la ventana retiene, otra vez, las palabras y
       el llanto;
refleja nada porque lo que sucede ya sucedió y está por repetirse:
       los hombres preparan las monturas; los perros olisquean la
       cola del zorro; y los caballos cocean la tierra húmeda.
¿Todo sucedió o está por sucederse?

El lamento del corno que pegado a los labios resuena por la
       campiña
es la llamada del pensamiento al recuerdo de aquella mañana
en que la neblina era un sueño que se derramaba;
ya nada detiene el “suceso sentimental”, el vano artificio del
       holograma del recuerdo;
el llanto moja las mejillas y los labios.
La Dama traza un signo en el húmedo aire, el temblor de las
       manos; el intenso lamento de quien mira a través del cristal
       y se consume.
Y aunque suplicara nadie la vería:
con los años ella se ha convertido en el fantasma de sí misma.

Al grito de alguien, los hombres parten. La Dama gime y se retuerce
en las delicadas sábanas, vuelve los ojos
hacia la fecha fija:
la mañana en que su Amado igual partía.
Después del tropel nada se escucha: la casa ha quedado vacía:
los hombres en el campo son fantasmas de humo.

La Dama se levanta. Va hacia el retrato que pintara Thomas
       Gainsborough,
justo en la mañana anterior a la muerte del Sir.

El caballo y el hombre;  la escopeta y el humo; el fondo con caballos
y hombres y perros olisqueando la cola del zorro:
la fecha fija y retenida en la pupila: fantasmas todos.
Sólo una cosa brillando, no el sol, ni la luz de una idea,
sino el presentimiento que agudiza los acontecimientos.

La Dama posa su delicada mano en las cortinas color púrpura,
en la reticencia de los hechos; en la suave neblina que se tiñe
       de sangre...

En el interludio que dura de la mañana a la tarde, el silencio
se clava en la espesura; remueve nada; revienta el ensordecedor
       silencio de la Casa.

La neblina —púrpura luz— es la que clama, la que llora, la que se
            fija, como las horas del pasado...


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