UNO
En el siglo diecinueve,
Amandine Aurore Lucile Dupin tuvo que mudar su nombre al de George Sand para
poder firmar sus libros, ya que en esa época estaba prohibido que una mujer
escribiera historias y más si mantenían un atrevimiento que estuviera fuera del
orden establecido por los varones y por la sociedad en general.
En la actualidad pocas son las
escritoras que se atreven a escribir y menos a describir asuntos subidos de
tono, porque o se les tacha de —para decirlo de un modo— brujas o —para ser
directo— de putas.
Poco, pues, han cambiado en
muchos aspectos nuestras sociedades, tan es así que los escritores de algún
modo se avergüenzan al confesar públicamente que sus fuentes literarias
provienen de escritoras, y solamente revelan los nombres de sus padres
literarios.
No obstante, Virginia Woolf ha
generado un número enorme de escritores y, también, de escritoras. Lo cierto es
que algunas mujeres escriben mejor que muchos autores apenados, aquellos que
ocultan que han leído a las mujeres. Pese a todo, la literatura femenina es
escasa: sigue siendo un número mayor el número de libros firmados por hombres
que escriben.
Para alegría de algunos,
Ediciones Al gravitar Rotando, acaba de publicar cuatro excelentes libros cuyas
firmas tienen nombre de mujeres: Juana María Ramírez, Claudia Martínez
Videgaray, Mónica García Cárdenas y Ada Érika Figueroa.
Virginia Woolf. |
No obstante, y a manera de una
crítica constructiva, la colección sigue teniendo una especie de solidaridad
masculina, pues se llama —o como decían antes, se intitula— “La ronda de los
solos”, que o bien se puede interpretar que las mujeres —sus mujeres, las de
los solos— salieron a las calles para buscar historias, o bien las rondan para
enamorarlas, pero suena de todas formas a masculinidad…; la colección, si es
como apunta y serán puras letras de mujeres, bien pudo llamarse “La ronda de
las solas”. Pero quizás me equivoco y ¿ese nombre propuesto parecería muy
ofensivo? ¿O caso se trata de una ironía que no logré entender?
Por otra parte —o siguiente
esta línea recta— pese a ese detalle, Óscar Tagle, el editor, sabe muy bien que
la mujer es orden y ordena, ya sea en la casa o en las letras. Son ellas las
creadoras de estos libros, son ellas las generadoras de este cambio en el orden
social y firman para nuestro beneplácito las obras: Esperábamos la lluvia,
Animales a bordo, Los otros soles y Verdades metafísicas y
cotidianas.
En estos libros están al
descubierto los seres femeninos que escriben. Nos ofrecen sus modos de estar en
este mundo. Nos aguardan con sus pensamientos. Nos abren sus espacios íntimos,
porque ¿no es verdad que cada escritura es una oportunidad de entrar en el
otro, en el que escribe, hasta lo más recóndito de su ser?
Resulta muy agradable,
entonces, volver a encontrarse con la diferencia: con la mujer. De manera
franca debemos decir que leer los textos de una mujer es descubrirnos y
descubrirlas. Esto es: poco hemos querido saber de ellas, pero ellas saben todo
de nosotros y están en lo cierto cuando quizás piensen que somos unos
monstruos. Pero de ellas, las mujeres y las escritoras poco nos enteramos, poco
nos hemos dado la oportunidad de entrar y develar sus espíritus, sus almas.
De algún modo esta suerte de
reunión de mujeres me parece es una oportunidad múltiple. De aquí bien se
podría partir hacia una investigación —a manera de muestra— sobre la manera de
imaginar de las mujeres en Guadalajara. De estas letras podremos saber el modo
de pensar de la mujer que habita esta ciudad. De estos libros se puede despegar
para ir hacia el interior del ser femenino. Ir a ese, al parecer desconocido
mundo, que o bien nos aterra o nos atrae pero poco, muy poco —eso indica la
cultura masculina machista— queremos entender.
Es una lástima eso, porque es
bueno recordar que si entendemos al otro, a la otra, a los otros, bien alguna
vez podremos entender lo que cada uno somos.
DOS
Nos hemos conformado con
escuchar, en las propias voces femeninas, historias contadas desde un punto de
vista masculino, es decir, las narradoras han tenido que describir sus
experiencias —o las historias de las otras mujeres— con ese toque rudo que exigen
los varones para ser tomadas en cuenta en la nómina de las “mejores voces”; o
bien la mujer misma ha tenido que convertirse en “feminista”, y de ese modo
tener un espacio en las letras hispanoamericanas para lograr revelar en letras
las experiencias vitales que corresponden al ser femenino —so pena de ser
criticadas de dulces o cursis. Ello ha impedido entonces que logremos, como
lectores, descubrir a fondo el pensamiento de la mujer y nuestras literaturas han logrado borrar, en
muchos casos, la voz femenina y abierto solamente la posibilidad de escuchar
solamente aquellas narraciones “fuertes”, como si no fuera importante saber lo
que ellas son y su modo particular de ver el mundo.
Rosario Ferrer nos ha dicho en un escrito que “a lo largo
del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones” y logra
una pequeña lista: Emily Brontë “escribió para demostrar la naturaleza
revolucionaria de la pasión”; Virginia Woolf “para exorcizar su terror a la
locura y a la muerte”; Joan Didion “escribe para descubrir lo que piensa y cómo
piensa”; Clarisse Lispector “descubre en su escritura una razón para amar y ser
amada”.
La propia Ferrer afirma que
para ella “escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una
posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a
palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que
había…”.
No obstante, con frecuencia la
legítima voz femenina sigue sin llegar a nuestros oídos de manera diáfana,
legítima y, sobre todo, desde el fondo: colmada de delicadezas y confesiones
que sean en verdad propias y nos enseñen de manera real lo que cualquier mujer
es sin tapujos ni banderas de ningún tipo, solamente descritas como en la vida
real las encontramos y no ficticias o construidas desde y para la literatura.
Ya recordamos la historia de
Amandine Aurore Lucile Dupin, quien tuvo que desdoblarse en George Sand, para
lograr ser aceptada en la sociedad parisina y disfrazarse de hombre para lograr
caminar libremente por la ciudad después de su divorcio y para poder tener
acceso a espacios donde nuca hubiera sido aceptada por su condición de mujer.
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