I El hombre
En la semipenumbra, el corazón rebosante de sangre late en
interminables toques de tambor.
Y es dichoso y es triste el que vive en su isla, el
cuerpo
encantado
de tanto ver. A quien se alude, mira
y extiende los ojos gastados. Carcomida es la lengua en
que se
comunica.
Carcomida es la Historia. Su historia es particular
y clara.
Nadie que lo vea dirá “ese es un hombre”; los que saben
dirán,
si
acaso,
es el fuego de la sangre que hierve en un cuerpo de fina piel.
Algo hay de tierno en la mirada. Algo tiene el que mira y alarga
sus
manos e intenta alcanzar su propia podredumbre;
y nada hay que lo avive, sólo el constante mirar.
El cuerpo es su isla, la carne es la forma que lo forma,
y ese cuerpo se inserta perfectamente en el claro
horizonte
de la
vida.
El hombre ha descubierto algo:
es el centro de Todo.
Y ese Centro se agranda y se achica de acuerdo
a los
acontecimientos que se suceden en los días de la isla.
La isla, para decirlo de una vez,
es la parte concéntrica de todos los rumores. La isla
es su
voz. Y a esta sombra lo convierte en un ser tan claro
que molesta a los otros.
Nada hay más vivo que la voz, la voz incluye a la sangre
y la
sangre
al cuerpo;
el cuerpo es lo que los otros pretenden desaparecer. La voz
es
siempre única y es —si existe de verdad— lo indestructible.
El corazón rebosante de sangre, discurre.
Su sonar es lo que escucha el hombre, en la semipenumbra;
su cuerpo
es su
casa.
Hay una casa, dice la leyenda, donde un corazón vive.
En esa casa lo relevante es la voz, es la lengua que
habita al
ser
enclaustrado en su voz. Nada lo perturba, acaso el sonar y
sonar de
un corazón cuya función es el reflejo de algo que
está
allí.
Quien se acerque a la isla sentirá leves temblores,
y una música que asustaría a una parvada de aves, y a los
demás
animales
que conviven con el hombre. El hombre, su isla
siempre es su cuerpo, late como si de pronto fuera a
suceder una
tremenda
explosión,
y el tam-tam del corazón es la amenaza: ese sonar hace
más clara
la voz
que, inamovible,
cada vez se escucha más y más clara: brota de la
semipenumbra
y es una amenaza que nadie teme...
II Historia medieval
Despertar de sentidos, despertar de la atenta mirada de los
leñadores,
que en la madrugada penetraron al bosque en busca del
sustento.
Nada los desconcierta: sólo el sonido de las voces que
comienza
y
alborota a las aves, aún dormidas.
Las voces, al principio, apenas perceptibles.
El canto envenena. Enerva los oídos y hace temblar a los
que allí
escuchan.
El tiempo detenido es un instante, representado vivamente
por el
temblor
de los cuerpos. La alta madrugada
es el censor más vívido, es la atmósfera más fiel de la
nada,
de lo
que allí ocurre.
Entonces, como en cámara lenta, el canto transforma a su
paso
lo que
se va mirando.
¿Y qué se mira? Nada al principio...
Después, a los ojos atentos, a los oídos finamente
educados de los
leñadores,
el mundo ampliamente dominado, eternizado
por el constante ir y venir todas las madrugadas por el
bosque,
es un reflejo de lo visto.
Y lo que miran los ojos
es la resonancia del cantar de los bosques oscuramente
infieles.
El tiempo reinicia su monótono transcurrir.
Y los ojos descubren, en el claro del bosque (¿puede
llamarse
claro a lo que allí sucede en la oscura
mañana?)
el motivo del canto, el canto y su resultado:
Miran los leñadores, en lo alto de un huevo,
a diez que fijan sus ojos en las páginas de un libro de
tamaño
prominente.
Sólo ellos, los atentos al libro, saben lo que esas
páginas
dicen.
Los leñadores no advierten nada. ¿Acaso no saben que
quienes
descubran
a los diez perderán la vida en cualquier instante?
¿El fino oído
finamente
educado de los leñadores entienden ese canto?
El canto los perderá.
El canto de los diez que miran fijamente las páginas del
libro y
cantan.
El canto es la sabiduría más antigua. Las palabras
pronunciadas
son la
vida y la muerte.
Los diez, los que fijamente atienden esas notas, son el
espíritu
que
traerá todas las calamidades.
Que traerá la vida y la muerte y el eterno encantamiento.
¿Y quiénes cantan?
Canta la voz del oscurantista, canta el santo y su
devoción, el
musulmán
y el orate, el príncipe de la Iglesia, el Judas
redivivo, el Cristo moribundo, la bruja y la monja, la
santa que
sostiene el Libro de la Sabiduría y de todos los males.
Los leñadores sólo saben de la mirada bondadosa y sabia
del búho,
que allí posado, se confabula con el Mal;
saben del cuervo que condujo a Poe a lo más alto de su
pensamiento;
lo que no saben es el peligro, el hechizo que pronto
vendrá, en
cuanto
acaben las voces,
y desaparecerán ¿para siempre?
¿Los leñadores saben algo, su fino oído finamente educado
alcanza
desvelar
la inminencia?
Los leñadores lo sabrán todo cuando desaparezcan. Cuando
eternizados
por el hechizo, regresen cada determinado tiempo
al oscuro bosque, y sean fantasmas recorriendo la noche.
Todo sucederá (está ya sucediendo): el oscurantista posa
su mirada
en
ellos. La fiera mirada del oscurantista los ha descubierto
y ahora
son nada.
El bosque, en la oscura mañana,
ha quedado en silencio. Y ya los rayos del sol penetran
lentamente,
iluminando
todo.
Renace el día que se repetirá ¿hasta cuándo?
III Escenas de cacería
En el fruncimiento de los labios, en la espesura de la mañana
en la que la neblina crea sus
fantasmagorías,
la Dama guía
sus pensamientos
hacia las
escenas de cacería, hacia aquella mañana
en que igual
que ésta los hombres y los animales se preparaban.
El cristal de
la ventana retiene, otra vez, las palabras y
el llanto;
refleja nada
porque lo que sucede ya sucedió y está por repetirse:
los hombres preparan las monturas; los
perros olisquean la
cola del zorro; y los caballos cocean la
tierra húmeda.
¿Todo sucedió
o está por sucederse?
El lamento del
corno que pegado a los labios resuena por la
campiña
es la llamada
del pensamiento al recuerdo de aquella mañana
en que la neblina
era un sueño que se derramaba;
ya nada
detiene el “suceso sentimental”, el vano artificio del
holograma del recuerdo;
el llanto moja
las mejillas y los labios.
La Dama traza
un signo en el húmedo aire, el temblor de las
manos; el intenso lamento de quien mira a
través del cristal
y se consume.
Y aunque
suplicara nadie la vería:
con los años
ella se ha convertido en el fantasma de sí misma.
Al grito de
alguien, los hombres parten. La Dama gime y se retuerce
en las
delicadas sábanas, vuelve los ojos
hacia la fecha
fija:
la mañana en
que su Amado igual partía.
Después del
tropel nada se escucha: la casa ha quedado vacía:
los hombres en
el campo son fantasmas de humo.
La Dama se
levanta. Va hacia el retrato que pintara Thomas
Gainsborough,
justo en la
mañana anterior a la muerte del Sir.
El caballo y
el hombre; la escopeta y el humo; el
fondo con caballos
y hombres y
perros olisqueando la cola del zorro:
la fecha fija
y retenida en la pupila: fantasmas todos.
Sólo una cosa
brillando, no el sol, ni la luz de una idea,
sino el
presentimiento que agudiza los acontecimientos.
La Dama posa
su delicada mano en las cortinas color púrpura,
en la
reticencia de los hechos; en la suave neblina que se tiñe
de sangre...
En el
interludio que dura de la mañana a la tarde, el silencio
se clava en la
espesura; remueve nada; revienta el ensordecedor
silencio de la Casa.
La neblina
—púrpura luz— es la que clama, la que llora, la que se
fija,
como las horas del pasado...
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