Fernando G. Castolo
Caminé
sin rumbo por caminos sinuosos. Vagué y me cansé. Finalmente me estacioné aquí,
donde todo empezó… Y de aquí recogí mi maltrecha humanidad y le di forma. En
los orígenes está la respuesta de lo que buscamos sin cesar, pero la
experiencia que tomamos durante el trayecto logra agudizar el temple de lo que
somos, hasta darle un halo trascendente. En ese sentido, reencontré muchas
respuestas después de divagar por diversas lecturas que, en conjunto, me invitaron
a la relectura y, entonces, todo adquirió una lógica más congruente, aunque
persisten lagunas que, declaro, se deban a mi nimia dimensión dentro del campo
literario.
No
me ha sido fácil, es cierto, pero no deseo dejar pasar esta oportunidad para invitarlos
a que reconozcan parte de lo que somos en este gran mosaico cultural que es
México a través de la obra de Juan Rulfo, una obra mínima, no voluminosa, pero
trabajada como fina orfebrería que ha logrado captar la atención y la crítica
de propios y extraños, más allá de épocas y fronteras, manteniéndola actual en
su discurso, y por ello es la más monumental y fantástica de las creaciones
que, en el pasado siglo XX, las letras hispanas dieron al mundo, según las
voces que gozan de la autoridad universal, y para orgullo de nosotros, los de
este campo fértil en torno a los volcanes, emanó de esta tierra pródiga, como
la de Yáñez, otro importante jalisciense, pero no tan colimense como nuestro
cuasi coterráneo.
No,
lo dije y lo repito, no soy un experto en literatura, pero, en cambio, soy un
ferviente amante de ella, y con más ahínco de aquella en la que logro
reconocerme como hijo de esta noble Patria, a la que cantó con bríos
incandescentes y fervorosos López Velarde, solemnizando su imagen en momentos determinantes
de la vida nacional. Pero ¿qué fue lo que nos legó Juan Rulfo?, ¿acaso una obra
compleja en su estructura, a la vez que novedosa, y que por lo mismo ha causado
ese formidable furor entre la crítica especializada? “Es la mejor novela que se
ha escrito jamás en lengua castellana”, declaró tajante en alguna ocasión
Gabriel García Márquez.
Sin
embargo, como también lo comentara Vicente Preciado Zacarías con ese acento
manso y humilde de su investidura, entre los múltiples textos que tratan de
desentrañar los misterios de esta monumental obra, nadie o casi nadie, dirige
su mirada al tejido secreto de la novela, que es la parte magistral de la
misma: La simultaneidad. Esa simultaneidad entre lo real y lo soñado, entre el
supramundo y el inframundo, entre los presentes y los ausentes… Esa
simultaneidad de voces, que bien pudieran no serlas, forman parte de ese
consciente inconsciente de que está provisto el texto.
Lo
que en realidad pasa es que Juan Rulfo, al igual que Dante Alighieri, nos lleva
por paisajes del infierno… “Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez
más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el
puro calor sin aire…”. Entonces el verdadero Comala, no es otra cosa más que un
comal que está constantemente en el fuego, por ello, la versión de muchos
acuciosos es que el verdadero Comala es Tuxcacuesco, pueblo inmerso en la
geografía de la niñez del escritor que se ha distinguido por el excesivo
entusiasmo de su clima, en la zona transvolcánica del sur de Jalisco… Pero
también puede ser el Comala de Colima, porque nos habla de un pueblo de “vista
muy hermosa de una llanura verde…”, y concluye: “… Comala, blanqueando la
tierra, iluminándola durante la noche…”; de ahí que esa sea la característica
con la cual los habitantes del Comala colimote vistieron a este Pueblo Mágico.
Sin
embargo, algunos estudiosos han considerado, inclusive, que los pasajes y
paisajes inspiradores de la novela Pedro
Páramo, se localizan en San Gabriel, pueblo que Rulfo adoptó como suyo,
aunque inclusive su origen está inmerso en este halo de misterio con el cual se
revistió en su vida, dado que Juan José Arreola, por ejemplo, comentaba que
Rulfo había nacido en realidad en la hacienda de Apulco, propiedad de sus
abuelos maternos, pero que lo habían registrado en Sayula, pueblo principal
donde radicaban en esa época sus padres.
Y
luego, su verdadero nombre es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno y entonces
él adopta el Rulfo de su abuela paterna; por ello nos dice Federico Munguía
Cárdenas, que Juan Rulfo era un hombre que gustaba de lo breve, lo reducido,
dado que el primer título que pensó en darle a su libro fue Los desiertos de la tierra, y el
protagonista originalmente llevaba por nombre Maurilio Gutiérrez y, finalmente,
la novela iniciaba, “Vine a Tuxcacuesco porque me dijeron que acá vivía mi
padre…”; todo ello cambió y creo que fue para bien, porque el texto se
convirtió en algo más poético, más literario y, por consiguiente, logró la
estatura que deseaba su autor. Recordemos que la literatura, la buena
literatura, evita los abismos y nos invita a adentrarnos en su magia, por ello
esas búsquedas infructuosas, para mí, que tratan de evidenciar las realidades
que inspiraron Pedro Páramo las
considero innecesarias, porque se pierde el gozo de su fantástico contenido,
que es lo que verdaderamente importa, lo que debemos de celebrar en Rulfo.
La
Comala de Rulfo, quizá sean en realidad los muchos escenarios en que él vivió,
los que él visitó, los que frecuentaba, en este rincón llamado Jaliscolimán;
así como sus personajes también fueron inspirados de estas geografías; pero en
el lenguaje todo se percibe universal, porque logra en esencia que sean ellos
los protagonistas, con sus palabras, sus modismos y sus expresiones, el
coloquio de la gente muy del México que él conoció a través de sus actividades
profesionales al frente de la Dirección de Asuntos Indígenas de la Secretaría
de Gobernación y, por supuesto, los episodios que él mismo vivió a raíz de que
su propia familia fue objeto de despojos patrimoniales, pasando por la
Cristiada y la repartición de la tierra que incentivó el gobierno de Lázaro
Cárdenas.
Entonces,
claro que hay en Pedro Páramo estas realidades, pero él las reviste
de fantasía, porque entonces no habría literatura; todo es parte de estos
recursos que asisten al escritor. Pero también es necesario reparar en que
Rulfo fue asistido de lecturas que gustaba y que le fueron formando una
vocación a su propia escritura. Por ejemplo, Juan José Arreola no deja de
mencionar la influencia del estadounidense William Faulkner, concretamente con
su novela Mientras agonizo (1930),
o Ernesto Flores evidencia la del mexicano Mauricio Magdaleno, con su
novela El resplandor (1937).
Aunque, claro, Rulfo siempre negó todo ello, y volvemos otra vez a estos velos
que le cubren en su vida y en su obra.
Comala
es el espacio imaginado por Rulfo en el cual discurre la historia de un
cacique, de esta realidad mexicana que él vivió, que él palpó, y que narra con
gran sensibilidad porque, como decía Arreola: “Lo que cuenta es cierto. A
miles, quizá millones de campesinos, les dieron tierras baldías, páramos de
sueños, tierras en las que sólo podían escarbar un agujero para mal morirse…”,
y lo fértil estaba dominado por estos señores feudales que mantenían el poder
de las comunidades, comunidades llenas de gente sobreexplotada que vivían en la
miseria, puestos a merced del “gran señor”. Entonces, Pedro Páramo es “el gran
señor” que al final “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”…
Fíjense Ustedes su capacidad narrativa e inventiva: el páramo es la nada, la
tierra desnuda, dentro de la cual solamente hay un montón de piedras, que es
donde queda Pedro; y eso es lo que comenta Arreola y eso es Comala, ese
artificio metafórico donde mal se vive por el intenso calor que hace, desde ahí
ya existe una condición de la no vida; por ello, insisten algunos
estudiosos, Pedro Páramo se desarrolla en un cementerio donde los
muertos son los protagonistas, y estos cementerios son la nada habitada por
túmulos de tierra y de piedras. Cementerios cual sementeras, como la épica
Luvina.
La
interpretación de Pedro Páramo,
de Comala, de los demás personajes de la novela, de sus paisajes y de los
episodios que narra, da pauta a múltiples interpretaciones que tienen que ver
con el lector y su condición cultural, con su capacidad inclusive para
someterse a su lectura y a las mil relecturas que invita su compleja
estructura, como complejo era su autor. Comala puede ser aquí mismo y ni
siquiera nos hemos percatado de ello, porque nuestra condición humana nos puede
tener en la disyuntiva de ser los muertos vivos o los vivos muertos o, quizá,
ni siquiera la capacidad misma de estar vivos… Pero eso se lo dejamos a los
psicoanalistas o a las ramas científicas afines, a fin de que desmenucen y
concluyan lo particular en la materia.
La
invitación queda abierta, pues, para que se aproximen, palpen, lean y relean a
un escritor y a una novela que son atemporales: Pedro Páramo de Juan
Rulfo, y a que se permitan disfrutar, compartir y redimensionar en lo personal
la estatura de este bagaje cultural enorme que es México, y que juntos podamos
un día descubrir que Comala es el de antes y el de hoy y el de muchos futuros
que vendrán. Comala, concluimos, es una realidad visualizada desde la capacidad
creativa de un personaje orgullosamente mexicano que es parte coadyuvante de
esta patria suave, como lo somos todos nosotros.
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