>Escritor que ha
marcado a varias generaciones, la obra de Hermann Hesse sigue etiquetada bajo
el injusto término de “juvenil”. Autor de altos vuelos, sus historias son
conmovedoras, ya que apelan a la condición trágica que los hombres comparten.
Prudente, solicitó
permiso para abrir el libro colocado en el escritorio de una oficina, dispuesta
en lo alto de un tercer piso; leyó hasta la segunda página para, en seguida,
preguntar dónde podría comprar el texto. Se apresuró, entonces, a recorrer el oscuro
pasillo que lo conduciría a una especie de fatalidad.
Muchos años después se recordaría bajando veloz por las escaleras,
embargado de una grande emoción, y sin preguntarse lo que ocurriría después. Su
objetivo, la meta, era salir por la enorme boca del edificio, franquear la
puerta de cristales para tomar las calles que lo llevarían al portal y allí
buscar, no sin desesperación, el cuadernillo de duras tapas, donde —impreso en
negras letras—, pudo leer el nombre de Demian.
Ya en casa, entre las almohadas, leyó de la tarde a la noche. Fue en la
madrugada cuando la repetición de las pesadillas del niño de diez años, Demian,
provocadas por la proximidad de la Primera Guerra. Los sueños de inquietud,
contagiados por la lectura del libro, no le abandonarían sino hasta pasado un
tiempo. Sudoroso, esa noche hubo de despertar una y otra vez. No obstante,
luego buscaría otros libros de Hermann Hesse y recortaría de los periódicos
todas las notas que hablaran sobre el autor. Volvería a saber de los
inquietantes sueños durante toda su adolescencia.
A Demian le seguirían Siddartha, El lobo estepario, El juego
de los abalorios, Y si la guerra
continúa… hasta llegar a la historia que marcaría en definitiva su vida: Bajo la rueda.
Siempre en ediciones baratas y malas traducciones, en México, el grueso
de mi generación ha leído con fruición la obra del escritor alemán, nacido en
1877; quien recibiera el Premio Nobel en 1949, falleció en su casa sobre el
lago, en Lugano, Suiza, en 1962.
Al parecer Hesse mantiene su preferencia en lectores que van entre los
quince y hasta los veinte años, pues otras generaciones, como lo afirma Juan
García Ponce en un ensayo (Cruce de
caminos, 1965): “Alrededor de los dieciocho años, creo que como la mayor
parte de mi generación, leí Demian, El lobo estepario, La ruta interior y quizás un título más, con una admiración y un
entusiasmo que no estoy seguro que incluyeran la comprensión”, y su efecto no
cabe duda fue muy parecido al que me aconteció: Hesse abrió puertas
insospechadas y, luego, pasó (casi) al olvido, bajo la premura de nuevas
lecturas.
Hace algunos años me encontré, en un solo tomó, reunidas tres de sus
obras y las he vuelto a leer en estos días (había leído todos sus libros en
Editores Mexicanos Unidos, y me acompañaron por largos años; el tomo de Círculo
de Lectores guarda una mejor traducción): redescubrir en una edad adulta a
Hesse es de algún modo liberador, se descubren los grandes recursos narrativos
del autor al que durante los años setenta convirtieran en una especie de gurú.
Temo volver a leer Bajo la rueda,
pues su influencia en mi visión sobre la vida fue rotunda. La historia del
joven Hans Giebenrath, a muchos años de distancia, sigue siendo un fantasma
doloroso. Leído a los dieciséis años, me marcó en lo más profundo de mi ser:
está en mi piel el desgarramiento sufrido por Hans, quien tras la muerte de su
madre le es arrebatada su infancia, y su padre lo arrastra de un mundo rural
hacia la ciudad.
Aldeano como soy, la vida de Hans Giebenrath la vi reflejada en mi propia
historia: las variantes son muchas, lo sé, sin embargo establecí, quizás sin
razón, un paralelismo con él. Su sufrimiento lo asumí. Su vida existencialista
me contagió y muchos de sus pensamientos se me revelaron por un largo periodo,
al grado de convertirse en parte de mi filosofía de la vida. No sin dolor volví
una y otra vez a recordarlo: me vi en su asfixia, me encontré en su cuerpo, me
indicó cómo mirar. Me dijo alguna vez que él era yo. Se convirtió en una
realidad. Le presté, en todo caso, mi cuerpo para su prolongación en la vida
real. Su idea del despojo de su espacio vital en el campo, y su percepción
sobre la escuela y la educación, me hundieron alguna vez en depresión…
No acabó de estar bien aquí, en mi cuerpo; luego se suicidó y se alejó
de mí. Temo volver a saber de Hans: yo fui Hans Giebenrath y él fue Víctor.
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