Uno
Nos
acomodamos junto a la pasarela.
De la rocola surgió la voz de Selena, que yo había
seleccionado. La gorda dama, ataviada para la ocasión, se deslizó hasta llegar
muy cerca de nosotros. Aplaudimos. Ella se emocionó. En el fondo estaban
nuestras risas. Botaban sus carnes. Sus tetas se movieron como una marea. Nos
dispusimos a disfrutar el espanto.
La mujer se elevó por los aires, sujeta al tubo: fue
el centro de nuestras miradas. Bailó seductora a su manera. Cerró los ojos para
concentrarse. Se movió el esperpento y el mundo también. Nos miraba cada vez
que correspondía. Levantaba una pierna. Daba saltos para encontrarse otra vez
con el tubo. Volvía a nuestra mesa, sin reparar en nuestra crueldad: nuestras
risas se confundieron con la voz de Selena. La dama de gruesas carnes no lo
notó, se derrumbó en el piso, muy próxima a nosotros, cuando terminó la primera
canción.
Se apagaron por un instante las luces.
La vimos aparecer de nuevo del fondo de Las Palmas:
otras ropas, lucientes y “provocativas”. Volvió a deslizarse. Esta vez fue más
atrevida: abrió las piernas y se tocó el pubis. Se acarició los senos. Logró
nuestras miradas. Vino la mesa. Mostró su ominoso trasero. Se levantó la
diminuta falda; nos exigió que la nalgueáramos. Yo lo hice y pude sentir su
gordo culo. Primero la acaricié, pero la mujer me mostró cómo debía hacerlo, de
tal forma que invertí todas mis fuerzas. La dama se quejó, pero volví a
asestarle mi mano: quedó marcada en su piel. Pidió lo mismo a mis compañeros, hasta
que terminó la canción.
Cuando cantó por tercera vez Selena ya no se ocultó:
desde allí comenzó a bailar. Se estrujó las chiches. Se arrancó el brasier. Se
dirigió a nosotros. Pidió que la ordeñáramos. Obedecimos. Como eran dos
tetas, ofreció la vagina: acaricié sus ardientes labios. Luego metí mis
dedos. La mujer me miró y cerró los ojos. Hundí mi mano hasta el fondo.
Mis amigos apretaron con fuerza. Extendieron sus
pezones hasta dañar la piel. Sentí su humedad.
Se arrastró por el piso. Luego se incorporó. Se abrió
a la danza. Comenzó a desnudarse, sujeta al tubo. Cautivó nuestra mirada porque
—súbita— abrió las piernas: con lentitud se quitó la tanga. Mostró en todo su
esplendor el culo. Casi al final de la canción se acercó y se puso a gatas. Nos
incitó que la golpeáramos.
Con sus manos abrió en su totalidad la vagina.
Vimos un fondo negro.
Dos
Se iluminó el lugar.
Ante nosotros el administrador; mostró sus
dentadura de oro.
—¿Complacidos, señores? —preguntó.
—Regular —contesté.
—Si no están satisfechos, podemos
ofrecerles algo mejor; único...
Movió su brazo y cintilaron los
brazaletes.
—¿Cómo qué? —dije.
—Algo especial, extraordinario; no puedo
explicarles porque derrocharía la sorpresa...
Agregó un instante después: “Si aceptan les costará un poco más, sólo
algo más”. Dibujó un gesto en su rostro.
Vi las miradas de mis amigos en los lentes
de espejo del administrador. Y dije: “Adelante”.
Cobró el servicio y se marchó.
La mujer de amplias lonjas no volvió a
aparecer.
Tres
La tardanza nos desesperó.
Todo había quedado desierto. Uno a uno los
adefesios habían desaparecido por la puerta del fondo. En la barra estaba el
administrador. Nos miraba indiscreto. Se había quitado los espejuelos y su
mirada comenzó a brillar. Ordenaba sus pertenencias. Limpiaba los ceniceros.
Acomodaba los vasos. Se había soltado la trenza. Su cabellera le cubría la
espalda.
En cierto momento descubrí su perfil: se
inclinó y en sus labios advertí una sonrisa. Me recordó la maldad.
Bigote corto; cabellera larga; ojos
brillantes; brazos desnudos y musculosos; nariz aguileña, la perfecta imagen
del diablo.
Presentí que nos había engañado, pero de
pronto fue a apagar algunas luces; se acercó a la rocola y dispuso una serie de
melodías.
Luego nos miró.
—¿Están listos, señores? Que disfruten...
Se encaminó a la puerta del fondo y se
perdió. Se apagaron todas las luces y sentí temor. Los rostros de mis amigos se
inundaron de los reflejos de la rocola.
Del aparato surgió repentina la música.
Nos distrajimos un instante. Cuando volvimos la vista hacia la parte del fondo,
de la puerta emergieron pequeñas sombras. Primero una; luego conté diez.
Las siluetas se aproximaron. Nos miramos
confundidos. Escuchamos las afectadas voces. Creímos en un principio que se
trataba de niñas; pero nos alcanzaron las sombras: nos tocaron con diminutas
manos.
Descubrimos los rostros: eran un grupo de
enanas ante nosotros. Nos abrazaron. Azorados recibimos sus caricias. Nos
sorprendió la alucinación. No permitimos que nos besaran. Pero acostumbrados a
sus figuras convenimos en disfrutar.
Fueron a la barra y trajeron botellas. Nos
advirtieron: “Les costará”. Pagamos. Reímos. Se encaramaron en nuestras
piernas.
“Pueden tocar”. “Pueden quitarnos las
ropas”. “Somos sus juguetes”. “Hagan lo que quieran de nosotras”.
Nos divirtió la experiencia.
Una trajo las copas. Se sirvieron.
Comenzaron presurosas a beber. Mostraban una enorme desesperación. Un ansia por
embriagarse. Nos dieron de beber de sus copas. Aceptamos porque deseábamos
jugar su juego.
“Me llamo Norma”. “Me llamó Nadie”. “Me
llamó como tú quieras”. “Llámame perra”. “Te la voy a mamar hasta que derrames
tu leche en mi cara”. “Tengo una puchita deliciosa, te va a gustar...”. “Si
quieres golpéame...”. “Fornícame por donde quieras...”
Bailaba una en la pasarela: cuerpo
perfecto y diminuto. Se había metido a un ajustado pantalón brillante. Se
dibujaban perfectas sus nalgas.
Me deshice de las tres damitas. Fui a la
pasarela, me había atraído la mujer. Su estatura llegaba a mi bragueta, que de
pronto bajó. Me agaché para tocar sus perfectos senos; sus nalgas. Acaricié,
por sobre el pantalón, sus gordos labios vaginales. La elevé por los aires y la
besé. Correspondió a mis apetitos.
La música era estruendosa y cuando miré a
mis compañeros las enanas se divertían con sus vergas paradas. Estaban ya en
bikini. Sus cuerpecitos eran extraordinarios. Se turnaban en el deleite.
Mamaban si parar. Me excité y descendí a mi dama. Alcanzó mi verga. Sin dejar
de bailar la engulló. Logró hacerla desaparecer en su garganta.
La cargué en mis brazos y fuimos a la
mesa. Se sirvió una copa y la acabó de un sorbo. Se sirvió más. Me ofreció.
Hice lo mismo. La traje y la monté en mis piernas. Le arranqué el top de piel:
descubrí unos breves senos. Los mordí. Jugué con ellos. Los estiré lo más que
pude. Ella mostró sus dientes perfectos.
Cuando pude miré mis amigos. Disfrutaban
las nalgas de tres mujeres. Una cada vez. Empujaban furiosos. Una a la vez.
Tres solitarias bebían sin parar. Reían. Sus carcajadas las ahogaban de
alcohol. Iniciaron un baile. Se acariciaron. Se estiraban las tetas. Se
palmeaban los traseros. Aplaudieron: el resto de las damitas se les unió.
Se colocaron en cuatro patas y en fila, en
el maderamen de la pasarela. Se abrieron hasta dejarnos ver sus diminutas
rajaduras. Se abrían las nalgas y mostraban sus pequeños anos.
La enana que era mi mujer en turno exigió
que la penetrara. Fui hacia a ella y clavé mi verga babeante.
Realizamos, todos, la misma actividad.
Nos hundimos en sus carnes. Nos vaciamos
en sus rostros. Otras pigmeas comenzaron presurosas a beber el semen. Nos
ofrecieron sendas mamadas. En un instante estuvimos listos para nuevas
embestidas. Fue el turno de las otras mujeres.
Trajeron las botellas y empinaron. Nos
dieron de beber. Y otros labios limpiaron nuestras vergas, hasta volverlas a
parar.
Entramos en negros orificios. Apretados.
Amables los vimos florecer. No fuimos suficientes. El resto de enanas se
acariciaron. Sus manos penetraron en sus cavidades. Hundieron sus brazos hasta
lo más profundo.
Justo al final de la melodía depositamos
nuestro semen: vinieron a lamerlo del piso. Exigieron más. Bebieron hasta el
fondo las botellas. Trajeron nuevas. Se cobraron: desembolsaron el dinero de
nuestras carteras.
Cuando creímos que había sido suficiente
les pedimos una tregua, pero ellas se encaramaron y pidieron más. Mucho más.
Estábamos exhaustos y al borde del
agotamiento.
Nos derrumbamos entonces al piso. No
supimos de nuestras vidas hasta que nos despertaron las primeras luces del día:
nos encontró la mañana desnudos y en las calles. Una densa neblina cubría la
ciudad. Buscamos el auto, pero no los hallamos.
Volvimos: las puertas estaban selladas.
Ningún letrero revelaba que allí fueran
Las Palmas.
El transporte urbano realizaba los primeros recorridos por la ciudad...
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