A Deana Molina
Al
inicio, después de hacer las modificaciones favorables al departamento, para
con ello lograr que la definitiva estancia fuera agradable, no nos percatamos
de su presencia. Fue hasta que una noche, cuando me quedé despierto hasta la
madrugada mirando las luces de la ciudad en la lejanía (se puede ver desde
aquí, inmediatamente del pequeño bosque, un mar luces coronadas por el templo
de la Luz del Mundo), que lo sentí.
En
cierto instante —ya rendido el mundo en el silencio—, supe que desde algún
rincón observaba mi figura. Su cripcrip de alas logró llamar mi atención.
Fueron sus tímidos movimientos; su adivinado caminar; su diminuta sombra
agigantada en todo caso por los reflectores que, negra la noche, se abrían
igual a ojos enormísimos mirando hacia el interior. Lo busqué, pero fue inútil.
El sonido de alas aparecía y desaparecía: unas veces allí, las más dentro del
caracol de mis oídos... A la siguiente noche, Gregorio, nos visitó por segunda
vez. No sospechamos, ni él ni yo, los extravíos que vendrían a nuestras
existencias.
D. y yo
mantenemos una regla de oro. Todo bicho que entre al departamento tendrá que
ser aniquilado. Esa segunda vez, fue el calzado quien aplastó a Gregorio. Pero
yo no supe que era él. En la tercera ocasión, el flit lo devastó. Y por un
tiempo considerable no volvió aparecer. Pasó quizás una semana, y no volví a
ver su sombra en los rincones de la casa. Larga fue la espera, porque desde
entonces sabía que regresaría; yo volví a La
metamorfosis con una teoría para aminorar la culpa. Le había dicho a D. que
tal vez Kafka, como abogado que era, la historia de algún arraigo domiciliario
le había hecho escribir la novela; pero después de diez años, yo no recordaba
con fidelidad casi nada.
Volví a
la novela una mañana de tenue lluvia. Durante el trayecto a mi destino, la leí
de un tirón. Sólo para comprobar mi rotunda equivocación… La relectura me
hundió en una sorpresiva depresión matutina.
Porque
era la enfermedad lo que había logrado que Gregorio se transformara ¿En una
cucaracha? La enfermedad terminal y no otra cosa. La novela me llevó, esa
mañana de llovizna, a un recuerdo: vi a mi padre sumido en la cama, esperando
la muerte. Entre sus manos las viejas credenciales que le traían su juventud.
Que le mostraban la certeza de que sus días estaban contados. Que su disminuida
salud lo llevaría, en consecuencia y sin retorno, hacia la muerte.
La
enfermedad hace que las personas se vuelvan seres ajenos a quienes creen tener
la salud completa. “Lo malo de un loco no es su locura, sino que esa locura le
impida tener dinero. Y lo mismo se puede decir de un enfermo…” —me recordó
Bernardo Atxaga, en Esos cielos.
Noches alucinantes. Noches de lluvia y presencias. Kafka (3 de julio, 1883) se aparece. Un bicho con su cripcrip recuerda al cuervo de Allan Poe. La muerte como una espada de Damocles, tintinea, se suspende, proyecta una sombra de enfermedad y pesadillas… espera siempre al final de la fiebre para arrasar
A
Gregorio, entonces, la enfermedad lo transformó. Y esa mañana, cuando debió
tomar el tren, ya no pudo hacerlo. La enfermedad de mi padre lo llevó a su
metamorfosis, y ya no fue el mismo.
Gregorio
en casa me llevó al dolor, a la depresión, a un recuerdo sin fondo. Me reveló
que nadie estamos a salvo de las transformaciones. En cualquier instante, y en
todo lugar, podríamos volvernos cualquier cosa: Un objeto que estorba. Una
sombra en la noche. Un ser que da asco. Una irrealidad. Una realidad que
inquieta. Un escarabajo que pisas una noche cualquiera. Un ser improductivo y
vergonzante en un cuarto que huele mal. Un apestado… ¿La enfermedad nos aleja
de lo humano?
Una
noche reciente Gregorio regresó a casa, después de mucho tiempo.
Abrió
al frío viento su indescifrable lenguaje de alas. Su cripcrip. Pero esta vez
cometió un atrevimiento imperdonable. Ya apagadas las luces de la casa, caminó
hacia la recámara. Seguramente sus leves pisadas fueron más tenues. Las visitas
Porque no las oí, yo que esperaba escucharlas en cualquier instante y me
mantenía en vela, vigilante.
Supe de
él hasta que el grito surgido con desesperación de D. me ofreció el lugar donde
se encontraba. Subía del pie hasta la rodilla y allí, en ese punto, abrió sus
alas para encontrarme. Se mostró insoportable. De manera abusiva dio dos o tres
pasos antes del grito que se estrelló en las paredes de la recámara y con
seguridad viajó hasta el follaje de los árboles del bosque; y de allí retornó
para hacerse eco.
Encendí
la luz. Asustado, Gregorio corrió hacia debajo de la cama; luego asomó sus
ojillos para mirarme. Los vi. Lo miré. Esta vez sin compasión lo arrojé lejos,
tan lejos que su repetida muerte logró que mi dolor se ausentara por un tiempo.
Pero
ese dolor y los recuerdos regresan cada vez que a lo lejos escucho su lenguaje,
llamándome una de esas madrugadas de insomnio. ¿Me dicen qué?, ¿me recuerdan
qué? Alguna noche yo también sufriré mi transformación y mis palabras ya no
serán entendibles. Alguien me aplastará y, quizás, el hecho lo llevará hacia el
dolor.
Hacia
el infinito dolor de la vida.
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