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martes, 15 de enero de 2019

Cuatro visiones sobre Arreola



 


Víctor Manuel Pazarín


A Daena Molina

Un poema en prosa

Un primer acercamiento a la obra de Juan José Arreola se dio por azar.



En el libro de la escuela primaria, correspondiente al quinto grado, hay dos textos que surgen de la única novela del fabulador de Zapotlán. El primero es un fragmento en el que se describe la feria del pueblo; y el segundo es otro que ya no recordaba, pero que en un encuentro con el poeta David Huerta le escuché recitar ya que lo sabía de memoria —me lo dijo en 1997 en el huerto de mi casa de la calle Alcalde, donde una tarde salimos a disfrutar de comida y tequila— porque en sus noches de cuitas en la Ciudad de México con Orso Arreola “casi invariablemente cuando caminábamos en las madrugadas por las calles del centro terminábamos diciéndolo a dos voces”:

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en la que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables…

Yo imaginé —al tiempo que me narraba el hecho— a David y a Orso: perdidos en las sombras, pero de pronto iluminados de manera dramática por las luces artificiales. Únicamente sus voces en el páramo de la gran ciudad; solamente ellos como habitantes del mundo, alejados —en definitiva— de lo que fue el Zapotlán de Arreola. 

El poema quizás fue la simiente de La feria (donde los curiosos pueden leerlo completo entre sus páginas), nació en 1951 como un solitario poema en prosa con el que Arreola (con un título poco afortunado: “Oda a Zapotlán, con un canto terrestre para José Clemente Orozco”) ganó los Juegos Flores de Zapotlán ese año. El concurso, sabemos, fue presidido por Arturo Rivas Sáinz, Alfredo Velasco Cisneros  y J. Manuel Ponce.

El poema es como un sueño de un adulto que va hacia la infancia en busca de un tiempo ya perdido para siempre, pero avivado gracias a la memoria, al lenguaje. Como casi todos los textos de Arreola, la palabra está puesta en escena y logra que en su movimiento sea efectiva y, en este caso, afectiva. Evoca e invoca. Rememora y hace que de inmediato quien lo lee se sienta obligado a decirlo en voz alta. Toda la obra de Juan José Arreola nos recuerda que fue un actor, un recitador y, claro, un pulcro prosista.

Es, entonces, la descripción de un sueño y nos hace ensoñar un mundo perdido, ya en Zapotlán no existe exactamente la barranca y ahora es casi imposible mirarla. O ya no se puede mirar. Nos queda solamente el poema de Arreola. Es, pues, un vestigio de un lugar que ya no está. Yo a los doce años leí el poema y entonces busqué el lugar, pregunté por él, pero ya nadie me supo decir con exactitud si realmente existió.

Quedan, eso sí, el bosque y los helechos; y si se tiene fortuna alguno podrá encontrar en algún camino la blanca flor, “la perfumada estrellita de San Juan”.

Cada vez que leo La feria me nace el deseo de volver a los campos de Zapotlán.


Arreola y los talleres literarios

Vi entonces las manos de Arreola elevarse y, en seguida, hacer figuras en el aire. Había dejado sobre el escritorio el grueso libro de poemas que había extraído del librero de su oficina de la Casa de la Cultura de Zapotlán. Leía, en ese instante, el poema de Manuel Gutiérrez Nájera “Para entonces” con una impecable dicción, una voz pequeña pero bien timbrada y exacta en la emoción.

De sus delgados labios surgían las palabras como de un maná.

Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo.

Y nosotros —mi amigo y compañero de clase en el bachillerato, Margarito Chávez— abrimos desmesuradamente los ojos y la boca llenos de un doble asombro. Ante nosotros Juan José Arreola leía —sólo para nosotros— un poema. Ese privilegio nunca lo olvidaré.

Con toda seguridad quienes se acercaron a Arreola en los años sesenta en la calle de Río Volga, donde leía en voz alta los textos de quienes luego fueran los grandes autores de esa generación (y otras), les había ocurrido lo mismo que a nosotros. Guardadas las distancias, de algún modo de la voz del autor de La feria aprendimos a amar el lenguaje como él siempre lo hizo. En ese taller surgirían grandes textos que ahora son obras parte de la historia reciente de nuestra literatura nacional. Leídos y corregidos por Arreola (algunos dicen que veía las fallas al vuelo), esos materiales de escritura donde hubo poemas, cuentos, obras de teatro y hasta novelas como La tumba de José Agustín, serían los materiales que dieron forma a una revista, que a la postre es una de las más importantes (y menos estudiadas) de nuestra vida literaria.
Mester, fue el nicho de grandes poemas como “Oscura palabra” de José Carlos Becerra y albergaría trabajos de —pongo otros ejemplos— Jaime Sabines y Rosario Castellanos.

En esa dirección y ese año, Arreola no solamente fue el mentor de muchos escritores entre los que se cuenta a Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Vicente Leñero, sino que fundaba una forma de trabajo y una revista que daría nombre a ese taller y a una generación de escritores que ya hacían una vida cultural, pero que no habían tenido un espacio donde se les respetara y diera el apoyo para que afinaran sus voces.

En mi libro Arreola, un taller continuo (1995), recogí las palabras de algunos de los pilares del taller y la revista Mester (Eduardo Rodríguez Solís, Tita Valencia, Guillermo Fernández, José Agustín, Arturo Guzmán, Elsa Cross, Elva Macías, René Avilés Fabila, Federico Campbell, Carmen Ronsenzweig, Vicente Leñero, Álex Olhovich-Greene, Jorge Arturo Ojeda, Carlos Bracho, Víctor Villela, Rafael Rodríguez Castañeda, Orso Arreola, Leopoldo Ayala y Alejandro Aura), que solamente perduró doce números, pero que guarda una importancia fundamental.

En la entrevista a Arreola declaró su principio sobre su forma trabajo en el taller: “Hay que buscar perfectamente (hasta en el texto más débil) —dijo— los elementos positivos que contiene. El mejor texto para un taller de literatura es el texto regular, que puede llegar a bueno. Ése es el mejor. Porque hay textos, naturalmente, insalvables. Y el texto bueno-bueno, pues es nomás cosa de revisar detalles, pero el texto regular, con posibilidades, es el más fértil”.

El dramaturgo Eduardo Rodríguez Solís recuerda que “En mayo del 64 sacamos el primer número de la revista. Desde mayo de 1964 hasta diciembre del mismo año, salieron seis números; el grupo empieza como una cosa tremenda, gracias al apoyo de Manuel Casas quien nos dio crédito para sacar la revista, y el mejor papel”.

Hasta mayo de 1967 aparecieron doce números de Mester —afinó el dato Rafael Rodríguez Castañeda, en un artículo publicado sobre Arreola, un taller continuo, en la revista Proceso, en 1995—, nombre que bautizó a la promoción de escritores nacidos alrededor de los años cuarenta que allí publicaron por primera vez. Arreola conducía las sesiones, leía en voz alta, criticaba, descubría lo valioso o rescatable de los textos, impulsaba correcciones y cambios que los mejoraban y elogiaba sin reservas los aciertos que hallaba.

“Era excelente lector —dijo de Arreola Vicente Leñero —. De pronto uno oía sus cuentos en boca de Arreola y le parecían buenos. Además los corregía al vuelo; había en el texto alguna palabra mal empleada y él ponía la buena. Y era muy agudo para opinar, pero hacía también participar a todos. Era un gran animador”.

“De pronto no sé por qué, decía: ‘Esta línea me gusta, ¿por qué? Quién sabe, pero por algo’. Ese estado de sensibilidad él lo definió un día. ‘Así como hay catadores para ver dónde hay irradiaciones, debería de haber catadores de poesía: que pudiéramos pasar sobre un poema y en un momento dado, cuando hay poesía, se moviera la aguja’. Quizá él tenía eso de la pura sensibilidad. Un estado como de entusiasmo”, recordó Jorge Arturo Ojeda en un departamento de la Ciudad de México, contiguo al Bosque de Chapultepec, que había pertenecido a Arreola.

Y eso mismo es lo que percibimos nosotros —una tarde del mes de abril de principios de los años ochenta— cuando Arreola terminaba de leernos el poema de Gutiérrez Nájera:

Morir, y joven; antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona,
cuando la vida dice aún: “Soy tuya”,
aunque sepamos bien que nos traiciona.


Arreola, el evangelista

En términos bíblicos, Juan José Arreola pertenece a esa estirpe de los Evangelistas, y que el Diccionario Mundo Hispano define como “el que anuncia buenas nuevas” (según la etimología griega euangelistes) y es usado —de acuerdo con el diccionario— en un sentido general para “cualquiera que proclama el evangelio de Jesucristo”, o “una clase particular de ministerio”.

Arreola, en todo caso, desde siempre trajo a los oídos las antiguas primicias de la palabra y las novedades que no siempre tienen que ver con lo nuevo, si no aquello que uno no conocía y es relevante y enriquecedor. Es, pues, un ser —aún lo es— que a través de la palabra estimula el amor hacia el lenguaje, la palabra, y nos lleva siempre por el sinuoso camino de la imaginación. De hecho a Juan José Arreola lo escuché hablar a lo largo de treinta años —casi la mitad de mi vida— y fue él quien me estimuló el gusto por la lectura y, luego, la escritura.

Soy, debo decirlo de una vez, un hechizado por la palabra del Maestro que alguna vez fue mi vecino pero que yo no sabía quién era. Fue hasta finales de los años setenta que un amigo me dio a leer un libro suyo, luego de que en los cuadernos de textos de la primaria lo descubriera yo con un fragmento de La feria.

Leí entonces la novela y, acto seguido, justo frente a la catedral, Arreola cruzaba en su moto y mi amigo me dijo: “Quieres conocer al escritor de La feria”; a lo que yo contesté casi en automático que sí.

Es un síntoma de los lectores creer que los grandes escritores ya están muertos, sin embargo fue el caso que Arreola estaba vivito y coleando, era mi vecino, y estaba ante mis ojos. Mi amigo lo señaló con el dedo y fue que le dije: “¿Él es Arreola?, no es cierto. Él es mi vecino…”.

Entonces mi vida cambió. Y seguí al Maestro por largo tiempo. Algunas veces lo espiaba desde la azotea de mi casa: lo veía salir de su casa del bosque y lo miraba perderse; otras lo veía en la televisión; lo escuchaba desde el fondo de sus libros y, más tarde fui su alumno de lectura en voz alta, primero en la Casa de la Cultura de Zapotlán y, en seguida, en su casa.

Ya en Guadalajara lo escuché una vez por semana en el ex Convento del Carmen; luego en la Facultad de Letras de la Universidad de Guadalajara. Cuando fue el momento, hice el libro Arreola, un taller continuo donde entrevisté a algunos de los alumnos de su taller de los años setenta; en todo caso lo seguí: hasta que un día volví a su casa de Zapotlán y conversamos largamente. Una parte de esa entrevista (que aún conservo en casete), la coloqué en lo que fue mi primer libro, que se publicaría años después, en 1995.

Cuando Arreola iba a cumplir ochenta años, la revista Tierra Adentro me pidió una entrevista; fui a su casa el 3 de mayo —día de la Santa Cruz— de 1998 y hablamos yo digo que a profundidad. Supo entonces que yo escribía y leyó en voz alta uno de mis poemas de La medida; me dijo que había sido amigo de mi abuelo Gabino Pazarín y me confesó algunas cosas personales que yo guardé —y guardo— como un regalo. Luego enfermó y al comienzo de este nuevo siglo fui a despedirlo en su funeral. Al subir el féretro la escalinata del Paraninfo universitario, robé una blanca flor que aún conservo con orgullo y que me recuerda siempre a su palabra.

Las palabras del evangelista que siempre fue Arreola. Porque Arreola fue sobre todo el “verbo encarnado” de las letras mexicanas. Y esa blanca flor: “La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en la que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables…”, como él mismo dijo.

El lenguaje de Arreola en escena

Dueño de una pequeña pero bien timbrada voz de declamador, todo en Arreola fue una forma de colocar en escena el lenguaje verbal y corporal. Su persona y su obra estuvieron ligadas siempre a ese histrión que quiso ser y fue. No hubo un solo gesto en el fabulador que no hubiera puesto en el escenario que es la existencia misma. Toda su obra está dispuesta como si la hoja en blanco fuera un teatrino que de inmediato lo ocupa la palabra, el lenguaje y la escritura.

La prosa de Arreola, entonces, es una que siempre está en escena. Es decir, Arreola casi invariablemente coloca el lenguaje en un espacio cuyos elementos son teatrales. Si leemos con atención la obra del narrador zapotlense, desde el comienzo sabremos que una de sus más grandes aspiraciones fue la dramaturgia, el teatro.

Uno de sus primeros textos, “La vida privada” (Varia invención), es una historia que se narra en derredor de una puesta en escena de un acontecimiento “real”, que va muy ligada a La vuelta del cruzado, melodrama inmerso en una comedia que, aparentemente, ocurre en Zapotlán. Este cuento, que Arreola considera entre su producción como uno de sus textos “inmaduros”, en realidad nos revela la clara visión de que Arreola siempre se mantuvo en la escena.

Él mismo fue un actor de sí mismo. Como declamador que fue, desde muy temprano en su vida, esta disposición en todos sus cuentos se plantó con fuertes raíces. Arreola, en todo caso es un dramaturgo con unas piezas de teatro muy menores y poco recordadas (La hora de todos, Tercera llamada, ¡tercera!, o empezamos sin usted), y una vasta producción narrativa que describen al gran dramaturgo que fue; ¿o acaso “El guardagujas”, una de las piezas centrales de su narrativa, no es una obra teatral, una puesta en escena en la que con toda claridad podemos ver al Arreola en la estación, a la espera de un tren inexistente?

El lenguaje de toda la narrativa arreolina está impregnada del actor-autor que invariablemente fue; y Juan José Arreola fue un actor que desplegó en sus trabajos todas las posibilidades dramatúrgicas. No en balde sus poemas en prosa del Bestiario fueron dictados (a José Emilio Pacheco) y no escritos. Arreola, pues, es uno de los más grandes y queridos prosistas de México y este año se cumplen cien años de su nacimiento. Arreola, su obra y su personaje, serán celebrados y con ellos el idioma castellano de Zapotlán el Grande.

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