domingo, 25 de febrero de 2018

Rojo Café





Iluminada por la tenue luz de las velas, bajo un manto de música, el cuerpo de la morena muchacha —desnuda, suplicante— desea que sus ojos no sean descubiertos a la luz.
No ahora cuando sus manos sudan y su palpitante cuerpo está deseoso, salaz, ahora que un rojo velo le cubre los ojos:
—No mirarás los cuerpos a tu alrededor, los cuerpos decrépitos y sedientos, los cuerpos que te repiten en distintas edades.
Sola, igual a calles en la madrugada, la suplicante es igual a quejumbres tras las paredes de casas hechizadas y en ruinas.
La línea más delgada de su cuerpo es su propio silencio; su implorante calor, sus delicadas manos en busca de otro cuerpo...




I

Caminamos en busca del Rojo Café hasta cansarnos.
Sus diminutas manos, sus pequeñas manitas se bañaron en sudor al encontrase con las mías.
La tarde era calurosa, y bajo el inusual sol de febrero, al escuchar sus frases —¿sería mejor decir: “Como respuesta a su preguntas”?—, decidimos viajar en autobús hasta mi departamento.

Durante el trayecto no dijo una sola palabra; cuando le preguntaba, respondía mostrando su blanca dentadura que contrastaba con su piel de costeña.
El viaje se alargó.

Cuando llegamos a la avenida del canal de aguas negras, bajamos y proseguimos el camino a pie.

Ya en casa le ofrecí algo de tomar; bebió leche y mordisqueó unas galletas; fumaba yo y ella sorbía.
Luego la interrogué y comenzó temblar.

—Tu pregunta —dijo— hizo que me doliera el estómago...
Sentí que era verdad, porque la pregunta había sido directa; ante su silencio encontré otras maneras de referirla.

Mas ella dudó; fue un nudo de frases; deduje entonces que su respuesta era No.



II

Deseaba realizar esto o aquello antes de tomar una definitiva decisión: “Me falta tiempo y no tengo la suficiente experiencia aún para aceptar tu propuesta; en cambio tú ya tienes una manera de vivir, muy distinta a la mía; soy muy joven y tú eres un hombre entrando a la madurez, y además divorciado”.

—Está bien —dije sin molestarme—; ve a lavarte las manos, te daré algo.
Dejó de mirar los libros y fue al baño.

 

III

A su regreso le pedí que cerrara los ojos.

Le recordé la conversación sobre las catarinas que alguna vez me había obsequiado: de muy niña —me había dicho en la oscuridad de una calle— “ahogaba catarinitas en un frasco con agua”, y yo deseaba corresponder a su recuerdo.

Le dije entonces que le había conseguido una catarina, pero ella creyó ver, con sus ojos cerrados, una de verdad.
—Es de madera, y muy grande —expresé—; abre tus manos, tómala...
Abrió sus ojos negros y tomó el regalo. Había una frase escrita en el envoltorio que leyó. Me miró y dijo:
—Te voy a besar.
Engarzamos los labios en un beso lleno de pasión; nos excitamos. Y de pronto las respiraciones se tornaron tan aceleradas.
Tratando de zafarse de mí dijo:
—Late muy fuerte tu corazón...
Era verdad, pero no era por amor. Al seguir su mirada, supe que había encontrado mi verga, tensa y chorreante.

Con toda seguridad debía estar igual de húmedo su oscuro y poblado monte.

Me ajusté a sus piernas; logré que sus enormes senos se descubrieran; y mordí con fuerza sus pezones.
—Traigo puesto el brasier que me regalaste —dijo; estallaba su respiración en mis oídos.

Nos detuvimos un momento, porque ella lo exigió.
Hablamos; me solicitó que la llevara al camión, yo le pedí que me regalara algo antes de irse; aceptó.

La llevé a recámara y la volví besar; la recosté en la cama; le dije mi deseo y acaricié su desnudo vientre de niña de catorce años.
Le arranque la blusa; la recorrí con la lengua; encontré de nuevo sus labios; los disfruté interminablemente.

Me dediqué un largo instante a mojar con mi saliva su ombligo, a morder sus pezones; cuando mordí su pezón izquierdo, ella se cubrió los ojos con sus largos cabellos.

Mis manos en su oscura piel; mis manos en sus nalgas; mis manos en su pubis, luego la mordí sobre el pantalón; entré en sus firmes carnes: sus sudorosas manos me mojaron la espalda.
Me pidió que apagara la luz.



IV

Al poco tiempo salimos del departamento; subió al autobús y la volvería a ver mucho tiempo después.
La noche estaba estrellada.


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