Neblina en los ojos por la borrachera.
Salí del bar hasta encontrar la avenida Juárez;
observé los carteles pegados en los cristales de la sala; se trataba de cintas
que tardarían al menos dos años en llegar a la ciudad.
Celaje en la mirada.
Me seguí de largo antes de decidir entrar; bruma
encontré al pagar y luego descender la breve escalinata hasta encontrarme con
los habituales asistentes del cine porno, tan concurrido desde las cuatro de la
tarde, hora de la primera función.
En la pantalla se abría una mujer para encontrarse con
dos enormes vergas, que la penetraron con el mayor poder. Una adelante y otra
detrás. Después vendría un tercer personaje para ofrecer el trío que ensartaba
a la mujer.
Joven. Bella. Distante su mirada porque había neblina
en la Sala París. La bruma volvió a cerrarme los ojos. Me pesaban los párpados.
Alcancé a distinguir, justo a mi lado, a un muchacho que se masturbaba: su
verga era un bulto en el pantalón; se acariciaba; se atrevió a sacar su macana,
sin importarle nada.
Logré verlo: se cubrió con la camisa y siguió dándose
el urgente placer que necesitaba, porque en la pantalla estaba la mujer
penetrada por los tres lados. La escena tardó una eternidad; los espectadores
podíamos ver el entrar y salir; vimos los negros orificios abiertos.
Luego un breve diálogo sin sentido:
—¿Te gusta mi verga, marrana?
La interminable escena: jadeos; acercamientos; la
ilusión de la perennidad; en el rostro de la mujer, el enorme placer; la vagina
abierta, la boca plenamente ocupada; el ano un círculo, que se mostró enorme.
Me había distraído de la manipulación del muchacho,
pero de pronto escuché su voz:
—¿Quieres? —preguntó sin mirarme; me tanteó y yo dudé
un instante; pero en seguida fue directo.
Su tranca, alta y gorda, negra y babeante, me la
ofreció.
—¿De veras no quieres? —dijo otra vez.
Dudé. En la pantalla se mostró una nueva embestida: el
negro ano floreció hasta volverse una roja profundidad. Y el muchacho, que ya
tardaba mucho en venirse, insistió.
Llevé mi mano hasta tocarlo; en la sala estaba la
neblina; una pareja, delante de nuestros asientos, se acariciaba, y yo pensé
que había encontrado mi oportunidad.
Acaricié su húmedo miembro; lo apreté hasta escuchar
un jadeo en el muchacho que cerraba los ojos, porque la neblina había sellado
todo.
Abrió sus labios y escuché su enorme placer.
Mi mano recorrió la enorme tranca; subí y bajé, subí y
bajé mi mano: de su verga escurrió el pegajoso líquido. Sentí el fuerte deseo de
empaparme la mano con su semen, pero el muchacho tardaba mucho.
Me empeñé en mi labor; apreté más fuerte y miré en su
rostro una mueca. Luego paré. Abrió los ojos y me miró interrogante.
—Vamos a mi casa —le dije en voz baja—, vivo aquí
cerca...
Aceptó.
***
Salimos a la avenida y estaba la noche.
La niebla lo envolvía todo; los autos mantenían sus
faros encendidos; cruzamos hasta llegar a la plaza. Como no quería que nos
vieran entrar juntos al edificio le di las llaves y la dirección.
Caminé a toda prisa hasta encontrarme con la avenida
Hidalgo.
Ya no vi al muchacho, porque seguía la densidad.
***
Tardó el elevador; subí la oscura escalinata y todos
sus pisos; durante el trayecto me fui quitando la ropa, hasta quedar solamente
con el bikini puesto.
***
Descubrí la puerta entreabierta.
Desde los altos del edificio se podía distinguir —en
días sin neblina— toda la ciudad. Entré y me recosté en la cama.
De las sábanas surgieron unas manos que me acariciaron
el trasero; luego buscaron mi verga.
Encontré en la oscuridad un cuerpo hecho de nieblas.
Nunca había sentido tanto placer.
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