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domingo, 20 de enero de 2019

Algunos poemas de Enredo









Aviso y agradecimiento

Hace algunos días, el cronista de Zapotlán el Grande me trajo al oído —vía telefónica— la grata noticia de que ya estaba listo —y recién salidito de la imprenta— mi libro Enredo, que reúne mi producción de treinta años de versos.

Agradezco el apoyo de Higinio Del Toro y de Fernando Castolo y al ayuntamiento de Zapotlán que a través del Archivo Municipal hicieron posible que pronto esté en mis manos un fragmento de mi vida.

Les entrego ahora algunos de los poemas incluidos en el poemario Enredo; en breve daremos las fechas de presentación en Tonalá, Guadalajara y Zapotlán.

Víctor Manuel Pazarín





I Pájaro

Cantar de pájaro herido:
Sonido sobre sonido
Sobre el sonido la muerte

La piedra dejó maltrecho
Dejó a la amada en el lecho
Sobre el sonido la muerte

En el temblor está el llanto
El llanto ya no es el canto
Sobre el sonido la muerte

En la rama ya no hay nada
Se mira el agua estancada
Se escucha sólo la muerte



II La casa

En mi casa, en la casa que habito
siempre,
los atisbos de tu luz
me tocan.
Miro, y en el mirar
me hundo —ilusorio borde
de infinito.
En los poblados cerros,
el viento una frontera.
Y cuando digo casa, mi
casa, me paro siempre
en la oscuridad.


III Escritura

La noche:
su constelación
de páginas
no escritas.

Lo que “sobra”
en la vida,
la escritura
lo lima.


IV Un hilito de luz

La Reina está en su alcoba. La cubren la sombra y sus pensamientos. Imagina las tierras conquistadas, las joyas que resguarda celosamente en el arcón: cartas en rojos sobres, dijes  en forma  de escarabajos —traídos de lejanas tierras—, recuerdos, y la Llave del corazón… Tiene todo la Reina para ser feliz. Mas un ligero pensamiento interrumpe su felicidad: ¿El corazón del Amado dónde está?
Entonces llora la Reina inconsolablemente.
Afuera, vigilando su sueño, está el esclavo. La escucha llorar y él también llora. ¿Imagina o sabe su dolor?
El esclavo desea abrir la enorme puerta, pero sabe que no está bien. Y llora el llanto de la Reina que yace reclinada entre las sombras… El corazón del esclavo resiste ¿cuánto?
El esclavo decide: abre levemente la puerta: deja entrar a la enorme recámara un hilito de luz que va a parar justo en el pecho de la Reina. Siente entrar en su cuerpo esa luz e interrumpe su llanto. Apenas mira entre la oscuridad. Sabe quién está afuera y calma su dolor…
El esclavo dice en silencio:
Perdóname por hacerte sentir que estás viva.
Y deja entreabierta esa luz que los ilumina.

V Himnos


¿Es el canto del sol de las cinco de la tarde quien derrama la noche en tus cabellos?, ¿o son mis manos las que desean el placer vespertino y solemne de tocar tu negra cabellera como si fuera lluvia sobre tu rostro?
¿Es un secreto lo que ambos deseamos —en este instante— para guardarlo bajo sábanas blancas?
Tu rostro, del mediodía a la noche, es un resplandor que canta en mis oídos, como si mis ojos ahora fueran sólo para ti. Es tu callada voz un misterio que apenas descubro y resuena como un caracol que canta y desvela al corazón un nuevo temblor.
De ayer a ahora, de mañana hacia el futuro voy descubriéndote y abro yo mismo la conformación de lo que quizá sucederá. De lo que deseo ser.
Apenas ayer caminábamos mirando las calles y hoy tus labios trajeron una alegría que tal vez pasado mañana será una tristeza.


Es el sol de la mañana quien trae el resplandor, quien sabe que mis ojos están en un punto fijo. ¿Es tu grave voz la que me trae el recuerdo de la noche? ¿O es la noche quien te hace surgir como si fueras una delicada presencia apenas perceptible y ya muy agradable?
Surges de la noche a la luz; del pensamiento al pensamiento: como una flor que abriera los ojos.
Vamos del desconcierto a la vida y de la vida al secreto.


Creo en el Destino como creo en el amor.


VI El cuerpo

Iluminada por la tenue luz de las velas,
bajo un manto de música, el cuerpo de la morena muchacha
—desnuda, suplicante— desea que sus ojos no sean descubiertos
a la luz.
No ahora cuando sus manos sudan y su palpitante cuerpo
está deseoso, salaz,
ahora que un rojo velo le cubre los ojos:

No mirarás los cuerpos a tu alrededor, los cuerpos decrépitos y sedientos, los
cuerpos que te repiten en distintas edades.

Sola, igual a calles en la madrugada, la suplicante
es igual a quejumbres tras las paredes de casas hechizadas y en
ruinas.
La línea más delgada de su cuerpo es su propio silencio;
su implorante calor, sus delicadas manos en busca de otro cuerpo...







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