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lunes, 14 de mayo de 2018

La mujer y nuestras literaturas






UNO

En el siglo diecinueve, Amandine Aurore Lucile Dupin tuvo que mudar su nombre al de George Sand para poder firmar sus libros, ya que en esa época estaba prohibido que una mujer escribiera historias y más si mantenían un atrevimiento que estuviera fuera del orden establecido por los varones y por la sociedad en general.
En la actualidad pocas son las escritoras que se atreven a escribir y menos a describir asuntos subidos de tono, porque o se les tacha de —para decirlo de un modo— brujas o —para ser directo— de putas.




Poco, pues, han cambiado en muchos aspectos nuestras sociedades, tan es así que los escritores de algún modo se avergüenzan al confesar públicamente que sus fuentes literarias provienen de escritoras, y solamente revelan los nombres de sus padres literarios.
No obstante, Virginia Woolf ha generado un número enorme de escritores y, también, de escritoras. Lo cierto es que algunas mujeres escriben mejor que muchos autores apenados, aquellos que ocultan que han leído a las mujeres. Pese a todo, la literatura femenina es escasa: sigue siendo un número mayor el número de libros firmados por hombres que escriben.

Para alegría de algunos, Ediciones Al gravitar Rotando, acaba de publicar cuatro excelentes libros cuyas firmas tienen nombre de mujeres: Juana María Ramírez, Claudia Martínez Videgaray, Mónica García Cárdenas y Ada Érika Figueroa.

Virginia Woolf.
No obstante, y a manera de una crítica constructiva, la colección sigue teniendo una especie de solidaridad masculina, pues se llama —o como decían antes, se intitula— “La ronda de los solos”, que o bien se puede interpretar que las mujeres —sus mujeres, las de los solos— salieron a las calles para buscar historias, o bien las rondan para enamorarlas, pero suena de todas formas a masculinidad…; la colección, si es como apunta y serán puras letras de mujeres, bien pudo llamarse “La ronda de las solas”. Pero quizás me equivoco y ¿ese nombre propuesto parecería muy ofensivo? ¿O caso se trata de una ironía que no logré entender?

Por otra parte —o siguiente esta línea recta— pese a ese detalle, Óscar Tagle, el editor, sabe muy bien que la mujer es orden y ordena, ya sea en la casa o en las letras. Son ellas las creadoras de estos libros, son ellas las generadoras de este cambio en el orden social y firman para nuestro beneplácito las obras: Esperábamos la lluvia, Animales a bordo, Los otros soles y Verdades metafísicas y cotidianas.

En estos libros están al descubierto los seres femeninos que escriben. Nos ofrecen sus modos de estar en este mundo. Nos aguardan con sus pensamientos. Nos abren sus espacios íntimos, porque ¿no es verdad que cada escritura es una oportunidad de entrar en el otro, en el que escribe, hasta lo más recóndito de su ser?

Resulta muy agradable, entonces, volver a encontrarse con la diferencia: con la mujer. De manera franca debemos decir que leer los textos de una mujer es descubrirnos y descubrirlas. Esto es: poco hemos querido saber de ellas, pero ellas saben todo de nosotros y están en lo cierto cuando quizás piensen que somos unos monstruos. Pero de ellas, las mujeres y las escritoras poco nos enteramos, poco nos hemos dado la oportunidad de entrar y develar sus espíritus, sus almas.

De algún modo esta suerte de reunión de mujeres me parece es una oportunidad múltiple. De aquí bien se podría partir hacia una investigación —a manera de muestra— sobre la manera de imaginar de las mujeres en Guadalajara. De estas letras podremos saber el modo de pensar de la mujer que habita esta ciudad. De estos libros se puede despegar para ir hacia el interior del ser femenino. Ir a ese, al parecer desconocido mundo, que o bien nos aterra o nos atrae pero poco, muy poco —eso indica la cultura masculina machista— queremos entender.

Es una lástima eso, porque es bueno recordar que si entendemos al otro, a la otra, a los otros, bien alguna vez podremos entender lo que cada uno somos.



DOS

Nos hemos conformado con escuchar, en las propias voces femeninas, historias contadas desde un punto de vista masculino, es decir, las narradoras han tenido que describir sus experiencias —o las historias de las otras mujeres— con ese toque rudo que exigen los varones para ser tomadas en cuenta en la nómina de las “mejores voces”; o bien la mujer misma ha tenido que convertirse en “feminista”, y de ese modo tener un espacio en las letras hispanoamericanas para lograr revelar en letras las experiencias vitales que corresponden al ser femenino —so pena de ser criticadas de dulces o cursis. Ello ha impedido entonces que logremos, como lectores, descubrir a fondo el pensamiento de la mujer y  nuestras literaturas han logrado borrar, en muchos casos, la voz femenina y abierto solamente la posibilidad de escuchar solamente aquellas narraciones “fuertes”, como si no fuera importante saber lo que ellas son y su modo particular de ver el mundo.

            Rosario Ferrer nos ha dicho en un escrito que “a lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones” y logra una pequeña lista: Emily Brontë “escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión”; Virginia Woolf “para exorcizar su terror a la locura y a la muerte”; Joan Didion “escribe para descubrir lo que piensa y cómo piensa”; Clarisse Lispector “descubre en su escritura una razón para amar y ser amada”.

La propia Ferrer afirma que para ella “escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había…”.

No obstante, con frecuencia la legítima voz femenina sigue sin llegar a nuestros oídos de manera diáfana, legítima y, sobre todo, desde el fondo: colmada de delicadezas y confesiones que sean en verdad propias y nos enseñen de manera real lo que cualquier mujer es sin tapujos ni banderas de ningún tipo, solamente descritas como en la vida real las encontramos y no ficticias o construidas desde y para la literatura.

Ya recordamos la historia de Amandine Aurore Lucile Dupin, quien tuvo que desdoblarse en George Sand, para lograr ser aceptada en la sociedad parisina y disfrazarse de hombre para lograr caminar libremente por la ciudad después de su divorcio y para poder tener acceso a espacios donde nuca hubiera sido aceptada por su condición de mujer.


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