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domingo, 8 de julio de 2018

La noche





Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo.
El que ama a su mujer, se ama así mismo...
Efesios 5, 28



Presurosa, la que huye, viene al encuentro y hace que el templo se oscurezca. Viene al encuentro, mas en sus ojos se prefigura la despedida. El rumor de su largo vestido bien podría ser el fondo de la noche, el fondo donde las estrellas, como vibrantes seres, conforman el discurso que sembrará como un largo camino de luz y oscuridad.
La que viene al encuentro, huye del amor y la felicidad que corresponden...


Silenciosa, la copa —su rutinaria voluntad de utensilio establece las semejanzas— es un espejo de ardiente sangre: su retenida sed nos contiene y nos forma. Su iridiscente cristal, su brillo, es un metal en el que se carga la voz de nuestro lenguaje. ¿Un lenguaje de qué?: un campo corporal, una temporalidad: centro del instante en el que ahora flotamos como en una mar calma y oscura.
Somos la respiración del viento que entra por la ventana. Y somos también la luz y las sombras: se establece el encuentro de los extremos.
Ahora mismo caemos hasta el fondo. Oscuros comprendemos que lo que flota en el aire es el miedo, es el temor a ser nosotros: a estar en nosotros. Nos afianzamos. Volvemos para encontrar en la mesa un plato donde giran los muertos calamares: que disponen la Cena ritual. Ya no hay luz. Ya no hay aire. No hay incendio de velas: estamos solos. ¿Es verdad que nos atemoriza estar solos?
Lo pregunto porque escucho su grave voz —que viene de alguna parte del salón— que dice a manera de súplica: “No me mires así que me da miedo”.



Ojalá pueda yo cantar de nuevo
    La verdad de mi corazón
Desde lo alto de esta colina, a la vuelta de un año!
Dylan Thomas


Yo le ofrezco una sortija de brumas y ella arguye al sentido con un largo silencio. La busco y no la encuentro: se desvanece: es el campo virtual de la palabra, en la que nadie cree. Su silencio, sus labios, sus ojos buscan descubrir lo que en el bolsillo no está —es la palabra lo que busco: no el claro metal para el compromiso.
En la caja de lunas y de soles está la noche.
Retardo el encanto con humor: detengo su mirada en mis manos, sólo para disfrutar de sus ojos: extraigo de la caja un fragmento de noche que sus ojos miran: la sortija está allí, ella no la ve: demora sus sentidos en el silencio...
El viento entra por la ventana para disipar nuestros pensamientos.


Bajo la amplia noche: toco su cuerpo en espera del encuentro. Su temerosa voz, su nerviosa sonrisa es como si ahora preguntara algo.
Mi mano recorre su cintura y ella no hace sino indagar en el sentido. ¿Qué hay en el sentido de dos cuerpos que se ansían y que a la vez temen al encuentro?
Nada hay en su voz en tanto cruzamos el oscuro campo, el amplio pastizal donde un río silencioso y moribundo define el sinuoso camino. Nada sino la espera. 


En la casa yo no hago sino preguntarme si ella teme a mi religiosidad. ¿Acaso teme al Principio Divino en el que se conjugan amor y voluntad, amor y entrega, camino y tentación, pecado y  castidad, orden y caos?

¿Mora en la casa el Principio Divino?
—¿ronda el Señor con su cara de palo?—,
miro en tus ojos destellar un halo
de luz muy clara, de cristal muy fino.


Somos dos cuerpos —en el umbral de la oscura recámara— anunciando el estremecimiento:
Su rezumante flor, al delicado contacto de mis dedos, surge igual a brisas que iluminaran la noche —idénticas a la espuma de mar—; su humedad se vierte en mis labios y moja el ardor; reclinado hacia su corazón beso sus labios y toco su cuerpo; en medio de la oscuridad la despojo de su blanco vestido: su voz es ahora un suave murmullo... —beso su boca sólo para recordar lo que somos. Yo no hago sino ser parte de ella.
—Nada he dicho —está a punto de proferir.


¿Es esta la luz del deseo —en la que flotamos en la recámara—, la que nos ilumina con su creciente llama? ¿La que nos eleva hasta unirnos? ¿Es ésta la que nuestras mentes planearon: la inesperada luz que ahora nos sorprende tendidos y desnudos?
Amo mi oscuridad si el cuerpo de ella se convierte en vapor, en humos de incienso, en jadeo suave y delicado. Amo la luz en la que ahora se convierte su delicada flor, su radiante flor que mis labios besan y que responde al abrirse.
Bebo sus lentas aguas.


Son los cuerpos que hablan: atendamos sus signos: el visible lenguaje de lenta agua que corre:
¿Si acaso fuéramos de viento, y en el bosque de nuestras espesuras volcáramos nuestro amor? ¿Si desnudos —como estamos ahora—, cruzáramos la invisible frontera de lo que nos divide?: ¿distinto sería sabernos uno solo?...   —hundo mis labios en los suyos como un perro suplicante.


(¿Lo que somos, en el campo donde crece el ardor, justifica nuestro secreto?)


Mientras llora, postrada en el lecho, siento el temblor de su cuerpo unido al mío: veo entonces en sus ojos el temor, el frágil y fino cristal de la melancolía.
Descubro en sus labios una palabra, que no logra proferir.
El llanto la inunda, luego su boca se cierra por un tiempo casi interminable...


¿Perdura el amor lo que dura un silencio?


Escucho el rumor de un agua que corre.
Cubre, en un principio, su piel. Y lenta baja hasta perderse. El agua se va, los días se pierden, la vida cae lenta y sin sentirse.
            La evaporada lluvia, al calor de su cuerpo, da el sentido: la vida es un lento, inmaculado abandono, un irse hasta el fondo...

Sin premura lavo mi cuerpo:
desprendo todo rastro de ti.
Nadie existió,
nadie tocó este cuerpo
en el que hace tan poco navegaste...


Antes de cerrarse a mi vida, su grave voz suplica el olvido:
—...Por favor no me llames; no te llamaré —dice. 
Mas guardo yo por siempre los restos del amor, trocados en el lecho...


...Y este largo y profundo silencio.


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