La casa de nieve
Este es el templo, el ornamentado edificio que yo deseaba
que vieras, ¿lo miras? Está aquí: su andamiaje es de nieve; de evaporada
lluvia; de lunas y de soles —como nuestros labios— y:
—¡Esta edificación es tan hermosa, la hice para ti, la
imaginé yo para mirarla juntos!
Esta casa es tan linda que me da pena comerla: ahora
quito, con cierta tristeza de mi parte, una pared: tiro el primer muro para que
se derrumbe el amor, pero la casa no cae todavía: es tan divina que me gustaría
que la vieras, ¿la miras?
La construí para ti: me da tan grande tristeza verla caer
que ahora mismo declaro mis lágrimas... —y sé que tú, enorme e imposible,
también las derramarás en cualquier instante.
Una noche
Ajena a su presencia, a sus palabras, presentí su mirada:
fijaba yo mis ojos en la nada del espejo. Navegaba en el frontispicio de la
desmesura, bogaba en la soledad en busca de mí.
Estaba yo en la barra de la taberna, daba la espalda a la
realidad: de pronto una voz me llamó, y fui a la mesa. Supe o intuí que algo
sucedería. Y sucedió: una noche, en seguida del baño nocturno, tomé el teléfono
para llamarle. Y le dije el poema de la rosa. Así inició todo, meses después...
Ahora no sé muy bien quién dice: ¿habla el espejo en el
que me miraba, o enuncio yo mis palabras?..
16 de enero
Esa noche, bajo la ensombrecida banca de metal, envuelta
en la más grave sombra del arbusto, le dije yo, casi en su oído, que sus poemas
eran hermosos, un tanto delicados y sensuales y amorosos, y que leía como si
fuera un sacerdote medieval.
Su risa, sus ojos, la intención de su respuesta, implicó
lo poco que él creía en él. Mas su voz y sus palabras me perecieron, al igual
que sus poemas, una confesión.
Desde esa noche persiguió mi corazón hasta alcanzarlo.
Ahora tomo un poco de su voz para nombrarlo. Toda la vida
había soñado conocer a alguien como él... Para su mala suerte, no me puedo
quedar.
Ritual del té
Recuerdo haber bebido de sus labios, sabido de su boca por
vez primera. Esa tarde, sus manos en las mías.
Le pedí yo me dijera un poema. Y habló de mis cabellos y
de mi “azucarado corazón”.
Pasado el tiempo, en respuesta, le dije mis palabras:
Porque no
encuentro
otra manera de
vivir
con la
esperanza acuestas,
con el dolor
aprisionado en este pecho.
Porque no
encuentro
otra manera de
vivir
quebrando el
tiempo
al partir el
sol.
Atardece
Atardece: estrellas y soles en mi pecho
(sentí entonces sus
brazos que rodeaban mi cintura...)
y el sol de las cinco de la tarde
(por la mañana,
vimos un lento río de aguas tibias
al que no
entramos)
que duró sólo un instante
(luego nos
internamos entre las espesuras)
igual que el tiempo en que estuvimos tendidos entre
árboles
(miré las nubes,
mientras él me descubría el pecho,
que luego
acarició)
allí él tomó mi frondosa cabellera entre sus manos y
declaró cuánto me amaba
(depositó sus
labios en los míos)
sus amorosas palabras, me causaron temor...
(y yo intenté
huir...)
Sus manos acarician mi cintura: soles y estrellas en el
atardecer.
Un sombrero de nubes
Él trajo a mi vida un sombrero de nubes.
Lo puse en mí, la anochecida cabellera se iluminó.
Caminamos por calles y calles sin perdernos, en un día
lleno de sol. Volvimos al principio: ya nunca más pudimos estar solos...
El descenso
Un día, después del baño nocturno, mi amor ascendió hasta
tu oído.
Igual que esta tarde me miras descender la escalinata:
El descenso
nos llama
como la
ascensión nos llamaba.
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