Clemente Castañeda Hoeflich*
Desde hace dos siglos la política
latinoamericana ha estado marcada por un debate entre “liberales” y
“conservadores”, sin que haya quedado claro cómo aterrizar estas etiquetas en
la realidad actual. Tan es así que hoy podemos ver en las redes sociales cómo
unos actores políticos se autoproclaman como liberales mientras son desmentidos
por otros que también se hacen llamar liberales.
Más allá del debate de las
etiquetas, existen ciertas prácticas políticas, ciertas formas de comprender el
poder y la administración de lo público, que han pasado a convertirse en
auténticas categorías políticas, es decir, en modelos de ejercicio del poder. En México, dentro de esas prácticas se encuentra
“el priismo”, una categoría donde ya no es necesaria la filiación a un partido político,
sino que se trata de la práctica que define la simulación, el oportunismo y una
visión monolítica del poder.
El priismo logró imponerse como
práctica en la política nacional teniendo como ejes, en primer lugar, la corrupción,
que consiste en asumir como patrimonio propio tanto el puesto como las instituciones
a su cargo; en segundo lugar, el presidencialismo, que es la idea de que el
ejercicio del poder es monolítico y su administración emana verticalmente de un
único individuo; y en tercer lugar, el abuso de una demagogia que no dice nada
y que deriva en el vaciamiento del discurso político.
Este modelo de administración del
poder ha marcado algunos de los capítulos más vergonzosos de nuestra historia
nacional: desde los caudillismos mesiánicos y los cacicazgos del siglo pasado, hasta
los casos más recientes de la generación de gobernadores más corrupta de la
historia, o lo que podríamos llamar la “aristocracia hacendaria” a la que se
enfrentó el Gobernador de Chihuahua, o el #GobiernoEspía, o el esquema de
corrupción de la #EstafaMaestra.
La categoría del priismo, desafortunadamente,
se ha enquistado en nuestra vida pública más allá del PRI y sus aliados. Hoy la
vemos en la irritabilidad de tantos actores políticos frente a la crítica, en la
construcción de mesianismos organizados verticalmente, y quizá, de manera
preocupante, en el mal uso que en algunos casos se le está dando a las
candidaturas independientes.
La única forma de romper con una
categoría y una práctica política como el priismo es mediante el diálogo
abierto y horizontal; mediante la construcción de espacios que rompan con la
lógica de un poder monolítico; mediante el debate de las ideas y de nuestras
diferencias por encima de la simulación o la imposición.
El cambio del régimen político va
más allá de formar un gobierno de coalición o cambiar la manera en que se
administran las instituciones, pasa necesariamente por desarticular las
“prácticas” que se han enquistado en la vida pública, entre las cuales una de
las más graves es el priismo, y no hablo desde luego de desterrar a una
organización política legítima, sino de acabar con esa práctica y esa
concepción del poder presentes en la política mexicana.
Una vez liberemos a nuestro sistema
político de esta categoría, estaremos en condiciones de transitar hacia un
cambio del régimen político y hacia una discusión sobre el futuro de México.
*Precandidato a Senador de la
República
por Movimiento Ciudadano en Jalisco
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