miércoles, 12 de septiembre de 2018

Temo volver a leer Bajo la rueda





>Escritor que ha marcado a varias generaciones, la obra de Hermann Hesse sigue etiquetada bajo el injusto término de “juvenil”. Autor de altos vuelos, sus historias son conmovedoras, ya que apelan a la condición trágica que los hombres comparten.








Prudente, solicitó permiso para abrir el libro colocado en el escritorio de una oficina, dispuesta en lo alto de un tercer piso; leyó hasta la segunda página para, en seguida, preguntar dónde podría comprar el texto. Se apresuró, entonces, a recorrer el oscuro pasillo que lo conduciría a una especie de fatalidad.

Muchos años después se recordaría bajando veloz por las escaleras, embargado de una grande emoción, y sin preguntarse lo que ocurriría después. Su objetivo, la meta, era salir por la enorme boca del edificio, franquear la puerta de cristales para tomar las calles que lo llevarían al portal y allí buscar, no sin desesperación, el cuadernillo de duras tapas, donde —impreso en negras letras—, pudo leer el nombre de Demian.

Ya en casa, entre las almohadas, leyó de la tarde a la noche. Fue en la madrugada cuando la repetición de las pesadillas del niño de diez años, Demian, provocadas por la proximidad de la Primera Guerra. Los sueños de inquietud, contagiados por la lectura del libro, no le abandonarían sino hasta pasado un tiempo. Sudoroso, esa noche hubo de despertar una y otra vez. No obstante, luego buscaría otros libros de Hermann Hesse y recortaría de los periódicos todas las notas que hablaran sobre el autor. Volvería a saber de los inquietantes sueños durante toda su adolescencia.

A Demian le seguirían Siddartha, El lobo estepario, El juego de los abalorios, Y si la guerra continúa… hasta llegar a la historia que marcaría en definitiva su vida: Bajo la rueda.

Siempre en ediciones baratas y malas traducciones, en México, el grueso de mi generación ha leído con fruición la obra del escritor alemán, nacido en 1877; quien recibiera el Premio Nobel en 1949, falleció en su casa sobre el lago, en Lugano, Suiza, en 1962.

Al parecer Hesse mantiene su preferencia en lectores que van entre los quince y hasta los veinte años, pues otras generaciones, como lo afirma Juan García Ponce en un ensayo (Cruce de caminos, 1965): “Alrededor de los dieciocho años, creo que como la mayor parte de mi generación, leí Demian, El lobo estepario, La ruta interior y quizás un título más, con una admiración y un entusiasmo que no estoy seguro que incluyeran la comprensión”, y su efecto no cabe duda fue muy parecido al que me aconteció: Hesse abrió puertas insospechadas y, luego, pasó (casi) al olvido, bajo la premura de nuevas lecturas.

Hace algunos años me encontré, en un solo tomó, reunidas tres de sus obras y las he vuelto a leer en estos días (había leído todos sus libros en Editores Mexicanos Unidos, y me acompañaron por largos años; el tomo de Círculo de Lectores guarda una mejor traducción): redescubrir en una edad adulta a Hesse es de algún modo liberador, se descubren los grandes recursos narrativos del autor al que durante los años setenta convirtieran en una especie de gurú.

Temo volver a leer Bajo la rueda, pues su influencia en mi visión sobre la vida fue rotunda. La historia del joven Hans Giebenrath, a muchos años de distancia, sigue siendo un fantasma doloroso. Leído a los dieciséis años, me marcó en lo más profundo de mi ser: está en mi piel el desgarramiento sufrido por Hans, quien tras la muerte de su madre le es arrebatada su infancia, y su padre lo arrastra de un mundo rural hacia la ciudad.

Aldeano como soy, la vida de Hans Giebenrath la vi reflejada en mi propia historia: las variantes son muchas, lo sé, sin embargo establecí, quizás sin razón, un paralelismo con él. Su sufrimiento lo asumí. Su vida existencialista me contagió y muchos de sus pensamientos se me revelaron por un largo periodo, al grado de convertirse en parte de mi filosofía de la vida. No sin dolor volví una y otra vez a recordarlo: me vi en su asfixia, me encontré en su cuerpo, me indicó cómo mirar. Me dijo alguna vez que él era yo. Se convirtió en una realidad. Le presté, en todo caso, mi cuerpo para su prolongación en la vida real. Su idea del despojo de su espacio vital en el campo, y su percepción sobre la escuela y la educación, me hundieron alguna vez en depresión…

No acabó de estar bien aquí, en mi cuerpo; luego se suicidó y se alejó de mí. Temo volver a saber de Hans: yo fui Hans Giebenrath y él fue Víctor.



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