martes, 6 de febrero de 2018

El espejo me refleja








I

A juzgar por las miradas de la mujer de amplias caderas y piernas hermosísimas, esta noche uno de los tres saldrá acompañado del bar; pero ni uno ni otro decidimos invitarle una copa, quizás porque la conversación se ha tornado grave, densa.



He dicho yo hace unos instantes:
—Me encantaría gozar otra vez la piel de Bielka; gozaría retornar a sus carnes y besar sus delicados labios...
Y ya la mirada de Nelson se distingue por su dureza.
Salgo entonces a dar una breve circunnavegación: atravieso hacia el baño y la mirada de la mujer me sigue. Abre de pronto sus piernas y logro ver sus carnes, ofreciéndose.
Me detengo. Voy hacia la rocola y dispongo una serie de canciones que la mujer, casi en mi oído, elogia.
Ha dicho:
—Me encanta tu elección.

Yo lo que hago es sonreírle y ofrecerle una caricia: tomo su negra cabellera entre mis manos; luego bajo hacia su boca, paseo mi dedo índice por sus labios. Sonríe. Procuro introducir mi dedo hacia su humedad: lo hundo lo más que puedo antes de que ella cierre la carne de sus labios y me ofrezca una rica chupada.
Lo hace. Yo cierro los ojos.

Me figuro a Bielka atada en el sillón de la sala de estar. A mí llega la suave esencia de sus carnes. La veo abierta y en posición de recibirme. Encadenada. Sus piernas fijadas a sus hombros. La piel ardorosamente perfumada. Abierta y rosada.

La recuerdo jadeando porque a mis oídos llega la agitada respiración de la mujer que mantiene mi dedo en su boca. Lo aprieta con fuerza. Lo humedece. Lo traga hasta hacerme sentir la tersa superficie en su garganta.

Abro los ojos y la encuentro adormecida. Goza mi dedo en el paladar. Me acerco a su oído y le digo que pida lo que quiera. Ella disfruta porque veo inflamados sus pezones bajo la blusa. Los toco. Ella me toca la bragueta. Estamos prontos al deseo. Estamos en el deseo.

Volteo hacia donde Nelson y Carlos están; me observan con enorme atención.

Luego sonríen y alcanzo a escuchar sus cuchicheos.
—Pide lo que apetezcas —le digo a la mujer.
Y ella me toca sobre el pantalón. Vuelvo a hundir mi dedo en su boca y, acto seguido, lo pongo entre mis labios.
Saco un billete y lo dejo en la mesa.


El espejo me refleja. Trasluce mi excitación.


Carlos me mira.
—Podemos desear a todas las mujeres, pero no las podemos tener a todas... —me dice.
Nada entiendo; no deseo escuchar. Bebo mi copa y miro de reojo a Nelson. Me clava su mirada. Me lanza su furia. Toma mi mano y dice:
—Sé que la amas, pero vive conmigo...

Sonrío con cinismo. Me agrada su furia a punto de estallar. Casi me tira un golpe, pero sé que no lo hará nunca. No está en su naturaleza. Nelson nació para apalear con frases, para dar golpes intelectuales. Para escribir sobre cualquier cosa que ofrezca su saña desde el pensamiento. No para darme en el rostro. Nunca lo hará.
Carlos me dice, con sus ojos, que sí. Que Nelson está a punto de ofrendarme lo que merezco. Sé que no ama a Bielka ni le da lo que yo le puedo dar. Ni ella lo ama.

Si no ¿cómo explicar que estuve en brazos de Bielka —la de cuerpo maravilloso— y me otorgó un enorme placer en la casual ausencia de Nelson?

Para desviar la tensión pido otra ronda de bebidas, finalmente sé que Nelson es quien pagará.

Después me levanto y voy hacia las carnes de la mujer en la mesa de enfrente. Beso sus labios. La acaricio. Meto mi mano entre sus senos. Le toco las piernas. Me hundo entre sus diminutas bragas hasta sentir la humedad.


II

Bailo sin parar.
Me paro en medio de la pista. Me descubro observado por Carlos y Nelson. Recorro el amplio espacio. Persigo a la mujer. Le toco las caderas. La acaricio. Luego le exijo que ella me siga. Viene detrás de mí. Me detengo de pronto. Me levanto el abrigo. Coloco mis nalgas en el vientre de la dama. Carlos y Nelson nos señalan. Y la mujer del Broncos me dice:
—Me encanta como bailas.
Yo le miento:
—Si quieres verme bailar otra vez, y desnudo, visita el Louvre; bailo casi todas las noches y las mujeres me tocan...
Advierto una señal.
En seguida me dice:
—¿Te gusta el perico?, te lo puedo ofrecer.
Le digo que sí. Le miento otra vez. Hace otra señal. Un hombre se acerca y me dice:
—¿Quieres perico?
—Sí, en mole —y me suelto a reír.
La mujer detiene el baile. Nos vamos a la mesa.
Carlos y Nelson me miran. Sonríen.
Nelson toma la mano de la dama y la lleva al centro de la pista. Es torpe en su cuerpo. Es un imbécil. Sabe que lo que más deseo es estar en brazos de Bielka. Sabe que muchas noches salimos a bailar y ella, complaciente, dormía a mi lado en cualquier hotel de la ciudad.

Una madrugada, ya desnuda en la cama, Bielka me confesó que no le gustaba bailar.

—Lo hago porque a ti te gusta; me gusta como lo haces y te deseo cada vez que bailamos...
Y yo ahora descubro la torpeza de Nelson.
Carlos me confirma la furia de Nelson. Me dice:
—Es enorme la envidia que siente por ti.
Luego se queda en silencio. Mira los lerdos pasos de Nelson en la pista.

—Yo también siento la envidia, y sé por qué te ama Bielka.
Lo miro, me adentro en su ser.
Después voy hacia la barra y pido una copa. Me miro en el espejo. Me profundizo y viene a mi memoria la última vez que estuve con Bielka.

Habíamos ido a bailar al Astoria. Ya de madrugada me pidió salir. Vimos la profundidad de la noche. A la gente correr. Gritaban y, en la oscuridad, un hombre y una mujer hacían el amor. Yo deseé besar a Bielka, pero ella no lo permitió. Me miró y supe que debía detenerme. Caminamos en silencio varias cuadras. Llegamos al jardín de un templo y tomé su mano. La mantuve un momento resguardada, luego ella la alejó de mí.

Tomamos un taxi y la llevé a su casa. Bajó. Me dijo adiós. La bruma de la madrugada la cubrió de pronto cuando abrió la reja del edificio. Estaba en la completa oscuridad. Pero miré hacia lo alto y una luz interior alumbraba una ventana. Creí descubrir la silueta de Nelson.

Me disponía a partir, pero algo me dijo que debía bajar del taxi y seguir los pasos de Bielka. Bajé y entré a la oscuridad del edificio. Fui hacia la escalinata y encontré a Bielka ascendiendo completamente desnuda. Su vestidura de negra piel estaba en el piso. Vi la blancura de su piel y ella sintió mis pasos. Sin retornar la mirada se inclinó sobre sí misma y yo me acerqué a ella. Abría con sus manos sus nalgas, las ofrecía para mí. Y yo acaricié su piel.

Sus ardorosos labios me besaron. Me mordió y yo respondí a su violencia. Golpeé sus carnes. Metí mis dedos en sus nalgas. La abrí hasta encontrar que la redondez se ensanchó. Escuché su dolor. Sentí su placer. Recibí su aliento. Ardía. Nos reclinamos en el descanso de las escaleras y Bielka abrió las piernas. Rasgó la piel de mi espalda. Yo la tomé de su negra cabellera y traje su boca a la mía. Hundió de nuevo sus uñas en mi piel. Desprendí mis labios de su boca y mordí su pezones, fuerte, hasta sangrarlos. Me pidió que la penetrara con fuerza. Lo hice. Un fuerte jadeo nos encendió hasta tornarnos un solo cuerpo. La embestí con toda mi rabia mil veces. Nos adentramos. Le arranqué los pezones. Los comí. Golpeó con fuerza mi espalda. Me exigió más.

—¡Golpéame! ¡Arráncame la piel! ¡Asfíxiame! ¡Mátame!
Y yo la obedecí.
Apreté su garganta hasta que me vino una fuerte eyaculación. Me derrumbé sobre su cuerpo. Exhausto. Sentí su sangre. Miré en la oscuridad su cuerpo.
Escuché su respiración. Su tos.
—Llévame al canal, tírame allí.
Obedecí.

Arrastré su cuerpo hasta la salida de edificio. La llevé a la orilla del canal de aguas negras que cruzaba la avenida. La dejé exangüe, su respiración lenta y casi agotada.

La miré largamente. Luego se recuperó. Sus labios partidos y sangrantes dibujaron una sonrisa llena de placer.

—Vete —dijo con dificultad—, voy a estar bien...
La besé y fui a buscar mi ropa. En medio de la oscuridad de la madrugada cubrí mi cuerpo. Caminé hacia la calle y miré a lo alto del edificio. Una luz única describía la silueta de Nelson.

Corrí al lado contrario del canal.
Llegué al Motel California. Entré.
Allí dormí hasta que la luz del nuevo día cayó sobre mi rostro.
  

—Nunca te perdonaré lo que le hiciste a Bielka —dice Nelson, quien vuelve de bailar en la pista.
Lo miro a través del espejo de la barra.
Miro a Carlos dormido sobre la mesa.
Se desvanecen.

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