A Deana Molina
Arreola
fue, ante todo, un experimentador de registros narrativos y un consumado
fabulador satírico de la existencia humana. Sus cuentos ofrecen la oportunidad
de mirar y de mirarnos, y da cuenta de cada detalle de nuestros actos y hace de
una sola vez una crítica, y eso lo convierte en un autor moralista muy cercano
a Esopo. En cada uno de sus cuentos parecería que el lector se hallara ante el
descubrimiento de un escritor nuevo: Arreola crea y pule —cada vez que escribe—
un mundo.
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Los
universos arreolinos son piezas de joyería únicos. Es un artesano que después
de terminar su creación —y de colocarla en la mesa de trabajo—, destruye una y
otra vez los moldes para volver a comenzar, luego, desde el principio. Leer su
obra completa es encontrarse ante varios escritores y uno en su totalidad.
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El
fabulador de Zapotlán es, ante todo, un estilista, muy cercano a la tradición
fundada por Julio Torri y Alfonso Reyes y algunos de los autores del grupo de
los Contemporáneos.
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Dueño
de una pequeña pero bien timbrada voz de declamador, todo en Arreola fue una
forma de colocar en escena el lenguaje verbal y corporal. Su persona y su obra
estuvieron ligadas siempre a ese histrión que quiso ser y fue. No hubo un solo
gesto en el fabulador que no hubiera puesto en el escenario que es la
existencia misma. Toda su obra está dispuesta como si la hoja en blanco fuera
un teatrino que de inmediato lo ocupa la palabra, el lenguaje y la escritura. La
prosa de Arreola, entonces, es una que siempre está en escena. Es decir,
Arreola casi invariablemente coloca el lenguaje en un espacio cuyos elementos
son teatrales. Si leemos con atención la obra del narrador zapotlense, desde el
comienzo sabremos que una de sus más grandes aspiraciones fue la dramaturgia,
el teatro.
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El
lenguaje de toda la narrativa arreolina está impregnada del actor-autor que
invariablemente fue; y Juan José Arreola fue un actor que desplegó en sus
trabajos todas las posibilidades dramatúrgicas. No en balde sus poemas en prosa
del Bestiario fueron dictados (a José
Emilio Pacheco).
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En La feria se halla una polifonía de
registros narrativos y pasajes de la mejor y más grande prosa en nuestro
idioma. Hay, además, pasajes inalcanzables por ser únicos: recordemos la
“confesión” de los pobladores, los cuentos internos y los poemas.
Está lo
que quizás fue la simiente de la novela:
Si camino paso a paso hasta el
recuerdo más hondo caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de
helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada
estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo
de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por primera vez a
conocer el campo…
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Me
declaro —en una palabra— criatura arreolina en definitiva.
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