Un día le torcieron el cuello a la
gallina de mísero plumaje.
Juan José Arreola
De
pronto vio venir, en un vuelo sangrante, a la gallina que su madre había
degollado hacía apenas un instante.
Enfermo
de fiebre, y recostado en una cama de sillas que le habían acondicionado para
que estuviera en la cocina, la madre habíale preguntado si quería comer caldo
para ir al pequeño corral donde, en ese
momento, la gallina picoteaba la tierra para encontrar lombrices.
Era un
corral largo y angosto. Estaba allí el lavadero y una pileta donde el agua
recibía los primeros rayos de sol que bajaban desde la montaña: se asomaban
desde una alta barda de adobes.
Desde
abajo se miraban las ramas de los pinos plantados en el caminito que iba hacia el
barrio de Cristo Rey.
La casa
era la última de una calle cerrada. Por el caminito de pinos se iba primero a
unos tanques donde se acumulaba el agua de los manantiales que bajaban de los
bosques de la montaña. Allí se alzaba, en una esquina, un árbol de clavellinas
que deslumbraba siempre con sus flores rosadas con aspecto de aves de un
paraíso a punto de desaparecer...
En todo
eso pensó el niño justo cuando el vuelo de la gallina se acercaba a él.
Ante la
respuesta del hijo enfermo, de si quería comer caldo, la madre tomó una olla y
la llenó de agua; luego la puso a calentar en la estufa de petróleo. En seguida
fue al corral donde se hallaba la gallina. Al sentir la presencia de la madre,
la gallina se inquietó y ella, la madre, tuvo que perseguirla hasta atraparla.
Para no
alejarse del hijo, la madre comenzó su faena. Frente a él la colocó en el piso
de tierra y la tomó de la cabeza. Abatió sus alas dispuestas enteramente juntas
y tomó un cuchillo para cercenarle el pescuezo.
El escándalo
del ave se abrió como la carne y brotó como la sangre. Los borbotones mancharon
el suelo. Al poco tiempo la gallina dejó su intento de zafarse y se fue
quedando calladita.
El
silencio fue enorme. Y los ojos del niño, abiertos desmesuradamente, grabaron
la escena con fidelidad.
Quieta,
muy quietecita, la gallina se desvaneció cuando los estertores se acabaron. Sus
alas, ya tiesas, se relajaron hasta encontrar la inmensa quietud de la muerte.
Por la
fiebre, el niño no supo si lo que había visto —y veía— era uno de sus delirios
por la enfermedad. Vino entonces a su memoria una historia que la madre había
contado no hacía muchas noches.
La
oscuridad de la casa apenas la alumbraba la débil luz de una veladora dispuesta
al centro del cuarto donde dormían todos.
En la
madrugada, la madre sintió que la lucecita de la veladora parpadeó. Un suave
viento hizo que se distrajera de su serenidad y se hizo movible: fue de un lado
para el otro y el pabilo se ennegreció hasta que el humo se volvió oscuro como umbrío
estaba el dormitorio donde vio a sus hijos y a su marido dormir tranquilamente.
Sólo
ella percibió que la luz dejó de ser brillante y serena. Levantó un poco la
cabeza de la almohada y dirigió la mirada hacia la puerta que daba a la cocina
y luego al corral. Estaba cerrada, protegida por una tranca. No obstante, de
pronto miró una silueta que atravesó la puerta cerrada. La aparición la miró y,
pronto, se dirigió hasta su cama. La madre enmudeció y se quedó paralizada.
Aunque gritaba, lo que afloraba de sus labios era un profundo y angustioso
silencio. Luego la aparición espectral —¿hecha de luz y sombras?— se fue a
parar junto a ella, al pie de la cama.
Un
rostro sin rostro. Pero ella, la madre, sintió su persistente mirada. No dijo
palabra alguna, solamente dejó caer su pesadez en ella.
Así
permaneció un largo tiempo. La madre la miraba sin poder gritar. Luego, de
manera súbita, la presencia se fue alejando con lentitud dándole la espalda.
Justo en el momento en el que iba a cruzar la puerta cerrada volteó y allí
permaneció un largo momento.
La luz
de la vela se inquietó más. De pronto parecía que se apagaría porque la
oscuridad era total. Se apagaba y se volvía a prender. Hasta que se fue
aquietando la llamita y alumbró nuevamente el cuarto.
Vio
entonces la madre que la silueta se perdía poco a poco, hasta que desapareció.
Cuando pudo se levantó. Fue hasta la puerta que estaba sellada, atrancada por
el madero. Entonces la madre se desvaneció al centro de la oscuridad.
Volvió
en sí; no narró el suceso sino pasado largo tiempo, como la anécdota de un
cuento de miedo para sus hijos.
El niño
vio a la gallina sin cabeza levantar el vuelo. Permanecía, afiebrado, recostado
en la cama de sillas, cubierto con una frazada.
Del
charco de sangre, donde estaba el cuerpo y la cabeza separada, el ave se
incorporó. Extendió las alas y se elevó por el aire, después de una breve
carrera en la cocina.
Del
cuello la sangre se derramaba en el piso de tierra dejando un caminito de
huellas que pronto encontraron la cobija. Allí cayeron sordas y brillantes ante
la desmesura de los ojos del niño. La madre había ido hacía un instante a
apagar la flama de la estufa de petróleo donde borboteaba el agua ya caliente y
dispuesta para que entrara la gallina, poder desplumarla y, luego, cortarla en
partes y hacerla caldo.
Las
gotas de sangre de pronto cayeron en el rostro del niño. Su mancha se derramó
lentamente justo cuando el vuelo de la gallina surcó su cara. Un grito alertó a
la madre. Levantó los brazos y alcanzó a la gallina en pleno vuelo. La trajo
entre sus manos y, de inmediato, la colocó en la olla de agua hirviente para
después venir a donde estaba el niño y limpiar la sangre de su rostro.
En el
suelo, la cabeza de la gallina yacía con el pico abierto. Sus ojos se habían
cerrado.
La
fiebre del niño se agravó. En sus devaneos —causados por la alta fiebre— veía
venir una y otra vez hacia él a la gallina.
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